Hace muchísimos años,
existió una princesa tan hermosa que todos los príncipes acudían a solicitarla
por esposa.
La princesa, muy
vanidosa, no hallaba perfecto a ninguno. Alegaba que todos sus pretendientes
eran o demasiado altos o bajos, o gruesos o delgados y cosas por el estilo.
Un día, para dolor de
sus padres, cayó gravemente enferma. Y, aunque sanó, sus ojos se quedaron sin
luz. ¡Ay!, ya no fue la misma. Siempre triste, se negaba a hablar y recibir a
los que iban a visitarla. Para guiar sus pasos por los jardines de palacio,
los reyes eligieron a un bondadoso monje que solía tocar el laúd y cantaba con
mucha dulzura. El paje no pudo encontrar ocupación más de su agrado pues,
desde siempre, había amado a la princesa y continuaba amándola.
Y como era tanto el
afecto que llevaba en su corazón, día a día, pacientemente, consiguió sacarla
de su abstracción e interesarla en cuanto le rodeaba.
Sus canciones eran
deliciosas y en ellas, le hablaba de la belleza de las cosas; de los hermosos
amaneceres, de los rojizos y encendidos ocasos del sol, de las aguas
cristalinas de las fuentes.
Y la princesa empezó a
entender cosas que nunca supo mirar cuando sus ojos podían ver.
Algún tiempo después, el
corazón de la joven correspondió al amor del paje. Y cuentan que se casaron y
fueron muy dichosos y tuvieron preciosos hijos que alegraron el palacio con
sus dulces risas.
Así pues, gracias a la
ceguera, la princesa vanidosa y triste, aprendió a ser feliz.
999. Anonimo
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