En la abrupta montaña a cuyo pie se
extendía la aldea de Tihar, vivían unas fastidiosas hechiceras que no pensaban
sino en molestar a sus pacíficos vecinos.
Por suerte, estaban demasiado
viejas y decrépitas y no podían fastidiar más que en cosas pequeñas. Así, al
llegar la noche, ponían sus perolas sobre el fuego de las hogueras y vertían en
ellos sus pócimas putrefactas y hierbas y polvos malolientes. Luego, con todo
ello, montadas en sus escobas, se iban a rociar las casas de los vecinos, en
las cuales el nauseabundo olor producía a todos ascos y vómitos. Y no había
modo de contrarrestar el poder de las hechiceras.
Los pájaros de la comarca, cuando
se enteraron, se pusieron furiosos y fueron a la casa de su amiguita Sabina, la
que todos los días diseminaba migas de pan y grano en su corral para que les
sirviera de alimento, y comprobaron que no escapaba del baño maloliente.
Y como eran muchos, se les ocurrió
la artimaña de recolectar flores y hierbas de buen olor, colonia y agujas de
pino, y arrojarlos en montón sobre las perolas de las hechiceras.
Así, una noche, la rociada de las
malvadas arrancó para siempre el olor fétido de las pobres casitas hasta el
punto de que la primavera parecía haber llegado.
Furiosas y echando chispas por los
ojos, las hechiceras montaron en sus escobas y se fueron en busca de otros
lugares donde no tuvieran enemigos.
999. Anonimo
No hay comentarios:
Publicar un comentario