Una
princesa vivía en el palacio de su padre, el rey. Todas las tardes solía salir
a pasear en compañía de alguna de sus damas y una de esas tardes acertó a pasar
por delante de una casa humilde a cuya puerta estaba una anciana hilando con su
rueca. La princesa, que vio a la hilandera, pensó que también ella podría
entretenerse hilando y le pidió a la anciana que le vendiese la rueca. Como la anciana
era muy pobre y la princesa estaba encaprichada, le vendió la rueca y el huso
por una buena cantidad de dinero, mucho más de lo que costaba, con la idea de
comprarse ella otros útiles de hilar y sacar provecho del dinero que le
sobrase.
La
princesa se volvió tan contenta al palacio y nada más llegar quiso empezar a hilar.
Pero no sabía hilar, pues nadie le había enseñado, y en su precipitación se
clavó en el dedo una astillita desprendida del huso y quedó como muerta.
Entonces
la anciana huyó de su casa y nunca se la volvió a ver más.
Cuando el
rey vio a su pobre hija muerta se sintió tan desconsolado que no dejaba
acercarse a nadie a donde estaba la princesa y la lloró durante todo un día. Al
cabo del día, el rey dijo a todos que su hija parecía más dormida que muerta y
que, por eso, ordenaba levantar en un claro de su bosque preferido un palacete
todo de cristal y mandó poner en él la caja donde la princesa yacía vestida con
su traje blanco adornado de campanitas de plata.
Allí
quedó, pues, la princesa, y con el tiempo el bosque se fue espesando en tomo al
palacete hasta que se perdió de la vista de los humanos.
Pero
resultó que un conde que acababa de salir de una larga enfermedad salió de
paseo un día con sus criados y, cazando, se internó en el bosque hasta
perderse. Al ver que se habían perdido, empezaron a buscar la salida y cada vez
se enredaban más, hasta que, en una de éstas, avistaron el palacete de cristal.
Al conde le llamó la atención la existencia de aquel hermoso palacete en mitad
de tan espeso y salvaje bosque y observó que nadie parecía habitarlo. De modo
que decidió entrar en él para ver si era verdad que estaba abandonado y lo
recorrió por entero.
Paseaba
el conde de una sala a otra cuando entró en aquella en que yacía la princesa
muerta y se acercó a ella lleno de curiosidad, mas apenas la vio allí, que
parecía dormida y no muerta, cayó loco de amor por ella.
El conde
ordenó a sus criados que le dejaran solo con ella y estuvo contemplándola
durante horas, cada vez más enamorado. Y en esto observó que en un dedo de la
mano tenía clavada una pequeña astilla y, con todo cuidado, se la extrajo. Y en aquel
mismo momento, la princesa abrió los ojos y le miró con dulzura.
Ni que
decir tiene cuál fue la alegría del conde al ver aquel portento y cómo la
princesa se incorporaba y se abrazaba a él, pues la había vuelto a la vida. Entonces la
princesa le contó su historia y vieron que había pasado tanto tiempo desde
entonces que, de todos los que conocieron a la princesa, ninguno quedaría ya
con vida.
Así que
estaba sola en el mundo. Entonces el conde le dijo que se quedaría a vivir con
ella. Para eso, mandó a sus criados a su castillo con el encargo de que le
trajeran todo lo necesario para vivir allí con la princesa, pero les mandó que
no dijeran nada a la condesa, su esposa, de lo que habían visto sino que él se
quedaría un tiempo fuera del castillo, en otro lugar donde el clima era muy a
propósito para terminar de reponerse de su dolencia.
De modo
que el conde y la princesa se quedaron a vivir juntos en el palacete de cristal
y tuvieron dos hijas gemelas.
Pasado
mucho tiempo, el conde se vio obligado a mandar a sus criados a que repusieran
las provisiones de todo tipo que necesitaban para continuar la vida en el
palacete. Los criados volvieron al castillo para ocuparse del mandato, pero así
que los vio la condesa, los mandó prender y los amenazó de muerte si no
revelaban el lugar donde se encontraba su esposo el conde. Los criados, que la
conocían bien, vieron en seguida que cumpliría su amenaza y contaron lo que
sabían:
‑El
conde, su esposo, vive en un palacete de cristal, que está escondido en el
bosque espeso, con una bellísima princesa de la que tiene dos hijas gemelas.
La
condesa, que oyó esto, se puso hecha una furia y juró vengarse de una manera
atroz. Entonces advirtió a los criados que no dijesen una sola palabra de
cuanto había sucedido y les ordenó que cumpliesen lo que su señor les había
encargado. Y los criados partieron con las provisiones sabiendo que si abrían
la boca, la condesa los mandaría colgar del torreón.
Pasó otro
tiempo y el conde le dijo a la princesa que pensaba volver al castillo por poco
tiempo, para ver cómo iban sus asuntos, y la princesa le hizo ver que la dejaba
sola y con las dos niñas y que cualquier cosa podría sucederles durante su
ausencia. Pero el conde insistió y prometió que volvería tan pronto que la
princesa, resignada, le dejó ir.
El conde,
pues, tomó a sus criados y se fue al castillo. Pero quiso la mala suerte que
sufriera una caída del caballo, que lo dejó tullido y obligado a guardar cama
hasta que recompusiera sus huesos. De modo que hubo de quedarse en su castillo
por largo tiempo y la condesa comprendió que había llegado la hora de su
venganza.
Así,
llamó a uno de los criados y le pidió que fuese al palacete del bosque y le
trajera a una de las hijas del conde, que éste lo mandaba porque no podía pasar
tanto tiempo sin verla. El criado obedeció sin recelo y fue a buscarla y la princesa le confió a una de sus dos hijas.
Y al volver con ella, la condesa le dijo que ella misma se ocuparía de llevarla
a presencia del conde, que ya la estaba esperando.
Pero, en
lugar de eso, la condesa, llena de diabólica alegría por el éxito de su ardid,
tomó a la niña, la llevó a un cuarto secreto que había en el torreón y allí se
entretuvo, primero, en martirizar a la pobre criatura y, después, la mató, la
troceó, la guisó como si fuera un corderillo lechal y a la hora del almuerzo
presentó el plato al conde y esperó a que comiera delante de ella. Y mientras
comía, la condesa canturreaba por lo
bajo:
‑A la
primera la estás comiendo,
a la segunda
la comerás.
Y el
padre, sin saberlo, se fue comiendo a su hija querida.
La
condesa dejó pasar sólo una semana y volvió a llamar al criado para que le
trajese a la segunda hija. Todo sucedió como la vez anterior y ella hizo lo
mismo con la segunda hija y volvió a presentársela
a su marido, y viéndole comer, le canturreaba por lo bajo:
‑A la
primera ya la comiste,
a la
segunda comiendo estás.
Tan
contenta estaba la condesa de su horrible éxito que decidió apoderarse esta vez
de la misma princesa. Y a tal efecto, mandó a un criado al palacete del bosque
para que le dijera que el conde la llamaba. Nada deseaba más la princesa que oír
esto, pues estaba ya completa-mente sola y echaba mucho de menos al conde y a
sus dos hijas. De modo que en un momento estuvo lista y se fue con el criado al
castillo. Y allí la esperaba la condesa, quien ordenó a la guardia prenderla de inmediato y encerrarla en una celda en el
último sótano del torreón, donde nadie la buscara, y que le diesen sólo una ración de pan y agua al día.
Llegó un día en que el conde pudo al fin
levantarse de la cama y empezar a caminar, pero como aún estaba convaleciente,
sólo podía dar paseos cortos, lo que hacía alrededor del castillo cada mañana.
Y una de estas mañanas acertó a pasar por delante del torreón y escuchó un
sonido de campanitas que le recordaron inmedia-tamente el vestido de campanitas
de su amada. Así que empezó a mirar e indagar hasta que dio con el ventanuco del sótano y comprobó con alegría que se
trataba, en efecto, de la
princesa. Y le dijo al verla:
‑Mi
princesa querida, ¿quién te ha encerrado ahí?
Y ella,
sorprendida, le contestó:
‑¿No has
sido tú, mi amado conde, quien ha mandado por mí y ha ordenado que me encierren
aquí a pan y agua?
Corrió
entonces el conde al sótano seguido de la guardia y sacó de allí a la princesa. Y cuando
ésta preguntó por sus hijas, el conde se mostró aún más sorprendido y, tras
escuchar a la princesa, le dijo que él nunca había ordenado llamar ni a ella ni
a sus hijas. De modo que hizo venir a la condesa a su presencia y le preguntó
por sus hijas. Y la condesa, con perversa alegría, le contestó:
‑Fui yo
quien ordenó traerlas al castillo y las martiricé y las maté y las cociné para
ti, que tú te comiste a tus propias hijas delante de mí, ¿lo recuerdas? Pues
ésta es mi venganza y así la princesa se queda sola para siempre.
Al oír
esto, la princesa se desmayó sin que nadie pudiera hacerla volver en sí y así
estuvo durante diez días y diez noches bajo el cuidado y la vela del conde. Y a
la undécima noche, el conde, desesperado, le dijo:
‑¡Princesita
de mi alma, no me dejes solo!
Al oír
estas palabras, la princesa abrió los ojos y le miró con dulzura. Y como era
joven y fuerte, su naturaleza pudo más que el dolor y se repuso y vivió siempre
con su amado conde.
La
condesa fue lapidada por orden del conde y arrojada al fondo de un pozo para
que no volviera a hacer mal a nadie.
003. anonimo (españa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario