Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Mimikakliu

Erase una vez un rey que tenía una hija. La mucha­cha acudía a la escuela y era muy querida de la maestra, que le daba gusto en todo. He aquí que un día le dijo a la joven:
-Pobrecita mía, si me tuvieras a mí por madre, te trataria como merece una verdadera hija de rey. Tu madre no te trata debidamente, tal como exige tu condición.
-Eso está muy bien -respondió la muchacha, pero ¿qué podemos hacer con mi madre?
-Escúchame bien -le dijo entonces la maestra, si quie­res que yo sea tu madre deberás hacer lo que yo te diga.
-De acuerdo -aceptó la muchacha.
-Dime qué quieres que haga y lo haré.
-Atiende, ahora, en cuanto vuelvas a casa, pídele a tu madre que te dé churros. Ella dirá: "Está bien, mamá te hará unos churros". Ahora bien, tú no debes aceptar que te los fría con el aceite que tiene fuera. "Quiero el mejor aceite, el que guardas en la tinaja", le dirás. Y ella te res­ponderá: "De acuerdo, hija mía, pero no tengo a quien sostenga la tapa y es muy pesada". A lo que tú le dirás: "Ya la sostengo yo", y así lo harás. Cuando ella se incline para coger el aceite, tú dejarás caer la tapa y ella morirá ahogada. Después tendrás que convencer a tu padre para que me tome por esposa. De este modo yo seré tu madre y ya verás entonces cómo te trato como mereces. Y la mu­chacha hizo tal como le había dicho la maestra: llegó a ca­sa llorando y pidiéndole churros a su madre, ante lo que ésta le preguntó:
-¿Qué te ocurre, hija mía, qué tienes hoy para llorar de ese modo? Nunca habías vuelto llorando de la escuela.
Y se puso a prepararle unos churros a su hija en cuanto ella se lo pidió. Cogió el aceite que tenía en la garrafa y se disponía ya a calentarlo, cuando su hija rompió nuevamen­te a llorar.
-¡Madre, no quiero aceite de la garrafa, quiero el aceite bueno de la tinaja!
-Hija de mi vida, no hay quien pueda sujetar la tapa, es muy pesada.
-Yo la sostengo, mamá; yo la sostengo -respondió entre sollozos la muchacha.
-Está bien, hija, vamos, que vas a acabar conmigo.
Y la joven levantó la tapa de la tinaja. En cuanto su ma­dre se inclinó sobre el borde, metiendo la cabeza dentro, ella dejó caer la tapa y la madre cayó en el interior de la ti­naja.
Al caer en el aceite, la mujer se convirtió en vaca, pero la muchacha se echó entonces a llorar, pues sentía pena por su madre.
Cuando el rey llegó y encontró a su hija llorando, le pre­guntó:
-¿Qué te pasa, hija mía, por qué lloras?
-¡Mi madre se ha caído dentro de la tinaja! ¡Quería coger aceite para hacerme churros, yo no he podido sujetar la tapa y se le ha caído encima!
-Está bien -respondió el rey.
-Ya está hecho, qué le va­mos a hacer.
Y se fue al mercado en busca de dos mozos, que sacaron de la tinaja a la mujer, convertida en vaca.
-¡Oh! -exclamó el rey.
-Gracias al cielo, el Señor la ha convertido en vaca, pero ha permitido que continúe vi­viendo.
Y se llevó la vaca y la metió en el establo. La sacaba al jardín a pastar durante el día y por la noche la devolvía al establo. A la mañana siguiente la muchacha volvió a la escuela.
-¡Cuéntame! -le interrogó la maestra.
-¿Qué hiciste con tu madre?
-Hice todo lo que tú me dijiste, pero el Señor la convir­tió en vaca y ahora me encuentro sin madre.
-Está bien- se esforzó en tranquilizarla la maestra.
-No te preocupes más, mañana dile a tu padre que me tome por esposa y yo seré tu madre.
A la noche siguiente, la muchacha le dijo a su padre:
-Dime, padre, ¿y tú cómo vas a vivir ahora sin esposa?
-Ay, hija de mi vida -respondió él.
-Para qué quiero yo una nueva esposa a estas alturas; eres tú la que poco a poco ha llegado a la edad de casarse.
-No, padre. Yo conozco a una mujer muy buena para ti.
-Oh, hija, ¿quién es?
-Es mi maestra.
-Eso está muy bien, hija querida, pero ¿aceptará ella?
-No te preocupes por eso, ya lo arreglaré yo.
-Sea, pues. Mira a ver si lo consigues -consintió final­mente el rey.
A la mañana siguiente la muchacha llegó a la escuela re­bosante de alegría.
-¡Cuéntame! ¿Qué has conseguido? -le preguntó la maes­tra.
-Hablé con mi padre y él ha dado su consentimiento.
Y así fue cómo el rey desposó a la maestra. Mas, si bien la nueva madre comenzó tratando a la joven como merece toda hija de un rey, la consideración sólo duró un par de años. Después se olvidó por completo de su hijastra. Al cabo justo de dos años, le entregó un ovillo de lana a la niña y le dijo:
-Toma esta lana e hila.
Pero ¿cómo iba a saber hilar la hija del rey? Cogió ésta la lana y se encaminó al establo donde se encontraba la vaca, su madre. Prorrumpió en llanto la muchacha y entonces la vaca comenzó a hablarle:
-¿Qué te aflige, enemiga mía? ¿Ni siquiera ahora me vas a dejar tranquila?
-Te lo ruego, madre, no me culpes. ¿Qué sabía yo, pobre de mí? Ella me obligó a hacerlo todo y ahora me da esta la­na y me ordena que la hile, pero ¿qué se yo, madre, cómo hacerlo?
-¡Ay, mi enemiga, mi enemiga!- exclamó la madre.
-Lo que tendré que sufrir aún. Acabarás haciéndome descuarti­zar. Coge la lana y engánchala entre mis cuernos.
Y la vaca fue hasta un zarzal y, dale que dale con los cuer­nos, hiló perfectamente la lana y le dijo luego a su hija:
-Tómala, enemiga, tómala y llévasela a ella.
La cogió la muchacha y se la llevó a su madrastra. Cuan­do la maestra vio la lana hilada:
-¡Vaya! -exclamó.
-¡Esto no es cosa tuya, no! Ya sé yo quién te lo ha hecho, ha sido ésa, la de los cuernos largos, pero también a ella le voy a ajustar las cuentas.
Porque para el rey, todo lo que decía la maestra, era co­mo un mandato; lo tenía metido en un puño.
Y cuando una noche le dijo:
-Rey mío, ¿qué necesidad tenemos de mantener esa vaca en nuestros jardines?
-¿Y qué vamos a hacer con ella, mujer?
-¡Matémosla, hombre! -respondió la maestra.
-Nos co­memos lo que podamos y el resto lo hacemos fiambre.
-Bien dicho -acabó aprobando el rey.
-Mañana te envia­ré al matarife, entrégale la vaca para que la mate.
Pero, aunque la muchacha se había ido a acostar, aún no había conciliado el sueño y oyó todo lo que hablaron su pa­dre y su madrastra, sólo después se durmió. Al despertar, fue inmediata-mente al establo, cogió la vaca, la sacó al jar­dín a pastar y se echó a llorar:
-¡Ay, madre querida!
-Qué tienes, hija mía, ¿es que no vas a dejarme tranqui­la? -le dijo la vaca.
-¡Va a venir el matarife a descuartizarte!
-Bueno, bueno, no te preocupes. Tú deja que me maten, pero ante todo ten la precaución de no comer de mi carne.
Deberás coger cuatro o cinco bolsas que hay en el arcón pe­queño y envolverás en ellas todos mis huesos; después, en un rincón del jardín, cavas una fosa de un metro de profundi­dad, los echas al fondo y los entierras. En adelante, siempre que lo necesites, acude a hablarme allí que yo te responderé.
Llegó poco más tarde el matarife, cogió la vaca, la mató y la descuartizó, apartó la carne y se la entregó a la maestra, que empezó enseguida a preparar un buen guiso para la ce­na. Llegó el rey a cenar y la maestra sirvió el guiso.
-Mira, esposo mío -le dijo, hoy he preparado un guiso estupendo con la carne de la vaca.
-Excelente -respondió él.
Y comenzaron a comer.
-Vamos -le dijeron a la muchacha- siéntate a comer.
-No quiero -se negó ella, yo no como de ese guiso. ¡Es la carne de mi madre!
-Está bien -condescendió la madrastra.
-Si quieres co­mes, si no, ahí tienes pan y queso.
Así lo hizo la muchacha, cogió el pan y el queso y eso fue lo que comió.
Una vez acabaron todo y se levantaron de la mesa, la mu­chacha metió todos los huesos en una bolsa y los guardó en el arcón. Hasta que se terminó toda la carne de la vaca ella no probó siquiera uno de los guisos que preparaba la maes­tra. Todos los días recogía los huesos después de las comidas y los iba metiendo en bolsas. Cavó también la zanja en el lugar que le había indicado su madre. Finalmente, metió todas las bolsas en el foso y las enterró. Pero he aquí que la maestra, ahora que había logrado deshacerse de la vaca, pre­tendía eliminar también a la muchacha de la casa para con­vertirse ella en reina y señora. Había oído decir que el rey de cierto país había tenido un hijo, pero que ya había salido del vientre de su madre en forma de serpiente. Esta serpien­te, cada vez que la casaban, devoraba a sus novias. La maes­tra planeaba casar a la muchacha con la serpiente, de modo que se la comiera. Y así, una noche, le dijo al rey.
-Rey mío, ¿es que no piensas casar nunca a la niña?
-Bien dices, esposa mía -respondió él.
-Pero, a decir ver­dad, no encuentro con quién casarla.
-Oh -dijo ella, ¿con quién mejor que con la serpiente?
-¿Cómo? -exclamó el rey.
-¿Casarla con la serpiente para que se la coma?
-No, no temas. A esta muchacha no se la puede comer, pues es la hija de un rey.
-Bien, sea como tú dices- acabó aceptando el rey, que no quería contrariar a la maestra. Y de este modo comprometió a su hija con la serpiente.
Se alegró el padre de la serpiente al conocer la propues­ta. Acudió sin más tardanza a visitar al rey, cerraron el compromiso de sus respectivos hijos y establecieron para un mes después la fecha en que deberían acudir para llevar­se a la joven.
Sin embargo ella, en cuanto oyó decir que pretendían ca­sarla con la serpiente, corrió enseguida junto a la fosa donde había enterrado los huesos de su madre y comenzó a llorar.
-¡Ay, hija mía, enemiga mía, ni aún en la tumba vas a de­jarme tranquila!
-Ayúdame, madre, mi padre quiere casarme con la ser­piente. ¡Dentro de un mes vendrán a recogerme!
-Bueno, bueno- la tranquilizó su madre, -no tienes por­qué asustarte, que no te va a comer; en realidad no es una serpiente, sino el Bello de la Tierra.
-Eso está muy bien, madre, ¿pero qué tengo que hacer? ¡Aún así puede que me devore!
-¡Escúchame bien! Tú haz lo que yo te diga y la serpiente no te comerá. Seis camisones ya tienes, dile a tu padre que te mande hacer otros treinta y cinco. La noche en que te desposes, deberás ponerte los cuarenta y un camisones y, cuando llegues a la estancia de la serpiente, bajarás la cabeza como debe hacer una novia. La serpiente te dirá: "Quítate, oh esposa mía, un camisón" y tú te lo quitarás. A continua­ción le dirás tú a la serpiente: "Quítate, oh serpiente, una piel". Y de este modo la serpiente te repetirá cuarenta veces que te desnudes y tú a él otras cuarenta que se quite la piel. Al final tú estarás vestida con un camisón, mientras la ser­piente habrá quedado en cueros y así no te comerá.
Tras haber escuchado todo esto, la muchacha fue a ver a su padre para pedirle los camisones y el rey los mandó ha­cer. Llegó por fin el día en que habían de llevársela. Acudió el cortejo nupcial, la recogió y la condujo a casa del otro rey, quien sintió lástima de ella nada más verla y concibió una estratagema para intentar salvarla de la serpiente. Escogió a una de sus sirvientes, la hizo vestirse como una novia y la envió a la cámara de su hijo. La serpiente alzó la cabeza y vió a aquella novia, cabizbaja y con ademán recatado.
-¿Y tú qué buscas aquí?
-Es su padre quien me envía; soy la novia de vuestra se­noria.
-No digas una palabra más o te hago pedazos -le replicó la serpiente.
-¡Sal de aquí y dile a mi padre que me envíe in­mediatamente a mi novia, si no quiere que lo destroce a él!
Contenta de haberse salvado, la mujer acudió corriendo a presencia del rey. Se extrañó éste al verla:
-¿Por qué has venido? -le preguntó.
-La serpiente me ha echado y me ha dicho que le envíes a su novia, pues en caso contrario vendrá y te hará pedazos.
Y el rey, movido por el miedo, aunque muy a su pesar, le envió a la novia. Ella permaneció al fondo de la estancia atemorizada y sin saber qué hacer. Alzó la cabeza la serpien­te, la miró y al punto conoció que era la hija de un rey; le gustó. Había caído la noche, la puerta estaba cerrada y na­die se atrevía a acudir por miedo a la serpiente; volvió ésta la cabeza y le habló a la muchacha de este modo:
-Quítate, novia, el camisón.
Y la novia se lo quitó. La vio la serpiente con un camison en la mano y otro sobre el cuerpo y se sorprendió.
Ella le dijo entonces a la serpiente: "¡Despójate tú tam­bién, oh serpiente, de la piel!" Y la serpiente obedeció. Y así, quítate el camisón, quítate la piel, la joven se despojó de cuarenta camisones pero quedó aún vestida con el último, mientras la serpiente había quedado en cueros.
-¡Oh! -exclamó la serpiente.
-En verdad eres sabia, espo­sa mía, no cabe duda que eres hija de un rey. Te felicito, has logrado desvelar mi secreto. Deja ya de temer pues tú serás mi mujer, no tengo intención de devorarte.
Mas la muchacha, ante la deslumbrante belleza de la ser­piente, se desmayó y cayó al suelo. Se apresuró a socorrerla la serpiente, la reanimó con un poco de agua, la llevó consigo y yació aquella noche junto a ella. Y despuntó la mañana.
-Debes levantarte -le dijo la serpiente a la muchacha, pues mi padre estará pensando sin duda que te he matado. Ve, cógele la mano y no le hables de lo que hemos hecho juntos, sólo dile: "No me ha comido, me quiere".
Cuando la muchacha apareció ante el padre del mucha­cho y le tomó la mano, todos se sorprendieron.
-¡Oh!- exclamaron- ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo habrá conseguido librarse de que la devore la serpiente?
Acogieron con júbilo a la muchacha, la llenaron de besos y parabienes y todos le preguntaban cómo había logrado es­capar a la muerte.
-Padre, me quiere y me acepta, no me ha comido.
Se regocijó también el rey y felicitó a su nueva hija.
La joven vivió a partir de entonces felizmente con su es­poso. Un día el rey le dijo:
-Dime, querida mía, ¿es que va a continuar siendo ser­piente para siempre? ¿Qué modo habrá de que pueda con­vertirse en hombre? Ve y pregúntale. Luego ven a contarme lo que él te diga, a ver si podemos encontrar la forma de transformarlo en hombre.
-Está bien, padre, hoy se lo diré- accedió ella.
Y esa noche la muchacha comió y bebió con su esposo y luego se fueron juntos a acostar. Pero ella empezó a pregun­tarle cómo podía convertirse en hombre.
-Oh, sería muy fácil -le respondió él, si mi padre lo quisiera. Basta con que coja todas mis pieles y las eche al fuego, pero de modo que yo no pueda percibir el olor que despiden al quemarse: si llegara a olerlas, huiría y me escon­dería en las montañas y ya no sería ni para ti, ni para mis padres.
-De acuerdo- le dijo la muchacha, -lo hablaré con él. ¡Si tu padre me hubiese hablado antes de ello!
Y de este modo acabaron dejándose vencer por el sueño. Al día siguiente la muchacha fue corriendo a contárselo al rey.
-Muy bien, hija querida -le respondió su suegro.
-Deja hoy a medianoche las pieles a la puerta de vuestra habita­ción y yo iré a recogerlas.
Dicho y hecho: a medianoche, mientras la serpiente dor­mía, la joven esposa cogió las cuarenta pieles que la serpien­te se había quitado -pues así lo hacía todas las noches, para volver a ponérselas por la mañana-, las dejó en la puerta y se fue a acostar también ella. En cuanto al rey, cogió las pie­les y se las llevó al otro lado del mundo, cavó un profundo foso y las quemó. Próxima ya el alba, llegaba de regreso a su casa.
Al despertarse la serpiente fue en busca de las pieles y no las encontró. Le dijo entonces a su esposa:
-¿Dónde has puesto mis pieles?
-Yo no sé nada de ellas -le respondió.
-Dámelas, mujer, no te burles de mí. ¿No se te habrá ocu­rrido dárselas a mi padre?
-No, yo no se las he dado, como no las haya cogido él por su cuenta...
-¡Oh! -exclamó la serpiente sorprendida.
-¿Cómo habrá conseguido hacerlo?
Y se puso a husmear por todos los rincones, pero sin conseguir captar ningún olor.
-Y ahora ¿qué voy a hacer? ¿Quedarme desnudo?
-No -le respondió ella.
-¿Por qué vas a permanecer desnu­do? Iré inmediatamente a decirle a tu padre que te envíe ropa.
Y a todo correr la muchacha fue a presencia del rey y le dijo:
-Quiero ropas para mi esposo, pues ahora está desnudo.
Y el rey escogió enseguida los mejores ropajes y se los en­tregó a la muchacha. Y así vistió a la serpiente, ahora ya transformada en hombre.
-¿Lo ves? -le dijo la muchacha.
-Ahora ya eres un hom­bre, bastante has llevado esas pieles durante todos estos veinte años.
-Has sido tú, esposa querida, quien me ha hecho hombre.
-Así es en verdad.
-Bien, pero ahora vayamos a visitar a nuestro padre: no ha podido verme en veinte años.
Y se dirigieron juntos a presencia del rey. Cuando la ma­dre y el padre vieron a su hijo se volvieron locos de alegría. Le besaron a él, la besaron a ella: no sabían qué hacer de la emoción y el alborozo. Poco después el rey organizó una boda tan sonada que se asombró el mundo todo.
Llegó también a oídos de la maestra que la serpiente no ha­bía devorado a la muchacha y se había convertido en hombre.
Pero he aquí que el rey, al cabo de algún tiempo, vio có­mo se le venía encima una guerra.
-No, padre -le dijo su hijo al saberlo, iré yo a la guerra en tu lugar. Ya eres viejo para andar en batallas.
-¡Qué es lo que estás diciendo, hijo mío! He tenido la fortuna de disfrutar del momento en que mis ojos pudieran verte y antes me romperé la espalda que enviarte a la guerra. ¿Qué valor tiene mi vida frente a la tuya? Yo ya soy viejo, ¡qué más da si me matan!
-No, padre, iré yo -se empecinó el joven y finalmente consiguió ser él quien fuera a la guerra. Antes de partir les dijo a su madre y a su padre:
-¡Cuidad a mi esposa, mi querida esposa! Os la dejo en esta vida para que me la guardéis hasta la otra. Nunca olvi­déis que fue ella la que me convirtió en hombre cuando yo no era más que una serpiente.
Se puso al frente del ejército y partió.
Mas, al enterarse la maestra de que el muchacho había marchado a la guerra, envió a sus padres una carta simulan­do ser el joven esposo. En la carta les decía que expulsaran a su mujer de casa, pretextando la mala marcha de la guerra. Mas, cuando el padre recibió la misiva y la leyó, tras derra­mar amargas lágrimas, no quiso decir nada a nadie. Al cabo de una semana le llegó una nueva misiva, también de ella, más extensa que la anterior. Tampoco esta vez dijo nada el rey, no hizo más que llorar. Una semana después, la maestra envió una última carta en la que decía: "Padre mío, te he en­viado dos cartas y esta será la última. Al parecer, padre, ya no me quieres, sino que prefieres a mi mujer. Si dentro de vein­ticuatro horas no la has repudiado, puedes llorar por mí y dejar de esperar más cartas mías. ¡Tuya es la elección!" Reci­bió el rey la carta y tras leerla se echó a llorar desconsolada­mente. Se dio cuenta la muchacha y extrañada le preguntó:
-¿Qué tienes padre, por qué lloras?
-Qué me va a pasar, hija querida, ven aquí, coge esta car­ta y lee lo que me encomienda mi hijo. Toma, lee también las dos primeras y entérate.
La joven las leyó y se echó a llorar también.
-Oh, padre -exclamó.
-Debo partir hoy mismo.
-Pero, ¿dónde vas a ir, hija querida? Eres sólo una mu­chacha.
-¡Es como si estuviera escrito, padre! Tengo muchos pe­cados que purgar. Estoy maldita por mi madre.
Y de este modo la muchacha se despidió de su suegro y marchó. Tomó un camino que ni ella misma sabía adónde conducía. Anda que te andarás, le sorprendió la noche entre unas tumbas. Obligada a permanecer al raso, temblaba de miedo en medio de aquella soledad y bajo el intenso frío. Anduvo un poco más entre las lápidas y encontró una tum­ba que tenía un rendija abierta, lo suficiente para penetrar en ella. Tras mucho vacilar, se decidió al fin y entró. En aquella tumba estaba enterrado un joven célibe muerto a los veinte años, al que llamaban Mimikakliu. Este Mimikakliu no tenía en el mundo más que a su madre y una hermana. Al morir su hijo, la madre había prometido no abrir la puer­ta de su casa en diez años en señal de luto por su pérdida. Y así, al entrar la muchacha en la tumba:
-Sé bienvenida, mi señora -le dijo Mimikakliu.
-Bien hallado seas tú -respondió ella.
-¿Qué es lo que deseas para haber entrado en este lu­gar? -le preguntó Mimikakliu.
-Ya ves, el camino me trajo hasta aquí.
-Bien, pues ya que estás aquí, tú serás mi mujer.
De este modo tomó a la muchacha por esposa. Pero al poco tiempo la muchacha quedó embarazada y una noche, pasados nueve meses, se le iniciaron los dolores anunciado­res del parto.
-Ay, esposo mío, cómo me las voy a arreglar ahora.
-No te preocupes, yo te diré lo que has de hacer. Ven aquí. ¿Ves aquel palacio en ese país, el que está pintado de amarillo, todo rodeado de hierba? Escucha lo que debes ha­cer: Te dirigirás allí, llamarás a la puerta y le pedirás a la se­ñora que por favor te abra la puerta, que tienes que dar a luz. Ella no querrá abrirte, hace cinco años que deja crecer la hierba en su umbral. Es mi madre y sólo cuando pasen otros cinco años querrá consentir en que se abra nuevamen­te su puerta. Pero tú te encomendarás a mí, le dirás: "Abre, mujer, te lo ruego por el alma de Mimikakliu que ha consu­mido la tuya". Si le hablas de este modo te abrirá. Luego, en mitad de la noche, acudiré yo. Vamos, ahora has de partir.
La muchacha partió y llegó a la casa que le había indica­do Mimikakliu. Se dirigió a la puerta y llamó. La madre se asomó a la ventana.
-¿Quién es? -preguntó.
-Yo soy, señora. Una pobre mujer que tiene que dar a luz.
La anciana abrió un poco más la ventana con el fin de que la luz iluminara a la joven, pues apenas la distinguía.
-Ay, querida mía -le respondió, no puedo abrirte. Aún deben pasar otros cinco años para que pueda dejar franco el umbral de mi puerta; hasta entonces no se cumplirá el luto que he de llevar por mi hijo.
-Ábreme, señora, te lo ruego por el alma de Mimikakliu que ha consumido la tuya.
-¡Oh! -exclamó la anciana. Ábrela enseguida- le dijo a la muchacha que tenía dentro, abre a esa bestezuela, que me ha mentado a mi hijo.
Y de este modo la doncella le abrió la puerta, la introdu­jo en el establo y la dejó allí. Al cabo de dos horas dio a luz un niño. Poco después, ya de madrugada, llegó Mimika­kliu.
-¿Cómo te ha ido? -le preguntó- ¿Has parido ya?
-Sí.
-¿Qué ha sido?
-Un niño.
-Cuánto me alegro -le dijo Mimikakliu.
-Y ahora escu­cha: con el fin de que no tengas que permanecer aquí en el establo y puedas ir a mis aposentos, mañana le cantarás al niño una cancion:
-¿Qué canción?
-Esto es lo que cantarás:
Ay, hijito, hijito de Mimikakliu Si tu abuela supiera, cuna de oro te daría y pañal de seda.
Cántalo una vez, dos veces... Cuando ella te oiga, vendrá corriendo a maldecirte, querrá expulsarte... Tú le dirás en­tonces: "No hables de ese modo, madre, que el hijo que he traído no es de cualquier padre: ¡vástago de tu propio hijo es!" Y de este modo te llevará al salón y te pedirá que se lo cuentes todo. Pero ahora he de irme, ya ha dado la hora, mis compañeros me esperan. Volveré mañana a la misma hora.
Y al día siguiente ella comenzó a cantarle al niño:
Ay, hijito, hijito de Mimikakliu. Si tu abuela supiera, cuna de oro te daría y pañal de seda.
Lo repitió una, dos, tres veces. Hasta que la anciana la oyó y bajó a todo correr las escaleras.
-¡Ah, maldita, monstruo ingrato, en vez de agradecerme que te haya dejado entrar me mientas a mi hijo, que hace cinco años que lo perdí!
-Calla, madre -respondió la muchacha, no hables así, que el niño que he traído no es de cualquier padre, sino que es vástago de tu propio hijo.
Al momento la anciana la condujo al salón, a los aposen­tos de su hijo, y le preguntó:
-¿Cómo es eso, pobrecita mía?
-Pues ya ves, así es mi historia -y la muchacha le contó todas sus tribulaciones.
-Si no me crees, permanece despier­ta esta noche y podrás oír a Mimikakliu, pues ha de venir de madrugada.
La anciana tanto la creía como no daba crédito a lo que había escuchado. Finalmente, decidió comprobarlo y se quedó velando hasta la madrugada. Cuando apareció Mi­mikakliu y entró en la habitación:
-¿Qué -le dijo nada más llegar a su esposa, tenía razón cuando te dije cuánto me quería mi madre o no?
La madre escuchaba entretanto lo que hablaban los dos. Lloraba amargas lágrimas la anciana. "Ah, se decía, hijo mío, cuando mis ojos no pueden verte, es preferible morir".
Fue prolongando Mimikakliu el placer de permanecer junto a su esposa, hasta que comenzó a cantar el primer gallo.
-Oh -exclamó, ha llegado mi hora. Tengo que marchar. Y se fue. Llegó la mañana y la anciana fue enseguida a ver a la muchacha y la abrazó y la besó, pues todo lo que le dijera había resultado ser cierto. Después le dijo:
-Hija querida, nuera mía, pregúntale hoy a Mimikakliu cómo puede resucitar y mañana me lo dices.
-Bien -respondió ella, se lo preguntaré.
Transcurrió el día, llegaron las horas nocturnas y apareció Mimikakliu.
-¿Ya estás de vuelta?
-Ya ves que sí.
Y se pusieron a jugar, a reír y conversar. La madre entre­tanto lo escuchaba todo. Entonces la muchacha le habló así a su esposo:
-Esposo mío, ¿siempre así, de noche, hemos de vernos? ¿Nunca vendrás de día a casa?
-Así es como he de hacerlo. ¡No olvides que estoy muerto!
-¿Y no puedes resucitar?
-Sí que puedo; ahora te explicaré cómo: Si mi madre le­vanta un muro muy alto alrededor de la casa y coloca sobre él todos los cristales y las cuchillas del mundo, de modo que cuando vengan los muertos no puedan saltarlo; y si mi ma­dce ha recogido esa noche nueces, almendras, avellanas y vi­no, ha hervido un pote lleno de hachís, y yo bebo todo ese hachís, de modo que cuando me eche a dormir no oiga lo que sucede fuera. Y si, de este modo, cuando despunte el sol aún estoy dormido, resucitaré.
-¡Oh, cuántas complicaciones!- exclamó la muchacha. -Será imposible hacer todo eso.
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando se oyó cantar al gallo.
-¡Me voy! -dijo Mimikakliu.
Al amanecer apareció la pobre anciana.
-Dime, hija querida, ¿le preguntaste a mi hijo lo que yo te pedí?
-Se lo pregunté, madre.
-¿Qué te respondió?
-Esto es lo que me dijo- y le refirió lo que Mimikakliu le contara.
-Ah, hija mía, esta madre se ocupará de todo, pero lo principal está en tu mano.
-Y eso por qué, madre?
-Sí, hija querida, tú comerás, beberás con él, jugarás, rei­rás y, cuando bebas vino y le des a él el suyo, en lugar de vi­no, de vez en cuando habrás de darle hachís, hasta que se lo haya tomado todo.
-Está bien, madre, estoy dispuesta, ¿cómo no voy a estarlo? -Gracias, querida mía.
Al día siguiente la anciana fue en busca de los albañiles y construyó un muro y no dejó cristal o cuchilla sin poner en lo alto; recogió un quintal de nueces, almendras y avellanas; mandó traer veinte oke de vino. Encontró también el ha­chís, lo hirvió y lo hirvió hasta que estuviera en su punto, tornándolo rojo como el fuego, lo mismo que si fuera vino, y lo sirvió en una jarra. Luego lo llevó todo a la habitación de la novia, que escondió la jarra de hachís. Llegó al fin la noche y apareció Mimikakliu.
Se saludaron cariñosamente y él le preguntó por su hijo.
-Qué tal está.
-Se cría muy bien.
Continuó ella la conversación y fue cogiendo nueces, al­gunas para sí, otras para Mimikakliu, también almendras y avellanas. Sirvió igualmente vino; bebía ella y le daba de be­ber a su esposo. Él, confiado, le decía:
-Oh, qué bueno es este vino.
-Sí, es muy bueno.
Y así comenzaron a jugar y a reír. Comieron nueces, be­bieron vino, hasta que ella se dio cuenta que empezaba a hacerle efecto a Mimikakliu y a partir de entonces comenzó a darle hachís en lugar de vino. Él se lo tomó todo y estaba tan feliz que no se enteraba de nada. Cantó el gallo. Era el momento en que debía irse Mimikakliu, pero ya no oía na­da, estaba sumido en un profundo sueño. Sus compañeros aguardaba su regreso, mas no aparecía. Esperaron y espera­ron y finalmente todos los muertos decidieron asaltar jun­tos la casa para recuperar a Mimikakliu. Llegaron al exterior del muro y vocearon:
-Mimikakliu, Mimikakliu. Levanta, ya está amaneciendo.
Pero nada oía Mimikakliu. Entonces los muertos comen­zaron a escalar el muro. Pero al llegar arriba se cortaban con los vidrios y las cuchillas y, por mucho que lo intentaron, acabó llegando su hora y tuvieron que marcharse. De este modo la mañana encontró a Mimikakliu en el lecho. Cuan­do despertó de su sueño, abrió los ojos y vio la luz del día.
-Ah, esposa mía, qué me has hecho.
-¿Qué te hecho, esposo?
-¿Por qué me has dejado dormir tanto? ¿Han venido mis compa-ñeros en mi busca?
-Vinieron, gritaron durante mucho rato, pero acabaron marchán-dose.
-Ay, pobre de mí. Pero corre, mujer, dile a mi madre que me dé mis ropas.
-Está bien -respondió la joven.
Ella fue a toda prisa en busca de la madre, cogió las ro­pas, se las llevó y él se vistió. Luego, en compañía de su mu­jer, subió a ver a la anciana. Besó a la madre, besó a la hermana... y de este modo volvió al mundo de los vivos.
Cumplió el hijo de Mimikakliu nueve meses y, un día, llevándolo el padre en brazos, salió al balcón a jugar con él.
Entretanto la serpiente había puesto fin a la guerra y se encontraba de regreso en casa. Tras buscar inútilmente a su esposa, acudió a ver a su padre y le dijo:
-¿Qué es lo que me has hecho, padre? Esa mujer fue la que me salvó, la que me convirtió en hombre.
-Yo no te hice mal alguno, hijo mío -le respondió el rey.
-Fuiste tú quien me lo ordenó en aquellas cartas que me enviaste.
-¡Pero si yo no te he enviado esas cartas!
Quedó el padre suspenso.
-¡Oh! -exclamó. -¿Quién me las habrá enviado entonces?
-Está bien, padre, no importa. Iré en su busca y la halla­ré dondequiera que se encuentre. O lo consigo o ya no ten­dré deseos de continuar viviendo.
-Te lo ruego, hijo mío, no eches a perder tu vida, tu pa­dre te volverá a casar. Conseguiré para ti a la mujer que tú prefieras.
Ah, no, padre. Si no la encuentro a ella habré de poner fin a mi vida.
De modo que se fue. Y así es como, luego de mucho ca­minar, llegó la serpiente a casa de Mimikakliu. Se hallaba éste en aquel instante jugando con su hijo en el balcón. Se acercó la serpiente a la puerta y llamó, lo oyó Mimikakliu y salió a ver quién era. Al abrir la puerta lo vio ante él.
-¿Qué deseas? -le preguntó.
-¡Devuélveme a esa mujer que guardas dentro!
-¿De qué mujer hablas?
-De mi esposa, pues ella es a quien tú tienes. Ah, ella es mi esposa, no la tuya.
-No, hermano, es la mía.
-Pero bueno, ¿estás en tus cabales? Yo llevaba muerto cin­co años y ella me resucitó; hasta he tenido un hijo con ella.
-Vaya, hermano -le replicó la serpiente.
-Pues resulta que yo era serpiente y ella me convirtió en hombre.
-Pero qué estás diciendo. Iremos entonces los dos juntos a ver al cadí y que él resuelva el conflicto. ¿De acuerdo?
-De acuerdo.
Y así fueron ante el cadí.
-¿Qué os pasa, hijos míos?
-¿Qué nos va a pasar? -le respondió Mimikakliu.
-Yo hace cinco años que estaba muerto; hijo único y aún sin ca­sar. Vino una muchacha a mi tumba y me resucitó; me ha dado también un hijo. ¡Y ahora éste pretende que es su es­posa!
-¿Y tú, qué tienes que decir? -le preguntó al otro.
-¿Qué voy a decir? -le respondió.
-La mujer que tiene él en su casa es mi esposa, pues al nacer mi madre me parió serpiente y ella me devolvió la vida, convirtiéndome en hombre. Además, es la hija de tal rey, de tal país.
-Bien -dijo el cadí, ve y trae aquí a esa mujer.
Fue a por ella y la condujo hasta allí.
-¿Qué dices tú, mujer? -le preguntó el cadí.
-¿Cuál de estos dos hombres es tu esposo?
Y ella respondió:
-Con la venia, respetado cadí. Mi primer marido, con el que me casó mi padre, es éste, que era serpiente y yo le de­volví la forma humana. Mi segundo marido es este otro, con el que he tenido un hijo.
-¡Vaya! -exclamó el cadí.
-Vuestro asunto es verdadera­mente complicado, pues los dos tenéis razón.
Quedó unos instantes pensativo y por fin les dijo:
-¿Sabéis lo que habréis de hacer? Prepararéis una empa­nada con mucho queso y muy salada y emprenderéis los tres un largo camino. Le daréis a comer a la mujer de la em­panada. Ella comerá, pero pronto sentirá unos enormes de­seos de beber. Allí donde ella busque agua, no habrá de encontrarla. El que de vosotros dos sea capaz de sacar agua de la tierra para darle de beber, ése habrá de tomarla por es­posa, a él le corresponde.
Y así, prepararon juntos la empanada salada y empren­dieron la marcha. Comenzaron a darle de comer a la mu­chacha. Pero ella lo hacía muy frugalmente, sólo un poco de vez en cuando, pues sabía que la serpiente era el Bello de la Tierra y podría fácilmente conseguir el agua, pero le daba pena separarse de Mimikakliu, que era además el padre de su hijo. Soportó de este modo cuanto pudo, pero en cierto paraje acabó pidiendo agua.
-Os lo ruego, estoy a punto de desfallecer. Necesito agua.
-Vamos -le dijo la serpiente a Mimikakliu, consíguele agua, de lo contrario morirá.
-¡Oh! -exclamó éste desalentado.
-¡Yo no puedo darle agua, dónde voy a encontrarla!
-Venid conmigo -les dijo la serpiente.
-He aquí quién es el esposo de esta mujer.
Se acercó a una piedra y gritó:
-¡Mana!
-Y al instante el agua manó.
-Ya puedes beber -le dijo a la muchacha. Y la muchacha bebió.
-Ahora vayamos a casa.
Tras lo cual la serpiente se llevó a su mujer y Mimikakliu se quedó con su hijo y marchó de regreso a su casa.
Y de este modo la serpiente tuvo descendencia y enveje­ció en compañía de la mujer que lo había convertido en hombre.

110. anonimo (albania)

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