La palmesana calle del
Moro, angosto y corto pasadizo que une las del Estanco y la de Montenegro,
ofrece al curioso viandante en una de sus fachadas, la ocupada íntegramente
por la parte trasera de un viejo caserón, una visión setecentista del lugar,
con gruesas rejas de hierro oxidado en ventanas y tragaluces. La pared es de
piedra arenisca, revocada a trozos, y se adivinan, tapiados, algunos portales
y ventanas como evidencia de las reformas llevadas a cabo en el edificio que, a
comienzos del siglo XVIII, era una pura ruina.
La calle, sin embargo, no
fue siempre tranquila, como pudiera denotar su aspecto. Una historia antigua
cuenta que, durante más de cien años, cada quince de noviembre, al cerrarse la
noche sobre la ciudad, se sobresaltaba con el susurro de apagadas voces, el
arrastrar de pesadas cadenas y un rumor de tocas deslizándose a lo largo de
los pasillos de la mansión. Los misteriosos ruídos iban tomando incremento
hasta que un desgarrador alarido brotaba de los espesos muros y, al
extinguirse, hacía aún más lóbrego el silencio que envolvía la calle. Era
entonces cuando la reseca mano de un hombre, un día cercenada, clavada en el
fondo de una hornacina, empezaba a moverse arañando las tinieblas y de su muñón
brotaban unas gotas de sangre que se embebía, poco a poco, en la arenisca de la
pared. Con el alba cesaba el macabro movimienta y la mano volvía a su
inmovilidad.
Don Martín Mascort,
presbítero adscrito a alguna parroquia de las cercanías, vivía en una pobre
casa de aquella calle de nombre ignorado. Su existencia rayaba casi en la
miseria hasta que, un día, quiso la fortuna que, al golpear uno de los
tabiques, la pared cediera descubriendo la existencia de una cámara oculta.
Ante los atónitos ojos del reverendo, apareció entonces un fabuloso tesoro,
tres ollas de tierra repletas de monedas de oro cuyo valor dejaría seguramente
atónito al sacerdote.
La humilde casa
convirtióse pronto en una hermosa mansión y don Martín tomó a su servicio a un
criado moro, joven y apuesto mozo -que naturalmente se llamaba Ahmed- y a una anciana
ama de llaves a la que encomendó el cuidado de su sobrina, la joven María, que
hacía tiempo compartía con él su franciscana existencia.
No podía ser de otro modo
y, al poco tiempo, estalló un amor apasionado e incontenible en las almas de
los dos ióvenes. Ahmed, consciente de los impedimentos que suponían su raza y
su religión, hacía continuas promesas a la muchacha de que abrazaría la fe
cristiana si accedía a acompañarle a África, donde le esperaba una herencia
que le convertiría en un hombre rico y respetado. Una vez cristianizado y con
el carácter que le confería su nueva posición, regresarían con María a
solicitar el perdón del tío que,¡ ante tantas evidencias, no tendría
incoveniente en darles sus bendiciones y unirlos en matrimonio.
Era el 18 de Octubre de
1731, la noche prevista para la fuga. Amparados en la oscuridad, Ahmed y María
llegaron hasta el embarcadero, a corta distancia de su domicilio. So pretexto
de recoger algo de equipaje, el moro volvió sobre sus pasos, entró en la casa
y, deslizándose a través de estancias y pasillos llegó hasta la alcoba donde el
sacerdote dormía profundamente, sumido en un sueño del que no despertaría
jamás. Ahmed lo cosió a puñaladas y, dejándolo tendido en un charco de sangre,
empezó a buscar alocadamente las llaves de la arquilla, donde sabía se
encontraba la fortuna de su amo. Algo debió traicionar su sangre fría, algún
riesgo no calculado, alguna eventualidad no prevista; lo cierto es que,
mientras andaba revolviendo cajones y alacenas, los horrorizados gritos de la
vieja criada terminaron con la ya escasa serenidad del homicida que, cegadas
sus facultades por el pánico, buscaba afanosamente una salida sin acertar a
encontrarla. Al trasponer finalmente la ansiada puerta, Ahmed se dio de bruces
con los alguaciles de la ronda, que llegaban atraídos por el griterío del
vecindario.
Tomando ahora ya el hilo
de la historia, «el quince de noviembre se notificó al moro la sentencia de
muerte, debiendo antes ser arrastrado y cortársele la mano derecha,
circunstancias que se modificaron, aplazando la mutilación para después de
muerto. Convirtióse el reo y fue bautizado, siendo padrinos el alcaide de la
cárcel y su esposa. Subió al patíbulo con la cara vuelta a él y la espalda al
pueblo, y después de ejecutado y cortada la mano (que se colocó en el portal
de la casa del sacerdote difunto) se quemó el cuerpo delante del abrevadero de
Itria. En 1840 se veía aún sa ma d'es
moro, tras de una reja de hierro y en el sitio indicado›.
La leyenda, por su parte,
no es tan piadosa como la historia. Según ella, Ahmed fue arrastrado vivo por
la ciudad con parada obligatoria frente a la casa del cura donde, sin ninguna
contemplación, se le amputó la mano derecha que fue clavada al instante en la
fachada. En cuanto a la bella sobrina, recluída en un convento desde el día de
autos, era depositada cadáver en el ataúd al mismo tiempo que el verdugo
terminaba con la vida de su enamorado.
Y para que nadie se
escapara con bien de un final de tragedia, la criada, que era de Lluc, fue
sepultada por un desprendimiento cuan-do se volvía para su casa a reponerse de
los últimos sobresaltos.
Fuentes: A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
Aliquid (seud, de Jaume
Cerdá): Sa mà d’es Moro, romance por
entregas publicado en L'Ignorancia.
Tomo II.
092. anonimo (balear-mallorca-palma)
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