Érase una princesita muy bella que
siempre estaba triste. Los reyes, sus padres, nada podían hacer por consolarla.
Sus siete hermanas mayores se habían casado con otros tantos príncipes, todos
apuestos y buenos y eran dichosas. Pero ella no podría serlo, pues decían que
ya no quedaban príncipes, en los reinos vecinos.
La princesita triste y bella solía
ir al bosque, donde paseaba sus desventuras lejos de miradas indiscretas.
Pero un ciervo apostado entre la
maleza, la veía llorar. Y como tenía un corazón sensible, pronto adivinó el
pesar de aquella criatura.
Una tarde, divisó a lo lejos un
apuesto cazador, jinete en espléndida montura. Era hijo del rey de Montesol,
cuya única afición era la caza.
El ciervo, aun a riesgo de su vida,
salió al claro, al objeto de ser divisado por el cazador. Y cuando éste, armado
el brazo con un potente arco empezó a perseguirle, el ciervo zigzagueó hasta
pasar junto a la princesita triste. Esta, cuyo corazón estaba lleno de amor por
los animales, gritó al desconocido:
-¡No disparéis!
El cazador, admirado ante la bella
criatura surgida de la espesura del bosque saltó del caballo y rindió pleitesía
en gentil reverencia.
Aquel mismo día el cazador se
enamoró de la princesa y ella del apuesto príncipe de Montesol.
Se celebraron las bodas con gran
regocijo. Los jóvenes fueron muy felices, pero la princesa siempre guardó una
especial gratitud por el intrépido ciervo y graciosamente solicitó de su esposo
que no volviera a cazar.
999. Anonimo
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