A la pequeña capilla
encalada, sobre el cerro denominado Puig
d'En Ribas, acudían los romeros, desde la villa de Santa Eulalia. La fiesta
era particularmente vistosa el 3 de mayo -día -en que se conmemoraba la Invención de la Santa Cruz- y, en esta
ocasión, el oratorio se adornaba con profusión de cintas de colores, ramos de
lentisco y flores silvestres. Incluso había quien depositaba su modesto óbolo,
en forma de algunas monedas, a los pies de una vieja cruz de madera, para que
no faltara una vela que encender, en agradecimiento por algún favor recibido.
La vieja cruz tenía su
historia, los romeros la sabían y, si algún visitante se mostraba interesado en
conocerla, se la contaban -más o menos- así:
Ribas era un leñador que
se ganaba la vida talando árboles por aquellos contornos. Su destreza con el
hacha era famosa en la comarca y no había árbol que se resistiera a la
contundencia de sus golpes. Por eso a Ribas le estaba encorajinando aquella
dichosa encina, en la que no había forma de hacer mella. Su grueso tronco
parecía estar recubierto de una capa de acero y el hacha rebotaba, levantando
sólo unas minúsculas astillas, en lugar de clavarse en la compacta leña.
Ante los dificultades,
Ribas tenía un defecto: maldecía y juraba sin freno. Su repertorio escatológico
no tenía límites y, a las palabras más o menos gruesas, seguían las más sonoras
blasfemias que el leñador improvisaba, mientras redoblaba la furia de sus
golpes.
En aquella ocasión, el hombre
estaba agotando su inventiva. Había invocado lo invocable y lo ininvocable,
había escupido cien veces en la palma de sus manos y probado a atacar la ancha
base del árbol en todos sentidos. Inútil. La encina se resistía, como si
recibiera los inofensivos golpes de un niño.
Cansado, resoplando como
un búfalo, Ribas soltó el hacha pensando que no le iría mal tomarse un
descanso y engullir el pan y el queso de su zurrón. Se sentó bajo el árbol
rebelde y, no bien hubo empezado a dar cuenta de su ración, le sobresaltó la
presencia de un extraño personaje.
-¿No vas a invitarme? -El
recién llegado hablaba con voz campa-nuda, no exenta de cierta familiaridad.
Al leñador, el
estrafalario aspecto del advenedizo no le inspiraba confianza. Demasiado alto,
de rostro apergaminado y renegrido, su indumentaria más bien parecía un
estrambótico disfraz que la adecuada para andar por el campo. El hombre le
miraba con un brillo intenso en sus entornados ojos y, como no recibiera
respuesta a su pregunta, sentóse frente a Ribas y, echando mano de su talega,
empezó a ingerir su propia comida.
Aquí la sorpresa del
ibicenco se trocó en espanto. La dieta de aquel personaje era como para
revolver las tripas a cualquiera: sapos, escarabajos, arañas, culebras y
lagartijas, acompañadas de vísceras sanguinolentas y pezuñas de cabra. Ribas
no necesitó esforzarse demasiado para comprender que estaba ante el Diablo en
persona. Lo malo era que no podía huir; una fuerza misteriosa lo retenía
clavado al suelo y así vio cómo su acompañante, acabado su condumio, agarraba
el hacha y, de un solo tajo, echaba al suelo la conflictiva encina.
Ahora Ribas lo comprendía
todo: aquel dichoso árbol le había hecho invocar a Satanás más de una vez y
allí le tenía, como poseído de una furia tremenda, haciéndole en segundos un
trabajo en el que él hubiera invertido, todavía, varias jornadas.
Pero el diablo reclamaría
su precio, eso seguro, y él no estaba dispuesto a pagarlo. Una sensación de
ahogo le iba invadiendo por momentos; todo, a su alrededor, parecía hervir: la
tierra, la roca en la que se sentaba, los árboles, arrancados de cuajo por los
diabólicos hachazos... El monte todo parecía un volcán en erupción.
Ribas hizo un sobrehumano
esfuerzo. Se arrancó la pequeña cruz de plata que llevaba colgada al cuello y,
exhibiéndola sobre la palma de su mano, la mostró a Satanás. Luego, cayó
desvanecido.
Cuando volvió en sí, en
el bosque reinaba la paz más absoluta. De no ser por todos aquellos árboles
talados, el leñador hubiera jurado que acababa de despertarse de un mal sueño.
Al recoger su crucecita de plata, observó cómo su marca había quedado grabada
en la superficie de una roca. Aquello acabó de convencerle.
La marca de la pequeña
cruz se conserva, indeleble, en una roca del Puig d'En Ribas y los romeros la han besado muchas veces con cariño
al ascender hacia la capilla en la que -cuentan- el leñador, arrepentido, hizo
colocar una cruz, hecha con la leña de aquel árbol que a punto estuvo de
costarle la condenación eterna.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-eivissa)
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