Había una vez un joven
muy animoso que, en cierta ocasión, le dijo a su madre:
-Mamá, remiéndame, por
favor, los pantalones, y dame una buena barra de pan. Quiero ir a la tierra por
donde corre el Missisipi y casarme con la hija del rey.
La madre le remendó los
pantalones, le dio una buena barra de pan y el joven se puso en marcha.
Después de varias horas
de caminata, vio una torre muy alta y, al pie de la misma, a un arquero con su
ballesta que iba de un lado al otro como si estuviese persiguiendo a alguien.
El joven lo saludó amablemente y le preguntó:
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Encima de la torre hay una mosca, y quiero ver si soy capaz de darle en un
ojo.
Tensó la ballesta,
disparó y, cuando el dardo volvió a tierra, en la punta había una mosca
atravesada justo a la altura del ojo.
-¿Quieres venir conmigo?
-le preguntó el joven al arquero.
-¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
Le dio un trozo de la
barra de pan y se pusieron en marcha los dos.
Después de varias horas
de caminata, llegaron a un gran campo de lino. En el borde del campo había un
hombre tendido, con el oído pegado al suelo.
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Escuchar cómo crece el lino.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
El joven le dio también a
él un trozo de la barra de pan y siguieron su camino los tres.
Después de varias horas
de caminata, llegaron hasta un molino y vieron a un hombre que estaba
trabándose los pies.
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Mira aquella liebre: quiero atraparla. Pero tengo que trabarme los pies; si
no, corro demasiado rápido y acabo adelantándome.
-¿Quieres venir conmigo?
_¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
El joven le dio también a
él un trozo de la barra de pan y siguieron su camino juntos los cuatro.
Después de varias horas
de caminata, se encontraron con un hombre que llevaba bajo el brazo diez abetos
gigantescos, como si fueran haces de ramas secas.
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Mi madre se ha quedado sin leña y he ido al bosque a buscarla.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
El joven le dio también a
él un trozo de la barra de pan y siguieron su camino juntos los cinco.
Después de varias horas
de caminata, llegaron hasta un riachuelo y vieron a un hombre sentado a la
orilla del agua.
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Espero que haya un poco más de agua en el riachuelo. Tengo sed y, cuando
comienzo a beber, me bebo todo el riachuelo de un sorbo.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
El joven le dio también a
él un trozo de la barra de pan y siguieron su camino juntos los seis.
Después de varias horas
de caminata, se encontraron con un hombre que estaba mordiendo una colina.
-¿Me puedes decir qué
estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo?
Tengo hambre y me como todo lo que encuentro. ¿Veis más allá aquella colina
toda roída? Había comenza-do a comérmela, pero no me gustaba demasiado.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre
el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy
contigo.
-Bien. Coge este trozo de
pan y vámonos.
El joven le dio también a
él un trozo de la barra de pan y siguieron su camino juntos los siete.
Después de varias horas
de caminata, vieron un magnífico castillo de oro. Alrededor del castillo había
un foso muy profundo y, sobre él, un puente de plata que conducía a una puerta
de oro. Era el castillo del rey de aquel país, por donde corre el Missisipi.
Se acercaron al portal,
el joven golpeó y dijo que quería hablar con el rey para pedirle la mano de su
hija.
Los criados lo
acompañaron a ver al rey, que lo miró fijamente y le dijo:
-Piénsalo bien, muchacho.
Muchos grandes señores ya han intentado conquistar a la princesa y no lo han
conseguido. Ninguno de ellos ha logrado superar las pruebas que les he impuesto.
Y ello les ha costado la cabeza.
-Nosotros no le tenemos miedo
a nada -respondió el joven. A mandar. Haremos todo lo que desees.
En ese momento, entró en
la sala la hija del rey. Detrás de ella, caminaba un hombre cuya barriga
abultaba como un baúl.
-Vamos, compite con mi
criado a ver quién come más. Si no comes más que él, perderás la cabeza.
El criado que tenía la
barriga como un baúl se sentó sin más frente a la mesa preparada y comenzó a
devorar un plato de comida tras otro.
-¿Eso es todo? -dijo el
joven, y ordenó al compañero que roía las colinas: Ve al establo y elige el buey
más corpulento.
El comedor de colinas
hizo lo que le ordenaban y, ante los ojos del rey y, de la princesa, se comió
el buey de un bocado, dejando sólo los cuernos y las pezuñas. Pero esto no fue
suficiente para la princesa, que dijo:
-Aún no has vencido,
muchacho. Ahora tendrás que competir con mi segundo criado, a ver quién bebe
más. Y si no bebes más que él, despídete de tu cabeza.
Acercaron una bota de
vino y el segundo criado, aún más gordo y corpulento que el primero, se la
llevó a la boca y la vació de un trago.
-¿Eso es todo? -repuso el
joven, y ordenó al compañero que bebía riachuelos: Anda, sal y bébete toda el
agua del foso que rodea el castillo.
Y así fue. En presencia
del rey y de la princesa, bebió toda el agua del foso, dejando en el fondo sólo
el barro y los peces, que boqueaban.
Pero la princesa aún no
estaba satisfecha y dijo:
-Aún no has vencido,
muchacho. Ahora tienes que competir con mi camarera y, si no la superas,
despídete de tu cabeza.
La princesa se acercó a
la ventana y señaló, muy lejos, la cima de una montaña, en la cual había una
choza.
-Corred a ver al hombre
que vive en esa choza y preguntadle qué desea. Veremos quién regresa primero a
decírmelo.
-¿Eso es todo? -exclamó
el joven y, dirigiéndose al compañero de los pies trabados, le ordenó: ¿Has
oído lo que quiere la princesa? Ve y haz lo que ha dicho.
El compañero salió veloz como
una bala y, antes de que la camarera hubiese hecho la mitad del traljecto, él ya
había llegado a la cima de la montaña e iniciaba el regreso. Al volver se encontró
con la muchacha e incluso se detuvo a conversar un rato con ella.
La camarera le ofreció un
poco de vino de su bota y él no se negó porque tenía la boca seca a causa de la
carrera, Pero, en cuanto bebió, le dieron muchas ganas de dormir. Se apoyó en
su bastón, agachó la cabeza y se durmió de golpe. En aquel vino, evidentemente,
había un sompífero.
Mientras tanto, en el
castillo, el joven esperaba a su compañero, pero no lo veía llegar.
-¿Qué puede haberle
ocurrido? -le preguntó entonces al compañero que escuchaba cómo crecía el
lino.
-Está durmiendo, lo oigo
roncar...
-Es verdad -exclamó el
que traspasaba los ojos de las moscas con un dardo. Se ha apoyado en su bastón
y duerme. Pero ahora mismo lo despertaré yo.
Cogió su ballesta, apuntó
y, de un solo disparo, hizo escurrir el bastón de las manos del durmiente. El
hombre veloz se despertó, se restregó los ojos y se dio prisa en regresar al
castillo. La camarera llegó con medio día de retraso.
El joven se presentó ante
el rey y le dijo:
-He superado las tres
pruebas que me has impuesto. Ahora mantén tu palabra y dame a tu hija como
esposa, porque quiero volver a mi casa.
El rey se enfureció.
Salió del castillo, se dirigió al campamento de sus soldados y les ordenó que
metiesen en el calabozo al joven pretendiente y a sus ayudantes.
Pero nuestro joven no se
quedó de brazos cruzados. Se dirigió al compañero que cargaba los abetos como
si fuesen haces de ramas secas y le ordenó:
-¡Coge el castillo de oro
y todo lo que contiene, cárgalo sobre tus hombros y vayámonos a casa!
Y así fue. Cogió el
castillo de oro con todo lo que había dentro, lo cargó sobre sus hombros y,
antes de que el rey y su ejército cayesen en la cuenta de lo que ocurría, ya
estaban muy lejos de allí.
Después de varias horas
de caminata, el que escuchaba cómo crecía el lino dijo:
-Nos están siguiendo.
Oigo el galope de los caballos. Sin duda quieren quitarnos a la hija del rey.
-Tienes razón -dijo el
que atravesaba a las moscas por los ojos, puedo ver la nube de polvo que dejan
atrás.
-No os preocupéis, eso lo
arreglo yo -dijo el que llevaba los abetos como haces y dejó en tierra el
castillo de oro.
Poco después, llegó el
rey con su ejército y gritó:
-Si no me devolvéis a mi
hija, os aniquilaré a todos.
Pero el que llevaba los
abetos como haces se acercó a una robusta encina, la arrancó con todas sus
raíces y, de un solo golpe, desbarató al rey y a sus soldados. Los que no
acabaron aplastados, se dieron a la fuga.
Así, nuestro joven y sus
amigos pudieron volver alegres y sosegados a casa. Colocaron el castillo de
oro en el prado, cerca de la pequeña casa de la anciana madre, y celebraron las
nupcias. El joven vivió con su mujer, su madre y sus fieles amigos en el castillo,
feliz y contento como si fuese el propio rey en persona.
161. anonimo (belgica-flandes)
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