Su voz, enérgica y sublime, atronó en la profundidad
de la fosa.
-¡Lázaro, sal fuera!
El cadáver se estremeció ligeramente. La piel yerta
del rostro se agrietó como un cuenco de cerámica. Los gusanos enquistados en
los globos oculares removieron perezosamente sus anillos. Las moscas
abandonaron momentáneamente su labor de succión en las fosas nasales.
El estremecimiento puso en tensión la columna
vertebral del muerto, espantando las ratas que se abrían paso hacia sus
vísceras. De la boca entreabierta escapó una escalopendra gruesa como un sapo.
La lengua del difunto -negra y descarnada- se humedeció súbitamente. Su extremo
puntiagudo asomó al exterior, mientras el primer aliento del resucitado elevaba
penosamente la costra de las costillas -una plasta del tono de los excrementos
resecos al sol.
-¡Lázaro, levántate y anda!
Animados por una agitación enfermiza, los músculos
del cadáver tensaron la tela del sudario, que se rasgó en mil pedazos. La
sangre bombeó el corazón de un golpe seco y las venas licuaron el riego
podrido, arrojando al cerebro unas señales intermitentes, dolorosas,
suficientes sin embargo para que Lázaro comprendiera...
Movió una mano, que, tras un esfuerzo
desproporcionado al fin perseguido, llevó hasta los labios, apartando de ellos
la seda venenosa de un escorpión hembra, en plena tarea de desove. Movió luego
la otra, que arrastró hasta el bulto de su vientre, cuyo volumen encontró
exagerada-mente amplio, inflado como una vejiga de puerco. El giro de la cabeza hizo que rechinaran las
vértebras cervicales astilladas como cuchillos.
El aguamarina del cristalino se aclaró levemente,
descubriendo en la entrada al cenotafio un punto de luz. El fuego de esta breve
intensidad puso en hervor el cebo apelmazado de las mucosas.
Tenía la impresión de haber crecido irregularmente,
en tanto no estaba muy seguro de ser él quien así sentía. La imagen súbita de
su recuerdo postrero en el lecho de muerte erizó sus cabellos, abundantes y
enmarañados. Un vómito de alimentos putrefactos y retenidos en el estómago
durante aquellos días muerto, pugnaba por abrirse camino en el estómago
aplastado.
La picadura atroz del ano le hizo olvidar de momento
de otras sensaciones. Hurgó entre las piernas y asió el látigo viscoso de una
cría de serpiente, cuya cabeza tenía en aquella oquedad un refugio seguro,
además de una fuente de alimentación constante. El roce casi involuntario de
sus partes genitales recordó de improviso a Lázaro su condición, su estado, sus
afanes e inquietudes humanas... devolviéndolo a la consciencia de lo ocurrido
con una virulencia insoportable.
Reanimados por el dolor de la memoria, los
lacrimales de sus ojos liberaron unas gotas ácidas de orín, que sirvieron para
arrastrar el polvo cadavérico adherido a sus mejillas.
-¡Lázaro, te lo ordeno, sal fuera!
Haciendo un esfuerzo ímprobo, Lázaro logró arquear
la espalda, girar sobre su postura yacente e hincar las rodillas en el suelo.
Un enjambre de cucarachas abandonó los huecos en
descompo-sición de sus sobacos. La mirada turbia del resucitado se posó con
asco indecible en la alfombra de lombrices sobre la que había descansado.
Surgida al amparo umbroso de las heces que su intestino dejara escapar, una
comunidad de orugas había practicado una complicada ruta de aprovisionamiento,
que iba desde su ombligo hasta una galería subterránea cuya entrada estaba a su
costado izquierdo.
El techo de la tumba, por otra parte, filtraba un
leve río de agua putrefacta, que había estado derramándose gota a gota sobre su
garganta. Las manos de Lázaro encontraron una espesa bufanda de musgo alrededor
del cuello, cuyo hedor y podredumbre habían hecho nacer en la piel unos
diminutos hongos y setas pastosas.
Pasados los primeros instantes de incredulidad y
espanto, Lázaro -puesto a cuatro patas en el interior maloliente de la fosa- se
movió en dirección a la voz que le reclamaba, tratando de agilizar las
articulaciones de los huesos y ello con la incomodidad del vientre hinchado,
que arrastraba por el suelo en el penoso vaivén del cuerpo.
Todo su cuerpo iba recobrando la elasticidad
perdida, menos los ojos, nublados por la carcoma feroz de los gusanos
instalados en las órbitas.
-¡Lázaro, Lázaro, levántate y anda!
-¡Vamos, sal fuera!
Hasta sus oídos medio petrificados llegaban,
amplificadas, las voces familiares de sus amigos y parientes. Pero él se sentía
muy lejos, perdido en la nebulosa del cieno.
Abrió la boca para contestar a los requerimientos de
que era objeto, y la sensación de haberse tragado la lengua le hizo dudar de
poder responder a quienes le reclamaban de nuevo a la vida.
Medio ciego, podrido en parte, espantado de sí mismo
por el recuerdo de su propia muerte, y asqueado por la repulsiva presencia
física que debería mostrar, Lázaro luchaba entre abandonarse definitivamente en
su tumba y suplicar a su bienhechor que recon-siderara la necesidad de aquel
milagro, toda vez que su existencia pertenecía más al reino de los muertos que
al mundo de los mortales.
Oyó, sin embargo, la orden, tajante e irrevocable, y
no supo negarse a obedecer a quien de tal modo interrumpía la corrupción de sus
restos.
El grito de horror que saludó su presencia estuvo a
punto de devolverlo al oscuro pudridero. Advirtió que sus parientes y amigos se
alejaban, y buscó a tientas al responsable de su resurrección.
-¿Eres tú, el que dice que me ama?
La carroña de sus brazos se había enroscado al
cuello del autor del milagro, que miraba aún a lo alto, extraviado en la
impenetrable y silenciosa distancia del más allá. Sin embargo, él puso los
labios en la piel putrefacta de las mejillas de Lázaro, enjugó con su saliva
los ojos mustios del resucitado y acarició las manos avinagradas del amigo.
Lázaro recobró la luz y lo primero que vio fue a
Jonasán el leproso, que huía de su presencia sin volver el rostro...
Solo ante la puerta allanada de la tumba que le
sirviera de morada en aquel tiempo, dejó vagar la mirada por el páramo del
cementerio. Sus parientes y amigos corrían como endemoniados, tal vez con
objeto de dar a conocer la buena nueva de su resurrección.
La soledad que le rodeaba estaba sin embargo preñada
de indelebles presagios, invisibles repugnancias que ninguna tregua sería
capaz de sub-sanar.
Había pasado el tiempo. Su esposa, sumisa en
principio, vivía aterrorizada ante el simple gesto de su contacto. Vencida por
el miedo, consentía el hediondo calor de su cuerpo, incapaz de excitarse como
antes. Sus relaciones eran las del verdugo y su víctima.
Una madrugada sintió Lázaro que su esposa se
escurría del lecho, y nunca más volvió a saber de ella.
Sus hijos, obedientes y respetuosos, no pudieron sin
embargo superar el asco de su presencia en la mesa, bajo el mismo techo. El
primogénito se hundió la punta del arado en el vientre, y el segundo se ahorcó
una noche en la viga maestra de la casa.
Solamente Sarah -prima hermana de Lázaro que hacía
las veces de sirvienta- pareció asimilar la cruel tragedia del resucitado y a
él entregó su vida.
Sordomuda y taciturna, Sarah hizo de la tarea de
sanar a Lázaro un mandamiento. A partir de entonces nadie volvió a ver al
resucitado, que bajo la estrecha vigilancia de su prima -experta conocedora de
hierbas y pócimas medicinales- se recuperaba poco a poco de tan horripilante
experiencia sufrida.
Algunas partes de aquel cuerpo medio podrido, sin
embargo, no recobraron la vida, y todo el afán de Sarah se concentraba en
evitar que la corrupción se extendiera.
Pero esto era inevitable.
En ocasiones, Lázaro padecía súbitos letargos,
llegando al borde mismo de la muerte; un extraño sortilegio impedía sin embargo
que este fin se consumara, como si no le estuviera permitido atravesar la
frontera letal por completo. En tan dramática situación vivió Lázaro casi un
año.
Cuantas veces se sucedían los trances agónicos,
otras tantas se manifestaba la imposibilidad de que la muerte se adueñara
definitivamente de aquel espectro infrahumano. Lázaro, desfigurado y débil como
un feto, era ya incapaz de recobrar lo que en cada ocasión perdía en forma más
espantosa.
Una noche, los ojos hundidos y secos del resucitado
miraron de tal modo a su prima, que ella, asustada, salió huyendo de la casa.
Quienes vieron sus pies destrozados y contemplaron
su veloz carrera por muchas aldeas, dijeron haber presenciado el paso de un
demonio enloquecido. Y quienes tuvieron oportunidad de observar cómo se arrojó,
sollozando, a las plantas de aquel que hiciera el milagro de la resurrección de
Lázaro, dijeron luego haber visto la imagen del miedo y la desesperación.
-Ve, porque todo se ha consumado.
Oyó y comprendió Sarah la sordomuda las palabras de
quién podía hacerse entender de ella, y emprendió el camino de vuelta,
imaginando que así terminaba el sufrimiento de su primo.
La sombra pálida de la muerte se echaba mansamente
sobre el cuerpo tránsido de Lázaro. Conocida su frialdad amarga, absorbió
complacido la hiel de su presencia, y bebió hasta saciarse la herrumbre letal
que destilaba su savia.
La corrupción seguía ahora su curso normal, más
apresuradamente tal vez, y el hedor de la carne putrefacta lanzaba al aire
efluvios con recobrada violencia. El sopor cadavérico ahogaba su respiración,
en tanto las manos se petrificaban sobre el vientre, de nuevo abombado de
amoníaco en des-composición.
Un temblor irregular puso en agitación todos sus
huesos, que se descoyun-taron blandamente, sin fijación alguna.
Presintiendo que la muerte era finalmente
irreversible, Lázaro se alzó mediante un esfuerzo supremo, encaminando sus
pasos trémulos hacia el páramo del cementerio, hasta la boca oscura del
sepulcro familiar meses atrás abandonado.
Nadie sabe cómo lo consiguió, pero Lázaro llegó al
hueco mortal de su sepulcro, y en la misma hoya la llegada parsimoniosa de la
segunda muerte.
Aún tuvo tiempo, sin embargo, de
sentir cómo un cuerpo extraño se ceñía a su cadáver, un sudario de carne y
hueso. Su prima, Sarah, la sordomuda, quería impedir a toda costa que volviera
a repetirse el desgraciado milagro.
A partir de entonces nadie podía resistir la
tentación de llamar a Lázaro en la puerta de su tumba. Y como si el maldito
sortilegio todavía perdurara en sus efectos, el cadáver se estremecía ligeramente,
así como removían perezosamente sus anillos los gusanos enquistados en los
globos oculares del muerto.
999. Anonimo
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