Desde lo alto del puente Golden Gate pudimos ver los
grandes árboles del parque, ya en esta época teñidos de tonos calientes.
Enfrente, la isla de Alcatraz aparecía recortada tras la niebla. A lo lejos, en
la bahía, se podía adivinar la silueta del vaporcito de Oaklan, seguido de
gaviotas.
El día anterior había llegado a San Francisco. Era
la primera vez que visitaba la ciudad y traía la intención de establecerme en
ella.
Palo Alto no el un lugar ideal para que un joven
músico pueda perfeccionar sus estudios y encontrar trabajo.
La primera impresión que me produjo la ciudad fue
espléndida; pensé que, ocurriera lo que ocurriera, el viaje merecía la pena.
Dirigí mis pasos hacia la
Avenida de Fray Junípero cerca del China Town; en el número
catorce estaba la casa donde, durante dos años, iba a vivir. Era de dos
plantas, la fachada pintada de azul turquesa y tenía un pequeño jardín. Un
compañero de la escuela media me había recomendado a la señora Carley, la
propietaria de la pensión.
Al día siguiente a mi llegada fui al conservatorio
para hacer las pruebas de acceso y, en caso de aprobarlas, matricularme en el
tercer curso de violín. Satisfecho, pues había conseguido mi propósito, con el
instrumento bajo el brazo, me dispuse a dar una vuelta para conocer algo de la
ciudad de las colinas. Monté en el tranvía que sube hasta el puerto y después,
andando, estuve dando un paseo por los muelles. Los grandes barcos, el continuo
ir y venir de los coches de carga, las enormes murallas de contenedores
apilados componían para mí un espectáculo poco común.
Al llegar al muelle veintitrés entré en una taberna
para tomar una cerveza y una hamburguesa. Allí, por primera vez, vi a Ana.
Sentada en una mesa del fondo, donde apenas llegaba
la luz, había una mujer ojeando un ejemplar del National Geography Magazine.
Su figura en la penumbra, su forma de vestir insólita me fascinaron desde el
primer momento. Un jersey negro con cuello de cisne le daba un extraño
atractivo; todo hacía pensar que aquella mujer, además de ser bella, debía
guardar el encanto de las personas que poseen una vida interior rica e intensa.
No me decidí a acercarme hasta su mesa y me senté en
un lugar próximo. Mientras comía mi hamburguesa con mostaza, la observaba
atentamente; ella no parecía darse cuenta de mi presencia; pero de pronto cerró
su revista, se levantó y dirigiéndose hacia mi mesa se sentó a mi lado. No
podía creerlo, las manos me temblaban y era incapaz de soltar la jarra de
cerveza. De cerca su belleza era aún más sugestiva. Se presentó, hablaba un
inglés poco inteligible para mí; sin embargo, no parecía extranjera; en todo
caso, inglesa. Su acento era extraño y sus construcciones gramaticales
arcaicas; utilizaba términos inusuales, que yo solamente conocía de la lectura
de alguna obra de Shakespeare.
La conversación era tan incongruente y pasajera como
todas las que se mantienen con un desconocido. Continuamos hablando y salimos a
pasear por los muelles. De ella misma sólo dijo que se llamaba Ana, y nuestra charla
giraba en torno a mis proyectos, mis ilusiones y mi vida en Palo Alto. Durante
todo el tiempo ella llevaba la iniciativa; yo me dejaba conducir por una
personalidad que me arrastraba, pues nunca había conocido a alguien semejante.
No era consciente del tiempo;
estuvimos paseando durante largo rato hasta que llegamos hasta la parada del
tranvía. El paisaje de la bahía y la vista nocturna de San Francisco fueron el tema de conversación durante el trayecto a Sasaulito. Cruzamos el Golden Gate y al cabo de aproximadamente una hora estábamos frente a la entrada de su casa, una de las últimas de la colina. Era una edificación estilo colonial, construida en madera, con la fachada pintada de blanco; dos columnas dóricas y un pequeño frontón franqueaban la puerta. Para llegar a ella había que traspasar una verja de madera que daba al jardín.
Yo observaba anonadado, atónito; no sabía cómo encajar lo que estaba viendo. Un calor húmedo, que más tarde se convirtió en un intenso escalofrío, recorrió todo mi cuerpo.
Ana se quedó mirándome fijamente; fue en ese preciso
momento cuando fui consciente de todo el atractivo que esa mujer tenía. Paró un
taxi de la compañía Yellow y me invitó a ir con ella.
Jamás había tenido una experiencia de este tipo; mis
contactos con personas del otro sexo se habían limitado a la típica relación
que se mantiene con las chicas del pueblo: una escapada al jardín durante las
fiestas de graduación y algunos besos robados en el baile del día de Acción de
Gracias. Sentí miedo, el miedo del inexperto, del que tiene la sensación de
estar ante algo maravilloso y piensa que en cualquier momento su propia
incapacidad puede echarlo todo por tierra. Pese a todo, no pude resistir a la
tentación de su invitación, pensando que cualquier cosa que aconteciera a
partir del momento que yo entrara en el taxi debería ser por lo menos
agradable.
Entramos en la casa y mientras me servía un sherry
me dijo que podía esperarla en la sala y ella subió por la escalera que llevaba
a la planta superior.
Quedé solo, intranquilo, sumido en un inquietante
estado de ansiedad. Para relajarme me entretuve analizando la decoración del
salón. En una rápida pasada de vista nada parecía anormal; el mobiliario era el
típico en una mansión de éstas características. Luego pude ir observando
pequeños detalles que en un primer momento podían pasar desapercibidos, pero
que atrajeron mi atención de una manera especial.
Sobre un secreter de madera de roble había unas
hojas escritas en caligrafía gótica inglesa con una exquisita perfección.
Parecían estar escritas recientemente, pues el tipo de papel era actual, y
corroboró mi impresión el hecho de que sobre la misma mesa hubiera una vieja
pluma de avestruz y un tintero de cobre. Me resultó insólito, más bien chocante
que alguien en 1960 escribiera de tal modo; concordaba además con la forma
peculiar que Ana tenía de hablar.
En la mecedora, junto a la chimenea, había un
bastidor; en él una tela roja en la que aparecía, inacabado, el dibujo de un
león bordado en hilo de seda negro y blanco. No entiendo mucho de
bordados, pero me parecieron de una calidad excepcional.
Y colocada en una de las estanterías de la chimenea
Buffet vi una miniatura en la que aparecía el retrato de una dama renacentista,
cuyo rostro me parecía haberlo visto anteriormente en algún manual de arte e
incluso me resultaba familiar. En la parte inferior del marco estaban grabadas
las iniciales A.B.
Mientras observaba detenidamente la miniatura entró
Ana en el salón, vestida con una bata de satén negro. Bajo la tela se podía
adivinar la figura de un cuerpo casi perfecto. No acerté a pronunciar palabra
alguna, me embelesaba. Ella clavó sus ojos en los míos, con una sonrisa insinuante,
y un sugerente movimiento de cabeza me indicó que la siguiera. Rodeándole el
cuello llevaba una gargantilla de terciopelo negro, particularmente ancha.
Una vez dentro de la habitación me mostró toda la
esplendidez de su cuerpo, que era simplemente fascinante. Me es extremadamente
difícil describir la escena; pero las imágenes se conservan todavía vivas en mi
mente. Con una parsimonia que me hacía perder el sentido se desabrochó el
cinturón de la bata y recorriéndose el cuerpo con las manos dejaba caer lentamente
la suave tela que le cubría hasta el suelo. Yo estaba a punto de estallar, me
cogió la mano y llevándome hasta la cama, mientras me acariciaba con una
ternura que hacía subir el ritmo de mi corazón, me desnudaba pausadamente, como
siguiendo un delicioso rito. Hicimos el amor, más bien ella hizo el amor
conmigo; pues en todo momento llevaba de una manera maravillosa la iniciativa.
Yo, preso de excitación me revolvía entre su cuerpo, besándola con una pasión
anárquica. Y mis labios chocaban una y otra vez en su gargantilla; intenté
desabrochársela y con una violencia inaudita apartó mi mano de su cuello.
Extrañado le pregunté por qué; de una forma suave, pero al mismo tiempo
autoritaria me dijo que intentara gozar del momento y que no pidiera
ninguna explicación.
Con algunos recelos por mi parte seguidos sumisos en
un fantástico juego erótico hasta que ella quedó dormida, cuando ya los
primeros rayos de luz asomaban por la ventana.
La noche había sido tan apasionante que me era
imposible conciliar el sueño, además el misterio de la gargantilla, esa
obcecación de Ana por no desprenderse de un objeto de adorno insignificante,
llegó a obsesionarme de tal manera que no pude resistir la tentación de
quitársela, aprovechando que dormía profundamente.
Fue espantoso. Rodeándole todo el cuello tenía una
cicatriz tan profunda que parecía imposible que éste pudiera sostenerle la
cabeza. Me horrorizó hasta el punto de que instintivamente me vestí y abandoné
la casa sin una dirección determinada. Estuve dando vueltas por la ciudad. Mi
cabeza era un mar de confusión, todo lo ocurrido era verdaderamente asombroso y
extraño. ¿Quién era ella? ¿De dónde había venido? ¿Qué significaba aquella
horrible cicatriz? Nada estaba claro y eso me atormentaba.
Una vez en mi habitación, con los ánimos calmados,
intenté racional-mente reconstruir los hechos. Las características de su
lenguaje, su forma de escribir, no eran normales en una persona de esta
época. Un raro presentimiento apareció en mi cabeza.
Esa misma tarde fue a la biblioteca Washington
Irving dispuesto a encontrar una respuesta, y comencé a consultar manuales de
historia con la esperanza de encontrar en alguno de ellos la imagen que
aparecía en la miniatura que Ana tenía en su casa.
Cuando estaba a punto de desistir en mi búsqueda, en
el tomo trece de la Art
Encyclopedian Royal British encontré un cuadro
renacentista en el que estaba retratado el rostro de la misma dama que aparecía
en la miniatura. Al pie explicaba: Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII,
acusada de traición a la corona y adulterio con un músico de la corte.
Condenada a muerte y decapitada en la
Torre de Londres en 1536.
Las iniciales A.B. coincidían; observé detenidamente
el retrato de Ana Bolena y a medida que lo analizaba el iba encontrando
rasgos físicos pareci-dos a los de la mujer con la cual yo había pasado la
noche. No podía ser cierto cuanto estaba pensando; debía tratarse de mera
coincidencia, un simple azar; pero no podía abstraerme de la idea, no podía
dejar de pensar en ello y decidí disipar mis dudas preguntándole directamente a
ella. Ignoraba cómo hacerlo, quizá se reiría de mí, pero yo necesitaba con-vencerme
de que todo era tan sólo producto de mi condenada imaginación.
Serían las once de la noche cuando desde mi
habitación pedí un taxi que me llevara a Sausalito.
Estuve paseando por los alrededores de la casa,
intentando encontrar una manera lógica de plantearlo, que no resultara
violenta, y pasó un largo rato hasta que me decidí a cruzar la puerta del
jardín.
Antes de pulsar el timbre atrajo mi atención una luz
muy tenue que partía de una ventana de las habitaciones de la planta baja. Me
acerqué sigilosa-mente hasta la ventana y pude contemplar una escena alucinante,
una escena que parecía estar arrancada y traída de otra época.
Frente a un tocador, en el que había dos candelabros
encendidos, una mujer se peinaba lentamente, deleitándose. Vestida con un traje
antiguo, color verde esmeralda, con encajes blanco marfil, seguía absorta y
leve su tarea.
De pronto, de una manera inesperada ella volvió la
vista hacia la ventana y nuestras miradas se cruzaron. Quedé inmóvil me miraba
fijamente sentí que las piernas me flanqueaban y que iba a desplomarme en el
suelo. Aquello no cabía en mi mente, me resistía a creerlo; aunque estaba
delante de mis ojos. Era ella, era Ana, era la misma mujer de la miniatura, la
misma Ana Bolena que había encontrado en la Enciclopedia.
Estaba allí, sin apartar sus ojos de mí. En su
cuello se podía ver la terrible marca del hacha ejecutora; la parte delantera
del vestido estaba teñida de rojo, del rojo pardo de su sangre coagulada.
¡Había hecho el amor con una mujer que llevaba
cuatro siglos muerta! Era espantoso, no sabía cómo salir de allí, cómo huir,
las piernas no me respondían. De un salto súbito inicié una desesperada
carrera; corrí preso del pánico, totalmente despavorido, sin atreverme a volver
la vista atrás.
Permanecí en San Francisco dos años, continuando mis
estudios de música. Y durante ese tiempo no vi más a Ana.
Cada vez que bajaba a pasear al puerto temía
encontrarme con ella; pero al mismo tiempo lo deseaba. Creo que necesitaba
volver a verla para asegurarme de que los hechos ocurridos los dos primeros
días de mi estancia en la cuidad fueron ciertos, que aquello había sido real y
no un producto de mi imaginación.
Un contrato en la orquesta de Los Angeles fue el motivo
que me hizo abandonar la ciudad.
El día anterior a mi marcha decidí ir a ver el lugar
donde estuve con Ana y tal vez reencontrarme con ella.
Durante el trayecto todas las imágenes del primer
viaje que hice a Sasaulito pasaban por mi mente. Volví a ver la isla de
Alcatraz entre la niebla y las gaviotas, siguiendo el vaporcito de Oaklan.
Subí andando desde el puerto hasta la colina y allí
estaba la casa tal y como yo la recordaba. Nervioso, con el estómago
encogido y pulso acelerado, llamé a la puerta. No sabía quién iba a salir a
recibirme. Estuve a punto de huir corriendo otra vez, por ese miedo irracional
de enfrentarme con ella.
Una señora de unos sesenta años fue quien abrió al
fin la puerta. Yo debía aparecer completamente pálido, y haciendo un gran
esfuerzo pregunté por Ana; la mujer, muy amablemente, me contestó que allí no
vivía nadie con ese nombre. Dije que si la antigua propietaria de la casa había
dejado alguna dirección antes de marcharse. Ante mi asombro, la mujer respondió
que llevaba viviendo ahí más de veinte años y que la casa había pertenecido a
sus padres. Le pedí disculpas y confuso me dispuse a marcharme.
Antes de cruzar la puerta de la verja volví la
cabeza para dedicar la última mirada a la casa. En uno de los matorrales del jardín
advertí una mancha blanca que me atrajo hasta descubrir de que se trataba.
Prendido de una de las ramas colgaba un pañuelo. En
él, admirablemente, aparecían bordadas las iniciales A.B. Lo cogí y, tras
acariciarle con mis manos, lo guardé en el bolsillo de la chaqueta.
Hoy, todavía después de veinte años, es el pañuelo
que me pongo entre la mejilla y el violín.
999. Anonimo
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