Tuvo que ser la iglesia
de San Francisco el escenario de esta historia, macabra en su fondo y romántica
en su exposición, que sólo con imaginación es posible situar en una cronología
más o menos precisa.
San Francisco albergaba
bajo sus bóvedas un legado de tragedia de la que dan aún hoy testimonio
imborrable unias cruces rojas en los entasis de sus columnas. No son símbolos
de liturgia ni emblemas religiosos o nobiliarios, sino el documento indeleble
de una nueva consagración del templo, después de haber sido profanado. Allí, en
su interior, el día de Difuntos del año, 1490, se cruzaron sacrílega-mente los
aceros de Armadans y Espanyols, dos familias de antiguo enemistadas a las que
una insignificancia llevó a reavivar sus odios en plena sangre vertida y los
gemidos de los moribundos, convirtie-ron los Oficios de Difuntos en una masacre
que sólo frenó, en un desesperado intento, la idea de un fraile franciscano de
exponer públicamente el Santo Sacramento ante los enfurecidos rivales. La
iglesia quedó en entredicho y cerrada al culto hasta su posterior rehabilitación.
¿Sería tal vez entonces y
quien sabe si como consecuencia de estas nefastas rivalidades, cuando podríamos
situar el origen de esta leyenda?
La honra y el buen nombre
de Leonor Desmur, habían quedado en entredicho a causa de la difamación
esparcida por un joven de notable alcurnia que, no pudiendo sostener con
pruebas fehacientes la veracidad de su infamia o acobardado por la implacable
venganza anunciada por los varones allegados a la muchacha, optó por acudir a
las interminables guerras que se sucedían en el continente, poniendo a prueba
su arrojo y valentía en defensa de la corona y obteniendo por ello especiales
favores y distinciones.
Los años de gloria del
joven fueron de pena y de tristeza para la doncella que, marcada por la
maledicencia, se recluyó voluntaria-mente entre las cuatro paredes del caserón
familiar, languideciendo día a día, hasta que la muerte puso piadosamente fin
a su atormen-tada existencia.
Un atardecer, las
campanas de la iglesia de San Francisco esparcían sobre la ciudad su fúnebre
tañido de difuntos, mientras la galera en la que regresaba el joven, huido
años atrás, amarraba cerca de la Lonja. Impresionado al conocer la muerte de
Leonor, trasladóse a la iglesia donde, sobre un túmulo rodeado de flores
blancas y alumbrado por la espectral claridad de los cirios, reposaba el
cadáver de la muchacha que Al difamara, extrañamente hermosa en su palidez,
aunque un ligero rictus de amargura se dibujaba en sus finos labios.
Embargado por el dolor,
comprendiendo entonces el mal que su inconsciente conducta había causado, el
antiguo difamador rompe en amargos sollozos y cae de rodillas, aferrado al
severo ataúd, pidiendo a gritos perdón, un tardío y ya imposible perdón, para
su culpa. Desde la penumbra de una capilla, un franciscano le llama y obliga a
confesar su antiguo pecado, imponiéndole como penitencia expiatoria el velar,
absolutamente sólo, durante toda la noche, el cadáver de la muchaca.
Las puertas del templo
han sido cerradas ya y los frailes, terminados sus rezos, se han abandonado al
descanso en un apartado lugar del convento. Mientras, en el interior del
templo, el que ayer se distinguiera por su valor en el campo de batalla,
tiembla atemorizado bajo la luz de los cirios, ante la fúnebre visión de la
mujer que difamara y de cuya muerte se siente ahora, cada vez más responsable.
El dulce olor de la cera,
la espectral danza de sombras reptando por las paredes, la soledad y el
silencio, rompen al fin la voluntad del hombre que ladea la cabeza, vencido por
el cansancio y el sueño. Pero es sólo un momento; un imperceptible roce de
sedas, un suave soplo helado le vuelven a la realidad y ante él, erguida,
hierática, fría, pálida, Leonor le tiende sus manos mientras una horrible
mueca distorsiona su rostro. Horrorizado, el hombre salta del banco y huye
buscando la salida del templo. Grita, pide favor, pero los muros devuelven,
multiplicadas por cien, sus desesperadas voces. Una y otra vez sus puños se
estrellan contra el portón de la iglesia que cuatro cerrojos mantienen fatalmente
cerrado, La carrera jadeante del caballero, perseguido de cerca por el
ingrávido espectro, termina junto al túmulo funerario donde cae, fulminado por
el horror, a los pies de la doncella.
Con las primeras luces
del alba, el hermano lego acude a abrir el templo para la misa primera y es
cuando descubre el ensangrentado cadáver del joven. Junto a él, retorcida y
desgarrada, aparece su lengua sobre las losas de piedra. En el ataúd, con el
semblante distendido por una serena e imperceptible sonrisa, reposa el cuerpo
de la doncella. Unas leves y todavía frescas manchas de sangre, contrastan en
la blancura de su mortaja...
Fuentes:
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
P. Morey Servera: Guía de Baleares.
P. Piferrer y J. Mª Quadrado:
Islas Baleares.
M. Costa i Llobera: Tradicions i fantasíes
092. anonimo (balear-mallorca-palma)
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