Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 5 de agosto de 2012

Sa ma d’es moro


La palmesana calle del Moro, angosto y corto pasadizo que une las del Estanco y la de Montenegro, ofrece al curioso vian­dante en una de sus fachadas, la ocupada íntegramente por la parte trasera de un viejo caserón, una visión setecentista del lu­gar, con gruesas rejas de hierro oxidado en ventanas y tragalu­ces. La pared es de piedra arenisca, revocada a trozos, y se adi­vinan, tapiados, algunos portales y ventanas como evidencia de las reformas llevadas a cabo en el edificio que, a comienzos del siglo XVIII, era una pura ruina.
La calle, sin embargo, no fue siempre tranquila, como pudiera denotar su aspecto. Una historia antigua cuenta que, durante más de cien años, cada quince de noviembre, al cerrarse la noche sobre la ciudad, se sobresaltaba con el susurro de apagadas vo­ces, el arrastrar de pesadas cadenas y un rumor de tocas desli­zándose a lo largo de los pasillos de la mansión. Los misteriosos ruídos iban tomando incremento hasta que un desgarrador alari­do brotaba de los espesos muros y, al extinguirse, hacía aún más lóbrego el silencio que envolvía la calle. Era entonces cuando la reseca mano de un hombre, un día cercenada, clavada en el fondo de una hornacina, empezaba a moverse arañando las tinieblas y de su muñón brotaban unas gotas de sangre que se embebía, poco a poco, en la arenisca de la pared. Con el alba cesaba el macabro movimienta y la mano volvía a su inmovilidad.
Don Martín Mascort, presbítero adscrito a alguna parroquia de las cercanías, vivía en una pobre casa de aquella calle de nom­bre ignorado. Su existencia rayaba casi en la miseria hasta que, un día, quiso la fortuna que, al golpear uno de los tabiques, la pared cediera descubriendo la existencia de una cámara oculta. Ante los atónitos ojos del reverendo, apareció entonces un fabu­loso tesoro, tres ollas de tierra repletas de monedas de oro cuyo valor dejaría seguramente atónito al sacerdote.
La humilde casa convirtióse pronto en una hermosa man­sión y don Martín tomó a su servicio a un criado moro, joven y apuesto mozo -que naturalmente se llamaba Ahmed- y a una anciana ama de llaves a la que encomendó el cuidado de su so­brina, la joven María, que hacía tiempo compartía con él su fran­ciscana existencia.
No podía ser de otro modo y, al poco tiempo, estalló un amor apasionado e incontenible en las almas de los dos ióvenes. Ahmed, consciente de los impedimentos que suponían su raza y su reli­gión, hacía continuas promesas a la muchacha de que abrazaría la fe cristiana si accedía a acompañarle a África, donde le espe­raba una herencia que le convertiría en un hombre rico y respe­tado. Una vez cristianizado y con el carácter que le confería su nueva posición, regresarían con María a solicitar el perdón del tío que,¡ ante tantas evidencias, no tendría incoveniente en darles sus bendiciones y unirlos en matrimonio.
Era el 18 de Octubre de 1731, la noche prevista para la fu­ga. Amparados en la oscuridad, Ahmed y María llegaron hasta el embarcadero, a corta distancia de su domicilio. So pretexto de recoger algo de equipaje, el moro volvió sobre sus pasos, entró en la casa y, deslizándose a través de estancias y pasillos llegó hasta la alcoba donde el sacerdote dormía profundamente, sumi­do en un sueño del que no despertaría jamás. Ahmed lo cosió a puñaladas y, dejándolo tendido en un charco de sangre, empezó a buscar alocadamente las llaves de la arquilla, donde sabía se encontraba la fortuna de su amo. Algo debió traicionar su sangre fría, algún riesgo no calculado, alguna eventualidad no prevista; lo cierto es que, mientras andaba revolviendo cajones y alacenas, los horrorizados gritos de la vieja criada terminaron con la ya escasa serenidad del homicida que, cegadas sus facultades por el pánico, buscaba afanosamente una salida sin acertar a encontrar­la. Al trasponer finalmente la ansiada puerta, Ahmed se dio de bruces con los alguaciles de la ronda, que llegaban atraídos por el griterío del vecindario.
Tomando ahora ya el hilo de la historia, «el quince de no­viembre se notificó al moro la sentencia de muerte, debiendo an­tes ser arrastrado y cortársele la mano derecha, circunstancias que se modificaron, aplazando la mutilación para después de muerto. Convirtióse el reo y fue bautizado, siendo padrinos el alcaide de la cárcel y su esposa. Subió al patíbulo con la cara vuelta a él y la espalda al pueblo, y después de ejecutado y cor­tada la mano (que se colocó en el portal de la casa del sacerdote difunto) se quemó el cuerpo delante del abrevadero de Itria. En 1840 se veía aún sa ma d'es moro, tras de una reja de hierro y en el sitio indicado›.
La leyenda, por su parte, no es tan piadosa como la historia. Según ella, Ahmed fue arrastrado vivo por la ciudad con parada obligatoria frente a la casa del cura donde, sin ninguna contem­plación, se le amputó la mano derecha que fue clavada al ins­tante en la fachada. En cuanto a la bella sobrina, recluída en un convento desde el día de autos, era depositada cadáver en el ataúd al mismo tiempo que el verdugo terminaba con la vida de su enamorado.
Y para que nadie se escapara con bien de un final de trage­dia, la criada, que era de Lluc, fue sepultada por un desprendi­miento cuan-do se volvía para su casa a reponerse de los últimos sobresaltos.

Fuentes: A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
Aliquid (seud, de Jaume Cerdá): Sa mà d’es Moro, romance por entregas publicado en L'Ignorancia. Tomo II.

092. anonimo (balear-mallorca-palma)

No hay comentarios:

Publicar un comentario