Los niños de Skian,
alborotados y felices al salir de la escuela, corrían a la cabaña de la vieja
Madia. Entraban como un rebaño de saltarinas cabritas y la rodeaban para que,
una vez más, ella les contase sus maravillosos y fantásticos cuentos.
Un día de invierno,
cuando el viento doblaba los abetos y la nieve cegaba los ojos, la vieja Madia
dijo a los niños:
-Dentro de poco me habré
ido para siempre.
-¿Y no oiremos tus
historias? -preguntó Gretchen, la niñita del herrero.
Como ella afirmase, los
pequeños gritaron:
-¡No, Madia, no!
¡Queremos escuchar siempre tus cuentos!
Ella sonrió y,
acariciando las cabecitas de los más pequeños, dijo:
-Cuando ya no esté aquí,
eso me será imposible. Sin embargo... el primer día de cada año tendréis
noticias mías...
Su rostro arrugado se
hizo misterioso.
El día de Navidad la
vieja Madia se fue para siempre. Los niños, tristes e intrigados, esperaban el
Año Nuevo con curiosidad.
Enero estrenó su primer
día y los pequeñuelos de Skian, a la salida de la iglesia, pisando la nieve
helada, se sentían defraudados. Madia no había cumplido su palabra. Ya se
disponían a retirarse a sus casas, ateridos por la inclemencia del tiempo,
cuando de pronto, en la explanada blanca cercada por las colinas, empezaron a
caer burbujas de colores que saltaban despidiendo luces irisadas. Eran como
globos que se hinchasen cada vez más antes de deshacerse. Y todos comprendieron
que aquella fiesta para los ojos era el regalo prometido por la vieja Madia.
Han pasado muchos años y
los niños de Sikian, el primer día de cada año, contemplan la sorprendente
maravilla y recuerdan con cálido agradecimiento a la vieja Madia.
999. Anonimo
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