Erase una vez un hombre y
una mujer que tenían un hijo. El joven tuvo un sueño en el que oyó que le
decían: "El matrimonio para ti no será posible más que tomando por esposa
a la muchacha que vive en la torre de las ventanas de oro. No la hay más
hermosa que ella. La torre se encuentra por el lado del que sopla el viento,
pero resulta muy difícil llegar, pues se encuentra a una gran distancia de
aquí".
Al despertar el joven se
entristeció y comenzó a llorar. Sabía que llegar hasta la torre de las
ventanas de oro y llevarse a la hermosa muchacha era una hazaña que nadie había
realizado jamás. Entró entonces su padre y le vio en aquel estado:
-¿Qué te ocurre, hijo
mío?
-He tenido un sueño, por
eso lloro.
-¡Déjate de sueños!
¿Lloran acaso los hombres por culpa de un sueño?
-Lo sé. Pero ya ves. Qué
quieres que le haga.
-¿Pero qué sueño ha sido
ese, si puede saberse?
-Debo tomar por esposa a
la muchacha que vive en la torre de las ventanas de oro, que se encuentra en la
dirección de la que sopla el viento... Está muy lejos. Es muy difícil llegar.
No existe camino en el mundo que te lleve hasta allí.
-¡Olvídate de ello!
Nosotros tenemos de todo. No te metas en esa aventura. ¡Cásate si quieres con
cinco mujeres, pero quédate con nosotros!
-No, no tengo otra
alternativa que casarme con ella.
No hubo modo de que
renunciara a su decisión de partir en su busca. Al ver su padre que se
marchaba, le entregó un montón de monedas. Reconfortado, el muchacho se puso
entonces en camino. Al llegar a un lejano lugar, allá por donde sopla el
viento, se encontró con un hombre.
-¿Quién eres, muchacho?
¿De dónde eres?
-Soy de tal aldea.
-¿Conoces a fulano?
-Le conozco, es mi padre.
-¿Y adónde te diriges?
-He partido a la ventura
para tomar por esposa a la muchacha que vive en la torre de las ventanas de
oro.
-¡Oh, no! He oído decir
que vive una hermosísima joven en esa torre, que está del lado del que sopla el
aire, pero es muy difícil llegar hasta allí. Regresa, tu padre es amigo mío y
he resuelto ir a haceros una visita.
-Ve si lo deseas, allí
encontrarás a mi padre; yo continuaré mi camino.
-No podrás llegar. Tras
las colinas que habrás de atravesar tiene su morada la kuçedra. No conseguirás
cruzar aquel lugar.
-Algún modo habrá. ¿Cómo
se le puede convencer a la kuçedra de que te deje el paso libre?
-Existe un modo, yo acabo
de pasar por allí. Pero tú eres joven y te acobardarás. Ella está echada y
duerme. De todos modos enseguida notará tu presencia. Es imposible pasar sin
que se entere. Si eres capaz de llegar hasta ella, agarrarte a su cuello y
rogarle mucho, cabe en lo posible que te deje. Pero tú no te atreverás. Eres
muy joven, ya te digo que es preferible que regreses.
-De ningún modo. Que
tengas un buen día, yo continúo mi camino.
Reemprendió la marcha el
muchacho y, tras mucho andar, llegó al paraje donde habitaba la kuçedra y la
vio. Esperó a que se le cerraran los ojos y se arrojó a su cuello. Enseguida
volvió ella a abrirlos.
-¿Quién eres tú?
-Soy un caminante. Me
dirijo hacia donde sopla el viento, a cierto lugar donde existe una torre con
las ventanas de oro dentro de la cual vive un joven muy hermosa. Te lo ruego,
déjame pasar.
-Está bien, muchacho, yo
te permito el paso, pero ese lugar está muy lejos. También yo he oído hablar
de él, aunque ni siquiera sé donde se encuentra. Hay una gran distancia, si
crees que podrás recorrerla... Yo misma no llegaría.
-¿Qué voy a hacer
entonces?
-Si quieres que te ayude,
yo podría hacerlo.
Se postró el joven a los
pies de la kuçedra y le imploró que lo ayudara. Se sacó ella entonces un pecho
y le dijo:
-¡Mama de aquí!
Chupó el joven del pecho
de la kuçedra y sintió que lo invadía una inmensa fortaleza. Entonces le dijo
ella:
-A partir de ahora y
hasta que llegues, no volverás a acordarte de comer ni de beber.
Ya se disponía el
muchacho a marchar cuando el monstruo le gritó:
-¡Detente!
-¿Qué ocurre?
-Un momento. Mi hijo está
con su amigo en el camino. No te permitirán pasar. Espera y te daré una
contraseña mía para que no te hagan nada al verte.
Y le entregó un tirabuzón
de su propia cabeza. Partió enseguida el joven y al llegar a una colina lo vio
el hijo de la kuçedra, que estaba cerca con su amigo. Se abalanzaron los dos
sobre él pendiente abajo con intención de devorarlo. El joven se echó a temblar
de miedo, pero cuando llegaron a su altura, al ver en su mano el mechón de
cabellos de la madre, lo reconocieron como su contraseña. Sólo entonces recuperó
él la entereza.
-¿Quién eres tú? -le
interrogaron.
Él les contó con todo
detalle su aventura.
-¿Has estado con mi
madre?
-Sí, estuve.
-¿Adónde tienes que ir?
-A la torre de las
ventanas de oro que se encuentra hacia donde sopla el viento. Vive allí una
muchacha muy hermosa.
-¡Sube a mi lomo!
Se encaramó el joven a su
lomo y le llevaron muy lejos. En cierto punto se detuvieron y el hijo de la
kuçedra le dijo:
-Aquí nos separamos.
Nunca he continuado más allá y no te puedo llevar. He oído decir que desde aquí
hay que destrozar un par de zapatillas y entonces se sabe que ya no falta mucho
para llegar.
El muchacho descabalgó y
continuó a pie. Camina que camina, comprobó en cierto paraje que las zapatillas
se le habían desgarrado y pisaba directamente con los pies sobre la tierra, así
que, según lo que le habían dicho, calculó que no se encontraba muy lejos.
Cuando amaneció, sobre una colina refulgía la torre de las ventanas de oro. Se
encaminó hacia allí y al llegar llamó desde la puerta. La muchacha había
tenido un sueño en el que se le anunciaba la próxima venida del que había de
ser su marido. Sabía por tanto que iba a llegar y cuando salió, él quedo
deslumbrado: La joven era verdaderamente hermosa. También lo era el muchacho.
Entraron juntos al interior y hablaron largamente. La joven poseía un par de
caballos voladores y fue a decirles:
-Éste es vuestro amo y
también el mío. Hasta el día de hoy habéis obedecido mis órdenes; a partir de
este momento acataréis las suyas.
Debía él subir de día al
monte para vigilar los caballos y cuidar de que pastaran bien y de noche
conducirlos de vuelta a casa. Y así lo hizo, pero no podía permanecer tanto
tiempo sin la compañía de su esposa, así que regresó de inmediato.
-¿Cómo has vuelto tan
pronto?
-¡No puedo estar allí
tanto tiempo alejado de ti!
-Córtame esta coleta y
llévala en el bolsillo. Siempre que me eches de menos, saca la coleta y podrás
verme.
Tomó él la coleta, la
apretó en su mano y no cesaba de contem-plarla. Allá donde pastaban los
caballos había un gran río. El joven se sentó en la ribera y en un descuido la
coleta se le cayó al agua. Se zambulló en la corriente en pos de ella, pero no
pudo hallarla. Salió del río y regresó a casa, pues no podía permanecer más
tiempo sin su esposa.
-¿Qué ha sucedido? -le
preguntó ella.
-¡He perdido la coleta!
-Que sea para bien. No ha
pasado nada.
Las aguas arrastraron la
coleta hasta conducirla al caño propiedad de un rey. Al pilón de esta fuente
llevaba a abrevar todo los días los caballos el caballerizo real. Los condujo
allí cierta mañana, pero no hacían más que resoplar y se negaban a beber agua.
Por tres veces lo intentó sin conseguir resultado alguno. Al día siguiente
volvió a llevarlos, pero tampoco esta vez logró que bebieran, tras lo cual fue
a decírselo al rey.
-Los caballos se niegan a
beber agua. Ayer los llevé tres veces, resoplaban junto al pilón, pero se
negaban a beber. Hoy los he vuelto a llevar con el mismo resultado.
-Coge la azada y rompe el
caño, sin duda hay algo dentro de él.
Cuando rompieron el caño
encontraron en su interior un trozo de coleta que despedía una suerte de aroma
muy agradable. Tiempo después llegó al palacio una vieja y le preguntó al
rey:
-¿Qué coleta es esa?
-La hemos encontrado en
la fuente.
-Si hubieses alcanzado a
ver a la dueña de esa coleta, el sentido te habría abandonado.
-¿Quién es ella?
-Nadie más que yo podría
encontrarla ni cogerla. Si tú me pagaras bien, la traería en poco tiempo a tu
palacio.
El rey le pagó y ella le
dijo entonces:
-Sólo tienes que
entregarme esa tinaja. Derrama en cualquier parte el oro que contiene y
entrégamela vacía junto con ese látigo.
Era aquella una tinaja
voladora, con capacidad para albergar en su interior a tres o cuatro personas.
Sacó pues el oro el rey y le entregó la tinaja. Se introdujo la vieja en ella,
la golpeó con el látigo y un instante más tarde se encontraba en el jardín de
la muchacha. Estaba lloviendo y la vieja permaneció acurrucada a la puerta del
jardín. Salió al umbral el muchacho y al verla en aquel estado de necesidad,
dijo:
-Sal, mujer, hay una
anciana tiritando ahí fuera.
La tomó ella y la condujo
al interior de la casa. Mientras se calentaba, iban hablando. Le preguntó la
vieja:
-¿Estás casada muchacha?
-Sí, anciana.
-¡Que sea con bien! Sólo
que este matrimonio tuyo no vale nada.
-¿Y eso por qué?
-Porque tu hombre no te
quiere.
-No digas eso, mujer,
claro que me quiere.
-Compruébalo tú misma.
Pregúntale dónde tiene el alma. La vieja se había enterado de que el alma del
muchacho no estaba alojada en su cuerpo.
-Puedes estar segura que
no dejaré de preguntarle.
La vieja les pidió cobijo
y al caer la noche, la condujeron a otra edificación cercana. Una vez solos le
preguntó la muchacha a su esposo:
-Dime, esposo mío, ¿por
qué nunca me has dicho donde tienes el alma?
-Porque nunca me lo has
preguntado, ¿para qué te lo iba a contar...?
-¿Dónde la tienes, pues?
-Mi alma se encuentra en
mi espada, en el desván, metida en un baúl. Allí está guardada mi espada y
allí tengo también mi alma.
Corrió enseguida la
muchacha y abrió el baúl. Al ver la espada, toda ella recubierta de oro,
iluminando el desván entero en medio de la noche, quedó deslumbrada. Se sintió
incapaz de dejarla por más tiempo allí encerrada, de modo que la cogió y la
colgó en una pared de su habitación, que quedó así bellamente engalanada. Al verlo
su esposo le dijo:
-Debes guardarla bien,
pues en ella es donde se aloja mi alma.
-¡No tengas cuidado, así
lo haré!
Cuando llegó la anciana,
la otra le dijo:
-Sí que me lo ha contado,
anciana.
-¿Dónde la tenía?
-En la espada.
Cuando el joven esposo se
levantó para llevar los caballos a pastar a los prados, su mujer salió con él
para despedirlo. Se levantó entonces la vieja, cogió la espada y la partió en
dos. En ese mismo instante el muchacho se convirtió en sombra y desapareció. Su
mujer, sorprendida, lo buscó por todas partes, pero no consiguió encontrarlo,
de modo que regresó y entró en la casa. La vieja sabía lo que había sucedido y
le dijo:
-No te entristezcas, ese
hombre no era nadie. Ya te lo dije. Olvídalo y ven conmigo, si es que de verdad
quieres casarte.
La muchacha no sabía qué
partido tomar, pero al fin se puso en pie, decidida a partir con la vieja. Esta
se metió entonces en la tinaja. Antes de entrar la joven en ella, se dijo:
"Lo he perdido para siempre" y se quitó la sortija, depositándola en
el mismo lugar donde se había esfumado su esposo. Dejó pues la sortija con la
sombra y las dos partieron volando en el interior de la tinaja, rumbo al
palacio del rey.
Pero la muchacha se había
lastimado el dedo al sacarse la sortija y la herida no se le cerraba. Ella no
quería casarse con el rey, pese a que éste la había sometido a fuertes presiones
para obligarla a tomarlo por esposo. Incluso llegó a encerrarla en el cuarto
de las serpientes, aunque sin resultado alguno. Mas llegó un momento en que la
muchacha, alarinada por la herida de su dedo, acabó diciendo:
-Si el rey es capaz de
curarme el dedo, lo aceptaré.
Ensayó el rey toda clase
de remedios y pócimas para sanarla, pero no lo consiguió.
Pasaron los días y unos
viejos acertaron a pasar cerca de la torre de las ventanas de oro y decidieron
encaminarse a ella. Uno de los dos había conocido al padre de la muchacha. Al
abrir la puerta y penetrar en la casa, no encontraron a nadie. Extrañados,
abrieron una y otra puerta, pero todas las habitaciones estaban vacías.
Convinieron en alojarse allí por aquella noche. Comenzaron entonces los
ancianos a relatarse historias y a ufanarse de distintas facultades y conocimientos.
Le preguntó uno al otro:
-¿Cuáles son tus poderes?
¿Qué eres capaz de hacer, ya que tanto presumes?
-Yo puedo ver cualquier
cosa en el fondo del mar, puedo sumer-girme y cogerlo. No hay nada que se me
escape.
-Pues yo -le replicó el
otro, si encuentro un hierro partido, aunque sea hace cien años, con sólo
lamerlo lo recompongo.
Frente a aquella torre
había una especie de foso lleno de agua, y la espada se encontraba en el fondo.
Ocurrió de pronto que los ancianos la vieron refulgir.
-Mira donde brilla algo.
Tú que puedes zambullirte en el agua y nada se escapa, ¿serías capaz de entrar
y sacarlo?
Se desvistió el otro y
entró en el agua. Una vez lo hubo cogido salió otra vez a la superficie. Para
su sorpresa se trataba de una espada de oro partida por la mitad.
-Yo la he sacado, a ver
si tú, que dices ser capaz de recomponer incluso el hierro, puedes unir los
dos pedazos.
Se acercó el otro, lamió
la espada y volvió a dejarla de una sola pieza como estaba antes, con tal
perfección que nadie habría podido averiguar que nunca hubiera estado partida.
El joven reapareció
entonces y llamó a la puerta.
-Bienvenidos seáis.
-Bien hallado seas.
-¿Podéis decirme qué es
lo que me ha sucedido? ¿Dónde he estado?
-Pues si tú no lo sabes,
¿cómo quieres que lo sepamos nosotros?
-¿Os ha salido alguien a
recibir en la casa?
-No, nadie.
-Permitidme entonces que
mire un momento.
Buscó aquí y allá, pero
no encontró nada. Su mujer había desaparecido.
-¿Habéis visto alguna
mujer por aquí?
-No, no sabemos nada.
Hizo compañía a sus dos
huéspedes, tras lo cual salió a dar un paseo por los contornos. Encontró los
caballos en el prado. Ellos sabían donde se encontraba la muchacha, pero no el
modo de rescatarla. De regreso a casa encontró también el anillo, que cogió y
guardó en el bolsillo. Los caballos le condujeron directamente al lugar donde
ella se encontraba y al poco de llegar supo que el rey se encontraba en un
gran apuro, pues no sabía como sanar el dedo de su mujer. Dijo entonces el
muchacho:
-El rey habrá de
recompensarme: yo sanaré el dedo a su esposa.
Corrió el rumor de boca
en boca y llegó a oídos del rey, quien finalmente dio con su paradero y lo hizo
llamar inmediatamente. Le dijo:
-¿Serás tú capaz de
curarla?
-Puedes estar seguro de
ello.
-Pues pídeme a cambio lo
que desees.
Fue seguidamente el
muchacho a ver a la mujer y ella le mostró el dedo. Él le introdujo el anillo
sin que ella pudiera verlo y cuando volvió alzar la mano vio el propio anillo y
el dedo sanado.
-Pero ¿quién eres tú para
haberme traído esto?
-El mismo que llegó
entonces.
-¿Pero estás vivo?
-Vivo, como puedes ver.
-Y yo, ¿cómo podría
escaparme de aquí?
Después de cavilar un
rato le dijo el joven:
-Tendrás que decir que
aceptas casarte con el rey, de ese modo ganaremos tiempo. Implórale llorando,
como saben hacerlo las muchachas, que la boda se celebre cuanto antes. Entonces
aprovecharemos nosotros para huir, pues he traído conmigo los caballos. Tú
permanece junto a la ventana. Allí acudiré yo a rescatarte.
Acudió luego ella ante el
rey y le dijo que su dedo había sanado y que cumpliendo su promesa lo aceptaba
por esposo, pero que quería que se celebrara la boda antes de entregársele.
-La boda y todo lo que tú
me pidas, con tal de que seas mía.
-Cuando se celebre, lo
seré.
Dieron comienzo, pues,
los esponsales. ¡Y qué esponsales! ¡Cuántas canciones y cuánto boato! Las
doncellas subieron a lo alto de la torre donde la muchacha se encontraba y la
vistieron y ataviaron para casarla con el rey. A lomos de uno de los caballos y
llevando al otro de la brida, el muchacho se aproximó entonces a la ventana. De
un salto recogió a su esposa, la montó en su caballo y regresó a la torre de
las ventanas de oro. Desde entonces vive allí feliz en compañía de su mujer.
110. anonimo (albania)
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