Erase un cardo que estaba enamorado
de una bellísima rosa. Suspiraba y le dirigía cariñosas palabras pero ella,
altanera y erguida, ni se dignaba mirarle:
-Cállate y no me molestes con tus
requiebros, desagradable cardo. Mi hermosura no es hecha para ti. ¿No oyes lo
que los hombres dicen de mí cuando me ven? Se asombran de mi color y de la
suavidad de mis pétalos, que parecen terciopelo. Y alaban mi perfume. Pero a ti
ni te miran.
El cardo, dolorido, suspiraba y callaba.
Una noche se levantó una violenta
tempestad. El viento inclinaba las hierbas y los tallos de los arbustos y
zarandeaba las flores.
A la mañana siguiente, de la
hermosa rosa no quedaba sino unos cuantos pétalos rajados y resecos esparcidos
por el jardín. Y el cardo, pensando en su pasada belleza y en su vanidad,
lloró...
Pero al menos, él había resistido,
incólume, la tempestad.
999. Anonimo
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