Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Vengarse despues de morir

Tuvo que ser la iglesia de San Francisco el escenario de esta historia, macabra en su fondo y romántica en su exposición, que sólo con imaginación es posible situar en una cronología más o menos precisa.
San Francisco albergaba bajo sus bóvedas un legado de tra­gedia de la que dan aún hoy testimonio imborrable unias cruces rojas en los entasis de sus columnas. No son símbolos de li­turgia ni emblemas religiosos o nobiliarios, sino el documento indeleble de una nueva consagración del templo, después de haber sido profanado. Allí, en su interior, el día de Difuntos del año, 1490, se cruzaron sacrílega-mente los aceros de Armadans y Espanyols, dos familias de antiguo enemistadas a las que una insignificancia llevó a reavivar sus odios en plena sangre verti­da y los gemidos de los moribundos, convirtie-ron los Oficios de Difuntos en una masacre que sólo frenó, en un desesperado in­tento, la idea de un fraile franciscano de exponer públicamente el Santo Sacramento ante los enfurecidos rivales. La iglesia que­dó en entredicho y cerrada al culto hasta su posterior rehabili­tación.
¿Sería tal vez entonces y quien sabe si como consecuencia de estas nefastas rivalidades, cuando podríamos situar el origen de esta leyenda?
La honra y el buen nombre de Leonor Desmur, habían que­dado en entredicho a causa de la difamación esparcida por un joven de notable alcurnia que, no pudiendo sostener con pruebas fehacientes la veracidad de su infamia o acobardado por la im­placable venganza anunciada por los varones allegados a la mu­chacha, optó por acudir a las interminables guerras que se su­cedían en el continente, poniendo a prueba su arrojo y valentía en defensa de la corona y obteniendo por ello especiales favores y distinciones.
Los años de gloria del joven fueron de pena y de tristeza para la doncella que, marcada por la maledicencia, se recluyó voluntaria-mente entre las cuatro paredes del caserón familiar, lan­guideciendo día a día, hasta que la muerte puso piadosamente fin a su atormen-tada existencia.
Un atardecer, las campanas de la iglesia de San Francisco esparcían sobre la ciudad su fúnebre tañido de difuntos, mien­tras la galera en la que regresaba el joven, huido años atrás, amarraba cerca de la Lonja. Impresionado al conocer la muerte de Leonor, trasladóse a la iglesia donde, sobre un túmulo rodeado de flores blancas y alumbrado por la espectral claridad de los cirios, reposaba el cadáver de la muchacha que Al difamara, ex­trañamente hermosa en su palidez, aunque un ligero rictus de amargura se dibujaba en sus finos labios.
Embargado por el dolor, comprendiendo entonces el mal que su inconsciente conducta había causado, el antiguo difamador rom­pe en amargos sollozos y cae de rodillas, aferrado al severo ataúd, pidiendo a gritos perdón, un tardío y ya imposible perdón, para su culpa. Desde la penumbra de una capilla, un franciscano le lla­ma y obliga a confesar su antiguo pecado, imponiéndole como penitencia expiatoria el velar, absolutamente sólo, durante toda la noche, el cadáver de la muchaca.
Las puertas del templo han sido cerradas ya y los frailes, terminados sus rezos, se han abandonado al descanso en un apar­tado lugar del convento. Mientras, en el interior del templo, el que ayer se distinguiera por su valor en el campo de batalla, tiembla atemorizado bajo la luz de los cirios, ante la fúnebre vi­sión de la mujer que difamara y de cuya muerte se siente ahora, cada vez más responsable.
El dulce olor de la cera, la espectral danza de sombras rep­tando por las paredes, la soledad y el silencio, rompen al fin la voluntad del hombre que ladea la cabeza, vencido por el cansan­cio y el sueño. Pero es sólo un momento; un imperceptible roce de sedas, un suave soplo helado le vuelven a la realidad y ante él, erguida, hierática, fría, pálida, Leonor le tiende sus manos mien­tras una horrible mueca distorsiona su rostro. Horrorizado, el hom­bre salta del banco y huye buscando la salida del templo. Grita, pide favor, pero los muros devuelven, multiplicadas por cien, sus desesperadas voces. Una y otra vez sus puños se estrellan contra el portón de la iglesia que cuatro cerrojos mantienen fa­talmente cerrado, La carrera jadeante del caballero, perseguido de cerca por el ingrávido espectro, termina junto al túmulo fu­nerario donde cae, fulminado por el horror, a los pies de la don­cella.
Con las primeras luces del alba, el hermano lego acude a abrir el templo para la misa primera y es cuando descubre el en­sangrentado cadáver del joven. Junto a él, retorcida y desgarra­da, aparece su lengua sobre las losas de piedra. En el ataúd, con el semblante distendido por una serena e imperceptible sonrisa, reposa el cuerpo de la doncella. Unas leves y todavía frescas manchas de sangre, contrastan en la blancura de su mortaja...

Fuentes:
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
P. Morey Servera: Guía de Baleares.
P. Piferrer y J. Mª Quadrado: Islas Baleares.
M. Costa i Llobera: Tradicions i fantasíes

092. anonimo (balear-mallorca-palma)

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