Erase una vez un rey que
tenía una hija. La muchacha acudía a la escuela y era muy querida de la
maestra, que le daba gusto en todo. He aquí que un día le dijo a la joven:
-Pobrecita mía, si me
tuvieras a mí por madre, te trataria como merece una verdadera hija de rey. Tu
madre no te trata debidamente, tal como exige tu condición.
-Eso está muy bien
-respondió la muchacha, pero ¿qué podemos hacer con mi madre?
-Escúchame bien -le dijo
entonces la maestra, si quieres que yo sea tu madre deberás hacer lo que yo te
diga.
-De acuerdo -aceptó la
muchacha.
-Dime qué quieres que
haga y lo haré.
-Atiende, ahora, en
cuanto vuelvas a casa, pídele a tu madre que te dé churros. Ella dirá:
"Está bien, mamá te hará unos churros". Ahora bien, tú no debes
aceptar que te los fría con el aceite que tiene fuera. "Quiero el mejor
aceite, el que guardas en la tinaja", le dirás. Y ella te responderá:
"De acuerdo, hija mía, pero no tengo a quien sostenga la tapa y es muy
pesada". A lo que tú le dirás: "Ya la sostengo yo", y así lo
harás. Cuando ella se incline para coger el aceite, tú dejarás caer la tapa y
ella morirá ahogada. Después tendrás que convencer a tu padre para que me tome
por esposa. De este modo yo seré tu madre y ya verás entonces cómo te trato
como mereces. Y la muchacha hizo tal como le había dicho la maestra: llegó a
casa llorando y pidiéndole churros a su madre, ante lo que ésta le preguntó:
-¿Qué te ocurre, hija
mía, qué tienes hoy para llorar de ese modo? Nunca habías vuelto llorando de la
escuela.
Y se puso a prepararle
unos churros a su hija en cuanto ella se lo pidió. Cogió el aceite que tenía en
la garrafa y se disponía ya a calentarlo, cuando su hija rompió nuevamente a
llorar.
-¡Madre, no quiero aceite
de la garrafa, quiero el aceite bueno de la tinaja!
-Hija de mi vida, no hay
quien pueda sujetar la tapa, es muy pesada.
-Yo la sostengo, mamá; yo
la sostengo -respondió entre sollozos la muchacha.
-Está bien, hija, vamos,
que vas a acabar conmigo.
Y la joven levantó la
tapa de la tinaja. En cuanto su madre se inclinó sobre el borde, metiendo la
cabeza dentro, ella dejó caer la tapa y la madre cayó en el interior de la tinaja.
Al caer en el aceite, la
mujer se convirtió en vaca, pero la muchacha se echó entonces a llorar, pues
sentía pena por su madre.
Cuando el rey llegó y
encontró a su hija llorando, le preguntó:
-¿Qué te pasa, hija mía,
por qué lloras?
-¡Mi madre se ha caído
dentro de la tinaja! ¡Quería coger aceite para hacerme churros, yo no he podido
sujetar la tapa y se le ha caído encima!
-Está bien -respondió el
rey.
-Ya está hecho, qué le vamos
a hacer.
Y se fue al mercado en
busca de dos mozos, que sacaron de la tinaja a la mujer, convertida en vaca.
-¡Oh! -exclamó el rey.
-Gracias al cielo, el
Señor la ha convertido en vaca, pero ha permitido que continúe viviendo.
Y se llevó la vaca y la
metió en el establo. La sacaba al jardín a pastar durante el día y por la noche
la devolvía al establo. A la mañana siguiente la muchacha volvió a la escuela.
-¡Cuéntame! -le interrogó
la maestra.
-¿Qué hiciste con tu
madre?
-Hice todo lo que tú me
dijiste, pero el Señor la convirtió en vaca y ahora me encuentro sin madre.
-Está bien- se esforzó en
tranquilizarla la maestra.
-No te preocupes más,
mañana dile a tu padre que me tome por esposa y yo seré tu madre.
A la noche siguiente, la
muchacha le dijo a su padre:
-Dime, padre, ¿y tú cómo
vas a vivir ahora sin esposa?
-Ay, hija de mi vida
-respondió él.
-Para qué quiero yo una
nueva esposa a estas alturas; eres tú la que poco a poco ha llegado a la edad
de casarse.
-No, padre. Yo conozco a
una mujer muy buena para ti.
-Oh, hija, ¿quién es?
-Es mi maestra.
-Eso está muy bien, hija
querida, pero ¿aceptará ella?
-No te preocupes por eso,
ya lo arreglaré yo.
-Sea, pues. Mira a ver si
lo consigues -consintió finalmente el rey.
A la mañana siguiente la
muchacha llegó a la escuela rebosante de alegría.
-¡Cuéntame! ¿Qué has
conseguido? -le preguntó la maestra.
-Hablé con mi padre y él
ha dado su consentimiento.
Y así fue cómo el rey
desposó a la maestra. Mas, si bien la nueva madre comenzó tratando a la joven
como merece toda hija de un rey, la consideración sólo duró un par de años.
Después se olvidó por completo de su hijastra. Al cabo justo de dos años, le
entregó un ovillo de lana a la niña y le dijo:
-Toma esta lana e hila.
Pero ¿cómo iba a saber
hilar la hija del rey? Cogió ésta la lana y se encaminó al establo donde se
encontraba la vaca, su madre. Prorrumpió en llanto la muchacha y entonces la
vaca comenzó a hablarle:
-¿Qué te aflige, enemiga
mía? ¿Ni siquiera ahora me vas a dejar tranquila?
-Te lo ruego, madre, no
me culpes. ¿Qué sabía yo, pobre de mí? Ella me obligó a hacerlo todo y ahora me
da esta lana y me ordena que la hile, pero ¿qué se yo, madre, cómo hacerlo?
-¡Ay, mi enemiga, mi
enemiga!- exclamó la madre.
-Lo que tendré que sufrir
aún. Acabarás haciéndome descuartizar. Coge la lana y engánchala entre mis
cuernos.
Y la vaca fue hasta un
zarzal y, dale que dale con los cuernos, hiló perfectamente la lana y le dijo
luego a su hija:
-Tómala, enemiga, tómala
y llévasela a ella.
La cogió la muchacha y se
la llevó a su madrastra. Cuando la maestra vio la lana hilada:
-¡Vaya! -exclamó.
-¡Esto no es cosa tuya,
no! Ya sé yo quién te lo ha hecho, ha sido ésa, la de los cuernos largos, pero
también a ella le voy a ajustar las cuentas.
Porque para el rey, todo
lo que decía la maestra, era como un mandato; lo tenía metido en un puño.
Y cuando una noche le
dijo:
-Rey mío, ¿qué necesidad
tenemos de mantener esa vaca en nuestros jardines?
-¿Y qué vamos a hacer con
ella, mujer?
-¡Matémosla, hombre!
-respondió la maestra.
-Nos comemos lo que
podamos y el resto lo hacemos fiambre.
-Bien dicho -acabó
aprobando el rey.
-Mañana te enviaré al
matarife, entrégale la vaca para que la mate.
Pero, aunque la muchacha
se había ido a acostar, aún no había conciliado el sueño y oyó todo lo que
hablaron su padre y su madrastra, sólo después se durmió. Al despertar, fue
inmediata-mente al establo, cogió la vaca, la sacó al jardín a pastar y se
echó a llorar:
-¡Ay, madre querida!
-Qué tienes, hija mía,
¿es que no vas a dejarme tranquila? -le dijo la vaca.
-¡Va a venir el matarife
a descuartizarte!
-Bueno, bueno, no te
preocupes. Tú deja que me maten, pero ante todo ten la precaución de no comer
de mi carne.
Deberás coger cuatro o
cinco bolsas que hay en el arcón pequeño y envolverás en ellas todos mis
huesos; después, en un rincón del jardín, cavas una fosa de un metro de
profundidad, los echas al fondo y los entierras. En adelante, siempre que lo
necesites, acude a hablarme allí que yo te responderé.
Llegó poco más tarde el
matarife, cogió la vaca, la mató y la descuartizó, apartó la carne y se la
entregó a la maestra, que empezó enseguida a preparar un buen guiso para la cena.
Llegó el rey a cenar y la maestra sirvió el guiso.
-Mira, esposo mío -le
dijo, hoy he preparado un guiso estupendo con la carne de la vaca.
-Excelente -respondió él.
Y comenzaron a comer.
-Vamos -le dijeron a la
muchacha- siéntate a comer.
-No quiero -se negó ella,
yo no como de ese guiso. ¡Es la carne de mi madre!
-Está bien -condescendió
la madrastra.
-Si quieres comes, si
no, ahí tienes pan y queso.
Así lo hizo la muchacha,
cogió el pan y el queso y eso fue lo que comió.
Una vez acabaron todo y
se levantaron de la mesa, la muchacha metió todos los huesos en una bolsa y
los guardó en el arcón. Hasta que se terminó toda la carne de la vaca ella no
probó siquiera uno de los guisos que preparaba la maestra. Todos los días
recogía los huesos después de las comidas y los iba metiendo en bolsas. Cavó
también la zanja en el lugar que le había indicado su madre. Finalmente, metió
todas las bolsas en el foso y las enterró. Pero he aquí que la maestra, ahora
que había logrado deshacerse de la vaca, pretendía eliminar también a la
muchacha de la casa para convertirse ella en reina y señora. Había oído decir
que el rey de cierto país había tenido un hijo, pero que ya había salido del
vientre de su madre en forma de serpiente. Esta serpiente, cada vez que la
casaban, devoraba a sus novias. La maestra planeaba casar a la muchacha con la
serpiente, de modo que se la comiera. Y así, una noche, le dijo al rey.
-Rey mío, ¿es que no
piensas casar nunca a la niña?
-Bien dices, esposa mía
-respondió él.
-Pero, a decir verdad,
no encuentro con quién casarla.
-Oh -dijo ella, ¿con
quién mejor que con la serpiente?
-¿Cómo? -exclamó el rey.
-¿Casarla con la
serpiente para que se la coma?
-No, no temas. A esta
muchacha no se la puede comer, pues es la hija de un rey.
-Bien, sea como tú dices-
acabó aceptando el rey, que no quería contrariar a la maestra. Y de este modo
comprometió a su hija con la serpiente.
Se alegró el padre de la
serpiente al conocer la propuesta. Acudió sin más tardanza a visitar al rey,
cerraron el compromiso de sus respectivos hijos y establecieron para un mes
después la fecha en que deberían acudir para llevarse a la joven.
Sin embargo ella, en
cuanto oyó decir que pretendían casarla con la serpiente, corrió enseguida
junto a la fosa donde había enterrado los huesos de su madre y comenzó a
llorar.
-¡Ay, hija mía, enemiga
mía, ni aún en la tumba vas a dejarme tranquila!
-Ayúdame, madre, mi padre
quiere casarme con la serpiente. ¡Dentro de un mes vendrán a recogerme!
-Bueno, bueno- la
tranquilizó su madre, -no tienes porqué asustarte, que no te va a comer; en
realidad no es una serpiente, sino el Bello de la Tierra.
-Eso está muy bien,
madre, ¿pero qué tengo que hacer? ¡Aún así puede que me devore!
-¡Escúchame bien! Tú haz
lo que yo te diga y la serpiente no te comerá. Seis camisones ya tienes, dile a
tu padre que te mande hacer otros treinta y cinco. La noche en que te desposes,
deberás ponerte los cuarenta y un camisones y, cuando llegues a la estancia de
la serpiente, bajarás la cabeza como debe hacer una novia. La serpiente te
dirá: "Quítate, oh esposa mía, un camisón" y tú te lo quitarás. A
continuación le dirás tú a la serpiente: "Quítate, oh serpiente, una
piel". Y de este modo la serpiente te repetirá cuarenta veces que te
desnudes y tú a él otras cuarenta que se quite la piel. Al final tú estarás
vestida con un camisón, mientras la serpiente habrá quedado en cueros y así no
te comerá.
Tras haber escuchado todo
esto, la muchacha fue a ver a su padre para pedirle los camisones y el rey los
mandó hacer. Llegó por fin el día en que habían de llevársela. Acudió el
cortejo nupcial, la recogió y la condujo a casa del otro rey, quien sintió
lástima de ella nada más verla y concibió una estratagema para intentar
salvarla de la serpiente. Escogió a una de sus sirvientes, la hizo vestirse
como una novia y la envió a la cámara de su hijo. La serpiente alzó la cabeza y
vió a aquella novia, cabizbaja y con ademán recatado.
-¿Y tú qué buscas aquí?
-Es su padre quien me
envía; soy la novia de vuestra senoria.
-No digas una palabra más
o te hago pedazos -le replicó la serpiente.
-¡Sal de aquí y dile a mi
padre que me envíe inmediatamente a mi novia, si no quiere que lo destroce a
él!
Contenta de haberse
salvado, la mujer acudió corriendo a presencia del rey. Se extrañó éste al
verla:
-¿Por qué has venido? -le
preguntó.
-La serpiente me ha
echado y me ha dicho que le envíes a su novia, pues en caso contrario vendrá y
te hará pedazos.
Y el rey, movido por el
miedo, aunque muy a su pesar, le envió a la novia. Ella permaneció al fondo de
la estancia atemorizada y sin saber qué hacer. Alzó la cabeza la serpiente, la
miró y al punto conoció que era la hija de un rey; le gustó. Había caído la
noche, la puerta estaba cerrada y nadie se atrevía a acudir por miedo a la serpiente;
volvió ésta la cabeza y le habló a la muchacha de este modo:
-Quítate, novia, el
camisón.
Y la novia se lo quitó.
La vio la serpiente con un camison en la mano y otro sobre el cuerpo y se
sorprendió.
Ella le dijo entonces a
la serpiente: "¡Despójate tú también, oh serpiente, de la piel!" Y
la serpiente obedeció. Y así, quítate el camisón, quítate la piel, la joven se
despojó de cuarenta camisones pero quedó aún vestida con el último, mientras la
serpiente había quedado en cueros.
-¡Oh! -exclamó la
serpiente.
-En verdad eres sabia,
esposa mía, no cabe duda que eres hija de un rey. Te felicito, has logrado
desvelar mi secreto. Deja ya de temer pues tú serás mi mujer, no tengo
intención de devorarte.
Mas la muchacha, ante la
deslumbrante belleza de la serpiente, se desmayó y cayó al suelo. Se apresuró
a socorrerla la serpiente, la reanimó con un poco de agua, la llevó consigo y
yació aquella noche junto a ella. Y despuntó la mañana.
-Debes levantarte -le
dijo la serpiente a la muchacha, pues mi padre estará pensando sin duda que te
he matado. Ve, cógele la mano y no le hables de lo que hemos hecho juntos, sólo
dile: "No me ha comido, me quiere".
Cuando la muchacha
apareció ante el padre del muchacho y le tomó la mano, todos se sorprendieron.
-¡Oh!- exclamaron-
¡Bendito sea Dios! ¿Cómo habrá conseguido librarse de que la devore la
serpiente?
Acogieron con júbilo a la
muchacha, la llenaron de besos y parabienes y todos le preguntaban cómo había
logrado escapar a la muerte.
-Padre, me quiere y me
acepta, no me ha comido.
Se regocijó también el
rey y felicitó a su nueva hija.
La joven vivió a partir
de entonces felizmente con su esposo. Un día el rey le dijo:
-Dime, querida mía, ¿es
que va a continuar siendo serpiente para siempre? ¿Qué modo habrá de que pueda
convertirse en hombre? Ve y pregúntale. Luego ven a contarme lo que él te
diga, a ver si podemos encontrar la forma de transformarlo en hombre.
-Está bien, padre, hoy se
lo diré- accedió ella.
Y esa noche la muchacha
comió y bebió con su esposo y luego se fueron juntos a acostar. Pero ella
empezó a preguntarle cómo podía convertirse en hombre.
-Oh, sería muy fácil -le
respondió él, si mi padre lo quisiera. Basta con que coja todas mis pieles y
las eche al fuego, pero de modo que yo no pueda percibir el olor que despiden
al quemarse: si llegara a olerlas, huiría y me escondería en las montañas y ya
no sería ni para ti, ni para mis padres.
-De acuerdo- le dijo la
muchacha, -lo hablaré con él. ¡Si tu padre me hubiese hablado antes de ello!
Y de este modo acabaron
dejándose vencer por el sueño. Al día siguiente la muchacha fue corriendo a
contárselo al rey.
-Muy bien, hija querida
-le respondió su suegro.
-Deja hoy a medianoche
las pieles a la puerta de vuestra habitación y yo iré a recogerlas.
Dicho y hecho: a
medianoche, mientras la serpiente dormía, la joven esposa cogió las cuarenta
pieles que la serpiente se había quitado -pues así lo hacía todas las noches,
para volver a ponérselas por la mañana-, las dejó en la puerta y se fue a
acostar también ella. En cuanto al rey, cogió las pieles y se las llevó al
otro lado del mundo, cavó un profundo foso y las quemó. Próxima ya el alba,
llegaba de regreso a su casa.
Al despertarse la
serpiente fue en busca de las pieles y no las encontró. Le dijo entonces a su
esposa:
-¿Dónde has puesto mis
pieles?
-Yo no sé nada de ellas
-le respondió.
-Dámelas, mujer, no te
burles de mí. ¿No se te habrá ocurrido dárselas a mi padre?
-No, yo no se las he
dado, como no las haya cogido él por su cuenta...
-¡Oh! -exclamó la
serpiente sorprendida.
-¿Cómo habrá conseguido
hacerlo?
Y se puso a husmear por
todos los rincones, pero sin conseguir captar ningún olor.
-Y ahora ¿qué voy a
hacer? ¿Quedarme desnudo?
-No -le respondió ella.
-¿Por qué vas a
permanecer desnudo? Iré inmediatamente a decirle a tu padre que te envíe ropa.
Y a todo correr la
muchacha fue a presencia del rey y le dijo:
-Quiero ropas para mi
esposo, pues ahora está desnudo.
Y el rey escogió
enseguida los mejores ropajes y se los entregó a la muchacha. Y así vistió a
la serpiente, ahora ya transformada en hombre.
-¿Lo ves? -le dijo la
muchacha.
-Ahora ya eres un hombre,
bastante has llevado esas pieles durante todos estos veinte años.
-Has sido tú, esposa
querida, quien me ha hecho hombre.
-Así es en verdad.
-Bien, pero ahora vayamos
a visitar a nuestro padre: no ha podido verme en veinte años.
Y se dirigieron juntos a
presencia del rey. Cuando la madre y el padre vieron a su hijo se volvieron
locos de alegría. Le besaron a él, la besaron a ella: no sabían qué hacer de la
emoción y el alborozo. Poco después el rey organizó una boda tan sonada que se
asombró el mundo todo.
Llegó también a oídos de
la maestra que la serpiente no había devorado a la muchacha y se había
convertido en hombre.
Pero he aquí que el rey,
al cabo de algún tiempo, vio cómo se le venía encima una guerra.
-No, padre -le dijo su
hijo al saberlo, iré yo a la guerra en tu lugar. Ya eres viejo para andar en
batallas.
-¡Qué es lo que estás
diciendo, hijo mío! He tenido la fortuna de disfrutar del momento en que mis
ojos pudieran verte y antes me romperé la espalda que enviarte a la guerra.
¿Qué valor tiene mi vida frente a la tuya? Yo ya soy viejo, ¡qué más da si me
matan!
-No, padre, iré yo -se
empecinó el joven y finalmente consiguió ser él quien fuera a la guerra. Antes
de partir les dijo a su madre y a su padre:
-¡Cuidad a mi esposa, mi
querida esposa! Os la dejo en esta vida para que me la guardéis hasta la otra.
Nunca olvidéis que fue ella la que me convirtió en hombre cuando yo no era más
que una serpiente.
Se puso al frente del
ejército y partió.
Mas, al enterarse la
maestra de que el muchacho había marchado a la guerra, envió a sus padres una
carta simulando ser el joven esposo. En la carta les decía que expulsaran a su
mujer de casa, pretextando la mala marcha de la guerra. Mas, cuando el padre
recibió la misiva y la leyó, tras derramar amargas lágrimas, no quiso decir
nada a nadie. Al cabo de una semana le llegó una nueva misiva, también de ella,
más extensa que la anterior. Tampoco esta vez dijo nada el rey, no hizo más que
llorar. Una semana después, la maestra envió una última carta en la que decía:
"Padre mío, te he enviado dos cartas y esta será la última. Al parecer,
padre, ya no me quieres, sino que prefieres a mi mujer. Si dentro de veinticuatro
horas no la has repudiado, puedes llorar por mí y dejar de esperar más cartas
mías. ¡Tuya es la elección!" Recibió el rey la carta y tras leerla se
echó a llorar desconsoladamente. Se dio cuenta la muchacha y extrañada le preguntó:
-¿Qué tienes padre, por
qué lloras?
-Qué me va a pasar, hija
querida, ven aquí, coge esta carta y lee lo que me encomienda mi hijo. Toma,
lee también las dos primeras y entérate.
La joven las leyó y se
echó a llorar también.
-Oh, padre -exclamó.
-Debo partir hoy mismo.
-Pero, ¿dónde vas a ir,
hija querida? Eres sólo una muchacha.
-¡Es como si estuviera
escrito, padre! Tengo muchos pecados que purgar. Estoy maldita por mi madre.
Y de este modo la
muchacha se despidió de su suegro y marchó. Tomó un camino que ni ella misma
sabía adónde conducía. Anda que te andarás, le sorprendió la noche entre unas
tumbas. Obligada a permanecer al raso, temblaba de miedo en medio de aquella
soledad y bajo el intenso frío. Anduvo un poco más entre las lápidas y encontró
una tumba que tenía un rendija abierta, lo suficiente para penetrar en ella.
Tras mucho vacilar, se decidió al fin y entró. En aquella tumba estaba
enterrado un joven célibe muerto a los veinte años, al que llamaban Mimikakliu.
Este Mimikakliu no tenía en el mundo más que a su madre y una hermana. Al morir
su hijo, la madre había prometido no abrir la puerta de su casa en diez años
en señal de luto por su pérdida. Y así, al entrar la muchacha en la tumba:
-Sé bienvenida, mi señora
-le dijo Mimikakliu.
-Bien hallado seas tú
-respondió ella.
-¿Qué es lo que deseas
para haber entrado en este lugar? -le preguntó Mimikakliu.
-Ya ves, el camino me
trajo hasta aquí.
-Bien, pues ya que estás
aquí, tú serás mi mujer.
De este modo tomó a la
muchacha por esposa. Pero al poco tiempo la muchacha quedó embarazada y una
noche, pasados nueve meses, se le iniciaron los dolores anunciadores del
parto.
-Ay, esposo mío, cómo me
las voy a arreglar ahora.
-No te preocupes, yo te
diré lo que has de hacer. Ven aquí. ¿Ves aquel palacio en ese país, el que está
pintado de amarillo, todo rodeado de hierba? Escucha lo que debes hacer: Te
dirigirás allí, llamarás a la puerta y le pedirás a la señora que por favor te
abra la puerta, que tienes que dar a luz. Ella no querrá abrirte, hace cinco
años que deja crecer la hierba en su umbral. Es mi madre y sólo cuando pasen
otros cinco años querrá consentir en que se abra nuevamente su puerta. Pero tú
te encomendarás a mí, le dirás: "Abre, mujer, te lo ruego por el alma de
Mimikakliu que ha consumido la tuya". Si le hablas de este modo te
abrirá. Luego, en mitad de la noche, acudiré yo. Vamos, ahora has de partir.
La muchacha partió y
llegó a la casa que le había indicado Mimikakliu. Se dirigió a la puerta y
llamó. La madre se asomó a la ventana.
-¿Quién es? -preguntó.
-Yo soy, señora. Una
pobre mujer que tiene que dar a luz.
La anciana abrió un poco
más la ventana con el fin de que la luz iluminara a la joven, pues apenas la
distinguía.
-Ay, querida mía -le
respondió, no puedo abrirte. Aún deben pasar otros cinco años para que pueda
dejar franco el umbral de mi puerta; hasta entonces no se cumplirá el luto que
he de llevar por mi hijo.
-Ábreme, señora, te lo
ruego por el alma de Mimikakliu que ha consumido la tuya.
-¡Oh! -exclamó la anciana.
Ábrela enseguida- le dijo a la muchacha que tenía dentro, abre a esa
bestezuela, que me ha mentado a mi hijo.
Y de este modo la
doncella le abrió la puerta, la introdujo en el establo y la dejó allí. Al
cabo de dos horas dio a luz un niño. Poco después, ya de madrugada, llegó
Mimikakliu.
-¿Cómo te ha ido? -le
preguntó- ¿Has parido ya?
-Sí.
-¿Qué ha sido?
-Un niño.
-Cuánto me alegro -le
dijo Mimikakliu.
-Y ahora escucha: con el
fin de que no tengas que permanecer aquí en el establo y puedas ir a mis
aposentos, mañana le cantarás al niño una cancion:
-¿Qué canción?
-Esto es lo que cantarás:
Ay, hijito, hijito de
Mimikakliu Si tu abuela supiera, cuna de oro te daría y pañal de seda.
Cántalo una vez, dos
veces... Cuando ella te oiga, vendrá corriendo a maldecirte, querrá
expulsarte... Tú le dirás entonces: "No hables de ese modo, madre, que el
hijo que he traído no es de cualquier padre: ¡vástago de tu propio hijo
es!" Y de este modo te llevará al salón y te pedirá que se lo cuentes
todo. Pero ahora he de irme, ya ha dado la hora, mis compañeros me esperan.
Volveré mañana a la misma hora.
Y al día siguiente ella
comenzó a cantarle al niño:
Ay, hijito, hijito de
Mimikakliu. Si tu abuela supiera, cuna de oro te daría y pañal de seda.
Lo repitió una, dos, tres
veces. Hasta que la anciana la oyó y bajó a todo correr las escaleras.
-¡Ah, maldita, monstruo
ingrato, en vez de agradecerme que te haya dejado entrar me mientas a mi hijo,
que hace cinco años que lo perdí!
-Calla, madre -respondió
la muchacha, no hables así, que el niño que he traído no es de cualquier padre,
sino que es vástago de tu propio hijo.
Al momento la anciana la
condujo al salón, a los aposentos de su hijo, y le preguntó:
-¿Cómo es eso, pobrecita
mía?
-Pues ya ves, así es mi
historia -y la muchacha le contó todas sus tribulaciones.
-Si no me crees,
permanece despierta esta noche y podrás oír a Mimikakliu, pues ha de venir de
madrugada.
La anciana tanto la creía
como no daba crédito a lo que había escuchado. Finalmente, decidió comprobarlo
y se quedó velando hasta la madrugada. Cuando apareció Mimikakliu y entró en
la habitación:
-¿Qué -le dijo nada más
llegar a su esposa, tenía razón cuando te dije cuánto me quería mi madre o no?
La madre escuchaba
entretanto lo que hablaban los dos. Lloraba amargas lágrimas la anciana.
"Ah, se decía, hijo mío, cuando mis ojos no pueden verte, es preferible
morir".
Fue prolongando
Mimikakliu el placer de permanecer junto a su esposa, hasta que comenzó a
cantar el primer gallo.
-Oh -exclamó, ha llegado
mi hora. Tengo que marchar. Y se fue. Llegó la mañana y la anciana fue
enseguida a ver a la muchacha y la abrazó y la besó, pues todo lo que le dijera
había resultado ser cierto. Después le dijo:
-Hija querida, nuera mía,
pregúntale hoy a Mimikakliu cómo puede resucitar y mañana me lo dices.
-Bien -respondió ella, se
lo preguntaré.
Transcurrió el día,
llegaron las horas nocturnas y apareció Mimikakliu.
-¿Ya estás de vuelta?
-Ya ves que sí.
Y se pusieron a jugar, a
reír y conversar. La madre entretanto lo escuchaba todo. Entonces la muchacha
le habló así a su esposo:
-Esposo mío, ¿siempre
así, de noche, hemos de vernos? ¿Nunca vendrás de día a casa?
-Así es como he de
hacerlo. ¡No olvides que estoy muerto!
-¿Y no puedes resucitar?
-Sí que puedo; ahora te
explicaré cómo: Si mi madre levanta un muro muy alto alrededor de la casa y
coloca sobre él todos los cristales y las cuchillas del mundo, de modo que
cuando vengan los muertos no puedan saltarlo; y si mi madce ha recogido esa
noche nueces, almendras, avellanas y vino, ha hervido un pote lleno de hachís,
y yo bebo todo ese hachís, de modo que cuando me eche a dormir no oiga lo que
sucede fuera. Y si, de este modo, cuando despunte el sol aún estoy dormido,
resucitaré.
-¡Oh, cuántas
complicaciones!- exclamó la muchacha. -Será imposible hacer todo eso.
No había acabado de
pronunciar estas palabras cuando se oyó cantar al gallo.
-¡Me voy! -dijo
Mimikakliu.
Al amanecer apareció la
pobre anciana.
-Dime, hija querida, ¿le
preguntaste a mi hijo lo que yo te pedí?
-Se lo pregunté, madre.
-¿Qué te respondió?
-Esto es lo que me dijo-
y le refirió lo que Mimikakliu le contara.
-Ah, hija mía, esta madre
se ocupará de todo, pero lo principal está en tu mano.
-Y eso por qué, madre?
-Sí, hija querida, tú
comerás, beberás con él, jugarás, reirás y, cuando bebas vino y le des a él el
suyo, en lugar de vino, de vez en cuando habrás de darle hachís, hasta que se
lo haya tomado todo.
-Está bien, madre, estoy
dispuesta, ¿cómo no voy a estarlo? -Gracias, querida mía.
Al día siguiente la
anciana fue en busca de los albañiles y construyó un muro y no dejó cristal o
cuchilla sin poner en lo alto; recogió un quintal de nueces, almendras y
avellanas; mandó traer veinte oke de vino. Encontró también el hachís, lo
hirvió y lo hirvió hasta que estuviera en su punto, tornándolo rojo como el
fuego, lo mismo que si fuera vino, y lo sirvió en una jarra. Luego lo llevó
todo a la habitación de la novia, que escondió la jarra de hachís. Llegó al fin
la noche y apareció Mimikakliu.
Se saludaron cariñosamente
y él le preguntó por su hijo.
-Qué tal está.
-Se cría muy bien.
Continuó ella la
conversación y fue cogiendo nueces, algunas para sí, otras para Mimikakliu,
también almendras y avellanas. Sirvió igualmente vino; bebía ella y le daba de
beber a su esposo. Él, confiado, le decía:
-Oh, qué bueno es este
vino.
-Sí, es muy bueno.
Y así comenzaron a jugar
y a reír. Comieron nueces, bebieron vino, hasta que ella se dio cuenta que
empezaba a hacerle efecto a Mimikakliu y a partir de entonces comenzó a darle
hachís en lugar de vino. Él se lo tomó todo y estaba tan feliz que no se
enteraba de nada. Cantó el gallo. Era el momento en que debía irse Mimikakliu,
pero ya no oía nada, estaba sumido en un profundo sueño. Sus compañeros
aguardaba su regreso, mas no aparecía. Esperaron y esperaron y finalmente
todos los muertos decidieron asaltar juntos la casa para recuperar a
Mimikakliu. Llegaron al exterior del muro y vocearon:
-Mimikakliu, Mimikakliu.
Levanta, ya está amaneciendo.
Pero nada oía Mimikakliu.
Entonces los muertos comenzaron a escalar el muro. Pero al llegar arriba se
cortaban con los vidrios y las cuchillas y, por mucho que lo intentaron, acabó
llegando su hora y tuvieron que marcharse. De este modo la mañana encontró a
Mimikakliu en el lecho. Cuando despertó de su sueño, abrió los ojos y vio la
luz del día.
-Ah, esposa mía, qué me
has hecho.
-¿Qué te hecho, esposo?
-¿Por qué me has dejado
dormir tanto? ¿Han venido mis compa-ñeros en mi busca?
-Vinieron, gritaron
durante mucho rato, pero acabaron marchán-dose.
-Ay, pobre de mí. Pero
corre, mujer, dile a mi madre que me dé mis ropas.
-Está bien -respondió la
joven.
Ella fue a toda prisa en
busca de la madre, cogió las ropas, se las llevó y él se vistió. Luego, en
compañía de su mujer, subió a ver a la anciana. Besó a la madre, besó a la
hermana... y de este modo volvió al mundo de los vivos.
Cumplió el hijo de
Mimikakliu nueve meses y, un día, llevándolo el padre en brazos, salió al
balcón a jugar con él.
Entretanto la serpiente
había puesto fin a la guerra y se encontraba de regreso en casa. Tras buscar
inútilmente a su esposa, acudió a ver a su padre y le dijo:
-¿Qué es lo que me has
hecho, padre? Esa mujer fue la que me salvó, la que me convirtió en hombre.
-Yo no te hice mal
alguno, hijo mío -le respondió el rey.
-Fuiste tú quien me lo
ordenó en aquellas cartas que me enviaste.
-¡Pero si yo no te he
enviado esas cartas!
Quedó el padre suspenso.
-¡Oh! -exclamó. -¿Quién
me las habrá enviado entonces?
-Está bien, padre, no
importa. Iré en su busca y la hallaré dondequiera que se encuentre. O lo
consigo o ya no tendré deseos de continuar viviendo.
-Te lo ruego, hijo mío,
no eches a perder tu vida, tu padre te volverá a casar. Conseguiré para ti a
la mujer que tú prefieras.
Ah, no, padre. Si no la
encuentro a ella habré de poner fin a mi vida.
De modo que se fue. Y así
es como, luego de mucho caminar, llegó la serpiente a casa de Mimikakliu. Se
hallaba éste en aquel instante jugando con su hijo en el balcón. Se acercó la
serpiente a la puerta y llamó, lo oyó Mimikakliu y salió a ver quién era. Al
abrir la puerta lo vio ante él.
-¿Qué deseas? -le
preguntó.
-¡Devuélveme a esa mujer
que guardas dentro!
-¿De qué mujer hablas?
-De mi esposa, pues ella
es a quien tú tienes. Ah, ella es mi esposa, no la tuya.
-No, hermano, es la mía.
-Pero bueno, ¿estás en
tus cabales? Yo llevaba muerto cinco años y ella me resucitó; hasta he tenido
un hijo con ella.
-Vaya, hermano -le
replicó la serpiente.
-Pues resulta que yo era
serpiente y ella me convirtió en hombre.
-Pero qué estás diciendo.
Iremos entonces los dos juntos a ver al cadí y que él resuelva el conflicto.
¿De acuerdo?
-De acuerdo.
Y así fueron ante el
cadí.
-¿Qué os pasa, hijos
míos?
-¿Qué nos va a pasar? -le
respondió Mimikakliu.
-Yo hace cinco años que
estaba muerto; hijo único y aún sin casar. Vino una muchacha a mi tumba y me
resucitó; me ha dado también un hijo. ¡Y ahora éste pretende que es su esposa!
-¿Y tú, qué tienes que
decir? -le preguntó al otro.
-¿Qué voy a decir? -le
respondió.
-La mujer que tiene él en
su casa es mi esposa, pues al nacer mi madre me parió serpiente y ella me
devolvió la vida, convirtiéndome en hombre. Además, es la hija de tal rey, de
tal país.
-Bien -dijo el cadí, ve y
trae aquí a esa mujer.
Fue a por ella y la condujo
hasta allí.
-¿Qué dices tú, mujer?
-le preguntó el cadí.
-¿Cuál de estos dos
hombres es tu esposo?
Y ella respondió:
-Con la venia, respetado
cadí. Mi primer marido, con el que me casó mi padre, es éste, que era serpiente
y yo le devolví la forma humana. Mi segundo marido es este otro, con el que he
tenido un hijo.
-¡Vaya! -exclamó el cadí.
-Vuestro asunto es
verdaderamente complicado, pues los dos tenéis razón.
Quedó unos instantes
pensativo y por fin les dijo:
-¿Sabéis lo que habréis
de hacer? Prepararéis una empanada con mucho queso y muy salada y emprenderéis
los tres un largo camino. Le daréis a comer a la mujer de la empanada. Ella
comerá, pero pronto sentirá unos enormes deseos de beber. Allí donde ella
busque agua, no habrá de encontrarla. El que de vosotros dos sea capaz de sacar
agua de la tierra para darle de beber, ése habrá de tomarla por esposa, a él
le corresponde.
Y así, prepararon juntos
la empanada salada y emprendieron la marcha. Comenzaron a darle de comer a la
muchacha. Pero ella lo hacía muy frugalmente, sólo un poco de vez en cuando,
pues sabía que la serpiente era el Bello de la Tierra y podría fácilmente
conseguir el agua, pero le daba pena separarse de Mimikakliu, que era además el
padre de su hijo. Soportó de este modo cuanto pudo, pero en cierto paraje acabó
pidiendo agua.
-Os lo ruego, estoy a
punto de desfallecer. Necesito agua.
-Vamos -le dijo la
serpiente a Mimikakliu, consíguele agua, de lo contrario morirá.
-¡Oh! -exclamó éste
desalentado.
-¡Yo no puedo darle agua,
dónde voy a encontrarla!
-Venid conmigo -les dijo
la serpiente.
-He aquí quién es el
esposo de esta mujer.
Se acercó a una piedra y
gritó:
-¡Mana!
-Y al instante el agua
manó.
-Ya puedes beber -le dijo
a la muchacha. Y la muchacha bebió.
-Ahora vayamos a casa.
Tras lo cual la serpiente
se llevó a su mujer y Mimikakliu se quedó con su hijo y marchó de regreso a su
casa.
Y de este modo la
serpiente tuvo descendencia y envejeció en compañía de la mujer que lo había
convertido en hombre.
110. anonimo (albania)
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