Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La princesa dormida

Una princesa vivía en el palacio de su padre, el rey. Todas las tardes solía salir a pasear en compañía de alguna de sus damas y una de esas tardes acertó a pasar por delante de una casa humilde a cuya puerta estaba una anciana hilando con su rueca. La princesa, que vio a la hilandera, pensó que también ella podría entretenerse hilando y le pidió a la anciana que le vendiese la rueca. Como la anciana era muy pobre y la princesa estaba encaprichada, le vendió la rueca y el huso por una buena cantidad de dinero, mucho más de lo que costaba, con la idea de comprarse ella otros útiles de hilar y sacar provecho del dinero que le sobrase.
La princesa se volvió tan contenta al palacio y nada más llegar quiso empezar a hilar. Pero no sabía hilar, pues nadie le había enseñado, y en su precipitación se clavó en el dedo una astillita desprendida del huso y quedó como muerta.
Entonces la anciana huyó de su casa y nunca se la volvió a ver más.
Cuando el rey vio a su pobre hija muerta se sintió tan desconsolado que no dejaba acercarse a nadie a donde estaba la princesa y la lloró durante todo un día. Al cabo del día, el rey dijo a todos que su hija parecía más dormida que muerta y que, por eso, ordenaba levantar en un claro de su bosque preferido un palacete todo de cristal y mandó poner en él la caja donde la princesa yacía vestida con su traje blanco adornado de campanitas de plata.
Allí quedó, pues, la princesa, y con el tiempo el bosque se fue espesando en tomo al palacete hasta que se perdió de la vista de los humanos.
Pero resultó que un conde que acababa de salir de una larga enfermedad salió de paseo un día con sus criados y, cazando, se internó en el bosque hasta perderse. Al ver que se habían perdido, empezaron a buscar la salida y cada vez se enredaban más, hasta que, en una de éstas, avistaron el palacete de cristal. Al conde le llamó la atención la existencia de aquel hermoso palacete en mitad de tan espeso y salvaje bosque y observó que nadie parecía habitarlo. De modo que decidió entrar en él para ver si era verdad que estaba abandonado y lo recorrió por entero.
Paseaba el conde de una sala a otra cuando entró en aquella en que yacía la princesa muerta y se acercó a ella lleno de curiosidad, mas apenas la vio allí, que parecía dormida y no muerta, cayó loco de amor por ella.
El conde ordenó a sus criados que le dejaran solo con ella y estuvo contemplándola durante horas, cada vez más enamorado. Y en esto observó que en un dedo de la mano tenía clavada una pequeña astilla y, con todo cuidado, se la extrajo. Y en aquel mismo momento, la princesa abrió los ojos y le miró con dulzura.
Ni que decir tiene cuál fue la alegría del conde al ver aquel portento y cómo la princesa se incorporaba y se abrazaba a él, pues la había vuelto a la vida. Entonces la princesa le contó su historia y vieron que había pasado tanto tiempo desde entonces que, de todos los que conocieron a la princesa, ninguno quedaría ya con vida.
Así que estaba sola en el mundo. Entonces el conde le dijo que se quedaría a vivir con ella. Para eso, mandó a sus criados a su castillo con el encargo de que le trajeran todo lo necesario para vivir allí con la princesa, pero les mandó que no dijeran nada a la condesa, su esposa, de lo que habían visto sino que él se quedaría un tiempo fuera del castillo, en otro lugar donde el clima era muy a propósito para terminar de reponerse de su dolencia.
De modo que el conde y la princesa se quedaron a vivir juntos en el palacete de cristal y tuvieron dos hijas gemelas.
Pasado mucho tiempo, el conde se vio obligado a mandar a sus criados a que repusieran las provisiones de todo tipo que necesitaban para continuar la vida en el palacete. Los criados volvieron al castillo para ocuparse del mandato, pero así que los vio la condesa, los mandó prender y los amenazó de muerte si no revelaban el lugar donde se encontraba su esposo el conde. Los criados, que la conocían bien, vieron en seguida que cumpliría su amenaza y contaron lo que sabían:
‑El conde, su esposo, vive en un palacete de cristal, que está escondido en el bosque espeso, con una bellísima princesa de la que tiene dos hijas gemelas.
La condesa, que oyó esto, se puso hecha una furia y juró vengarse de una manera atroz. Entonces advirtió a los criados que no dijesen una sola palabra de cuanto había sucedido y les ordenó que cumpliesen lo que su señor les había encargado. Y los criados partieron con las provisiones sabiendo que si abrían la boca, la condesa los mandaría colgar del torreón.
Pasó otro tiempo y el conde le dijo a la princesa que pensaba volver al castillo por poco tiempo, para ver cómo iban sus asuntos, y la princesa le hizo ver que la dejaba sola y con las dos niñas y que cualquier cosa podría sucederles durante su ausencia. Pero el conde insistió y prometió que volvería tan pronto que la princesa, resignada, le dejó ir.
El conde, pues, tomó a sus criados y se fue al castillo. Pero quiso la mala suerte que sufriera una caída del caballo, que lo dejó tullido y obligado a guardar cama hasta que recompusiera sus huesos. De modo que hubo de quedarse en su castillo por largo tiempo y la condesa comprendió que había llegado la hora de su venganza.
Así, llamó a uno de los criados y le pidió que fuese al palacete del bosque y le trajera a una de las hijas del conde, que éste lo mandaba porque no podía pasar tanto tiempo sin verla. El criado obedeció sin recelo y fue a buscarla y la princesa le confió a una de sus dos hijas. Y al volver con ella, la condesa le dijo que ella misma se ocuparía de llevarla a presencia del conde, que ya la estaba esperando.
Pero, en lugar de eso, la condesa, llena de diabólica alegría por el éxito de su ardid, tomó a la niña, la llevó a un cuarto secreto que había en el torreón y allí se entretuvo, primero, en martirizar a la pobre criatura y, después, la mató, la troceó, la guisó como si fuera un corderillo lechal y a la hora del almuerzo presentó el plato al conde y esperó a que comiera delante de ella. Y mientras comía, la condesa canturreaba por lo bajo:

‑A la primera la estás comiendo,
a la segunda la comerás.

Y el padre, sin saberlo, se fue comiendo a su hija querida.

La condesa dejó pasar sólo una semana y volvió a llamar al criado para que le trajese a la segunda hija. Todo sucedió como la vez anterior y ella hizo lo mismo con la segunda hija y volvió a presentársela a su marido, y viéndole comer, le canturreaba por lo bajo:

‑A la primera ya la comiste,
a la segunda comiendo estás.

Tan contenta estaba la condesa de su horrible éxito que decidió apoderarse esta vez de la misma princesa. Y a tal efecto, mandó a un criado al palacete del bosque para que le dijera que el conde la llamaba. Nada deseaba más la princesa que oír esto, pues estaba ya completa-mente sola y echaba mucho de menos al conde y a sus dos hijas. De modo que en un momento estuvo lista y se fue con el criado al castillo. Y allí la esperaba la condesa, quien ordenó a la guardia prenderla de inmediato y encerrarla en una celda en el último sótano del torreón, donde nadie la buscara, y que le diesen sólo una ración de pan y agua al día.
Llegó un día en que el conde pudo al fin levantarse de la cama y empezar a caminar, pero como aún estaba convaleciente, sólo podía dar paseos cortos, lo que hacía alrededor del castillo cada mañana. Y una de estas mañanas acertó a pasar por delante del torreón y escuchó un sonido de campanitas que le recordaron inmedia-tamente el vestido de campanitas de su amada. Así que empezó a mirar e indagar hasta que dio con el ventanuco del sótano y comprobó con alegría que se trataba, en efecto, de la princesa. Y le dijo al verla:
‑Mi princesa querida, ¿quién te ha encerrado ahí?
Y ella, sorprendida, le contestó:
‑¿No has sido tú, mi amado conde, quien ha mandado por mí y ha ordenado que me encierren aquí a pan y agua?
Corrió entonces el conde al sótano seguido de la guardia y sacó de allí a la princesa. Y cuando ésta preguntó por sus hijas, el conde se mostró aún más sorprendido y, tras escuchar a la princesa, le dijo que él nunca había ordenado llamar ni a ella ni a sus hijas. De modo que hizo venir a la condesa a su presencia y le preguntó por sus hijas. Y la condesa, con perversa alegría, le contestó:
‑Fui yo quien ordenó traerlas al castillo y las martiricé y las maté y las cociné para ti, que tú te comiste a tus propias hijas delante de mí, ¿lo recuerdas? Pues ésta es mi venganza y así la princesa se queda sola para siempre.
Al oír esto, la princesa se desmayó sin que nadie pudiera hacerla volver en sí y así estuvo durante diez días y diez noches bajo el cuidado y la vela del conde. Y a la undécima noche, el conde, desesperado, le dijo:
‑¡Princesita de mi alma, no me dejes solo!
Al oír estas palabras, la princesa abrió los ojos y le miró con dulzura. Y como era joven y fuerte, su naturaleza pudo más que el dolor y se repuso y vivió siempre con su amado conde.
La condesa fue lapidada por orden del conde y arrojada al fondo de un pozo para que no volviera a hacer mal a nadie.

003. anonimo (españa)

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