Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Sa cre d’en ribas


A la pequeña capilla encalada, sobre el cerro denominado Puig d'En Ribas, acudían los romeros, desde la villa de Santa Eulalia. La fiesta era particularmente vistosa el 3 de mayo -día -en que se conmemoraba la Invención de la Santa Cruz- y, en esta ocasión, el oratorio se adornaba con pro­fusión de cintas de colores, ramos de lentisco y flores silves­tres. Incluso había quien depositaba su modesto óbolo, en forma de algunas monedas, a los pies de una vieja cruz de madera, para que no faltara una vela que encender, en agra­decimiento por algún favor recibido.
La vieja cruz tenía su historia, los romeros la sabían y, si algún visitante se mostraba interesado en conocerla, se la contaban -más o menos- así:
Ribas era un leñador que se ganaba la vida talando árbo­les por aquellos contornos. Su destreza con el hacha era fa­mosa en la comarca y no había árbol que se resistiera a la contundencia de sus golpes. Por eso a Ribas le estaba enco­rajinando aquella dichosa encina, en la que no había forma de hacer mella. Su grueso tronco parecía estar recubierto de una capa de acero y el hacha rebotaba, levantando sólo unas minúsculas astillas, en lugar de clavarse en la compacta leña.
Ante los dificultades, Ribas tenía un defecto: maldecía y juraba sin freno. Su repertorio escatológico no tenía límites y, a las palabras más o menos gruesas, seguían las más so­noras blasfemias que el leñador improvisaba, mientras redo­blaba la furia de sus golpes.
En aquella ocasión, el hombre estaba agotando su inven­tiva. Había invocado lo invocable y lo ininvocable, había escupido cien veces en la palma de sus manos y probado a atacar la ancha base del árbol en todos sentidos. Inútil. La encina se resistía, como si recibiera los inofensivos golpes de un niño.
Cansado, resoplando como un búfalo, Ribas soltó el ha­cha pensando que no le iría mal tomarse un descanso y en­gullir el pan y el queso de su zurrón. Se sentó bajo el árbol rebelde y, no bien hubo empezado a dar cuenta de su ración, le sobresaltó la presencia de un extraño personaje.
-¿No vas a invitarme? -El recién llegado hablaba con voz campa-nuda, no exenta de cierta familiaridad.
Al leñador, el estrafalario aspecto del advenedizo no le inspiraba confianza. Demasiado alto, de rostro apergaminado y renegrido, su indumentaria más bien parecía un estrambó­tico disfraz que la adecuada para andar por el campo. El hombre le miraba con un brillo intenso en sus entornados ojos y, como no recibiera respuesta a su pregunta, sentóse frente a Ribas y, echando mano de su talega, empezó a ingerir su propia comida.
Aquí la sorpresa del ibicenco se trocó en espanto. La die­ta de aquel personaje era como para revolver las tripas a cualquiera: sapos, escarabajos, arañas, culebras y lagartijas, acompañadas de vísceras sanguinolentas y pezuñas de ca­bra. Ribas no necesitó esforzarse demasiado para compren­der que estaba ante el Diablo en persona. Lo malo era que no podía huir; una fuerza misteriosa lo retenía clavado al suelo y así vio cómo su acompañante, acabado su condumio, aga­rraba el hacha y, de un solo tajo, echaba al suelo la conflic­tiva encina.
Ahora Ribas lo comprendía todo: aquel dichoso árbol le había hecho invocar a Satanás más de una vez y allí le tenía, como poseído de una furia tremenda, haciéndole en segun­dos un trabajo en el que él hubiera invertido, todavía, varias jornadas.
Pero el diablo reclamaría su precio, eso seguro, y él no estaba dispuesto a pagarlo. Una sensación de ahogo le iba invadiendo por momentos; todo, a su alrededor, parecía her­vir: la tierra, la roca en la que se sentaba, los árboles, arran­cados de cuajo por los diabólicos hachazos... El monte todo parecía un volcán en erupción.
Ribas hizo un sobrehumano esfuerzo. Se arrancó la pe­queña cruz de plata que llevaba colgada al cuello y, exhi­biéndola sobre la palma de su mano, la mostró a Satanás. Luego, cayó desvanecido.
Cuando volvió en sí, en el bosque reinaba la paz más absoluta. De no ser por todos aquellos árboles talados, el leñador hubiera jurado que acababa de despertarse de un mal sueño. Al recoger su crucecita de plata, observó cómo su marca había quedado grabada en la superficie de una roca. Aquello acabó de convencerle.
La marca de la pequeña cruz se conserva, indeleble, en una roca del Puig d'En Ribas y los romeros la han besado muchas veces con cariño al ascender hacia la capilla en la que -cuentan- el leñador, arrepentido, hizo colocar una cruz, hecha con la leña de aquel árbol que a punto estuvo de costarle la condenación eterna.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-eivissa)

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