Había una vez un joven
pobre. Huérfano de padre y madre, no tenía ni hermanos ni hermanas, vivía en
una casucha derruida en las afueras de la ciudad, iba cubierto de andrajos y
pasaba hambre. Era tan pobre que no había podido siquiera aprender un oficio,
por lo que no tenía trabajo. Un día, sin embargo, se le ocurrió que debía
cosechar alguna experiencia para ganarse la vida. Así que, pensando que podría
ser pescador, compró un anzuelo y se fue al río. La fortuna le fue favorable.
En cuanto lanzó el anzuelo al agua, un pez muy grande picó. El joven, muy
contento, lo llevó a su casa y comenzó a cortarlo en pedazos. ¿Y qué encontró
en su vientre? Una flauta muy hermosa y dos vasos de oro.
El joven, estupefacto,
llenó el primer vaso con agua y bebió. De repente, se dejó oír una vocecita que
decía:
-A tu salud, jovencito.
Y una mano invisible le
secó los labios con un pañuelo.
Después llenó también el
segundo vaso pero, al llevárselo a la boca, dejó caer un poco de agua en el
suelo. ¡Qué maravilla! En cuanto tocaban tierra, las gotas se transformaban en
monedas de oro.
El joven, aún más
sorprendido, derramó toda el agua y vio resplandecer a sus pies un montón de
oro.
Luego, presa de la curiosidad,
se llevó la flauta a los labios. En cuanto la tocó, comenzó a sonar una melodía
extraordinaria, sin que tuviese necesidad de mover los dedos.
El joven, llevado por el
entusiasmo, salió a la calle tocando y, un momento después, lo seguía una
verdadera muchedumbre de niños y personas mayores.
También la hija del
sultán oyó el sonido de la flauta. Ella estaba en la terraza tomando el fresco
y la hermosa melodía llegó al fondo de su corazón.
La muchacha no pudo pegar
ojo aquella noche. A la mañana siguiente, se levantó y le dijo a su camarera:
-Haz lo posible y lo
imposible por traerme a aquel joven que toca la flauta. De otro modo, me
moriré.
La camarera recorrió
durante todo el día las calles y las travesías de la ciudad, pero fue en vano.
Sólo al anochecer oyó un sonido que provenía de una casucha en ruinas. Se
acercó y allí estaba el joven y la flauta mágica que estaba buscando. Espió a
través de una rendija y vio al joven tocando el instrumento, sentado sobre la
alfombra. Sus dedos no se movían, pero la flauta emitía por sí sola una música
que llegaba al corazón.
La camarera se dio prisa
en volver junto a su ama y le dijo muy contenta:
-Lo he encontrado, lo he
encontrado.
-Vagamos enseguida a
verlo -dijo la princesa.
Se pusieron un velo para
no ser reconocidas y se dirigieron a la humilde casa del huérfano.
Cuando la hija del sultán
se presentó, el joven se quedó pasmado:
-¿Qué buscas en mi casa,
bella princesa?
-Te busco a ti y busco
también la música que sale de esa flauta -respondió la princesa. Te oí tocar
anoche y me ha llegado al corazón. Quiero ser tu esposa.
La princesa era bella
como el claro de luna. El pobre huérfano no podía pretender una joven más
hermosa que ella. Se arrojó a los pies de la hija del sultán, pero ésta hizo
que se incorporase y lo llevó en secreto a sus aposentos en el palacio de su
padre.
El joven y la princesa
vivieron todo un año muy felices. Él tocaba la flauta y, si deseaban algo, no
tenían más que llenar de agua el vaso de oro. En el acto tenían todo el oro que
necesitaban. Un año después, la princesa dio a luz un hijo. Un criado envidioso
fue a contárselo todo al sultán, que dijo, dominado por la furia:
-¿Cómo? ¿Que mi hija
tiene un marido y un hijo y yo no me he enterado de nada?
Sin vacilar, fue a los
aposentos de la princesa. Al oír sus pasos, la muchacha alertó a su joven
marido:
-Huye, si no, mi padre
hará que te corten la cabeza.
El joven tuvo tiempo, a
duras penas, de saltar por la ventana. El sultán entró en la habitación con su
guardia personal. Su castigo fue terrible. Hizo encerrar a su hija y al niño en
un arcón, con las rendijas bien selladas, y ordenó que los arrojasen al mar.
Las olas arrastraron el
arcón y, unos días después, lo empujaron hacia la playa de la sultanía vecina.
Un pescador lo abrió y se quedó muy impresionado al ver en su interior una
mujer muy hermosa y un niño.
-¿Quién eres tú,
muchacha? ¿Un hada del cielo o un diablo del infierno?
-No temas -respondió la
princesa. Soy un ser humano como tú. Llévame a tu casa y la suerte te acompañará.
-Con mucho gusto -dijo el
pescador. Pero no sé qué te daré de comer. Tengo siete hijos y lo poco que
poseo apenas alcanza para nosotros.
La princesa se quitó del
dedo un precioso anillo y dijo:
-Véndelo y habrá de comer
para todos.
El pobre pescador llevó a
la princesa a su casa y, desde aquel día, no le faltó nada a su familia, porque
su huésped era generosa como un sultán. Cuando el hijo de la princesa creció
un poco, ella se lo confió a la mujer del pescador y se encaminó hacia la
ciudad. Allí, disfrazada de hombre, salió en busca de trabajo. Como sabía
escribir muy bien, fue contratada como escriba en el palacio del sultán.
No tardó el sultán en
fijar su atención en el nuevo escriba, tan hábil y de aspecto tan elegante. Lo
puso a su servicio, hizo de él su consejero y, al poco tiempo, lo nombró visir.
El sultán era muy viejo y
no tenía hijos. A su muerte, el pueblo designó como sucesor al sabio visir,
sin sospechar que, de este modo, en vez de nombrar a un sultán, nombraba a una
sultana. El nuevo soberano reinó con prudencia y sabiduría. El país florecía
como el jardín de un buen jardinero, pero la princesa no era feliz. Echaba de
menos a su amado esposo. Pero ¿cómo encontrarlo? Sin duda, debía de estar en
la miseria porque, al huir tan deprisa, tuvo que dejar la flauta y el vaso de
oro.
Después de pensar mucho
en cómo obtener noticias de él, un día la princesa, es decir, el sultán,
comunicó a todo el reino que pretendía construir un gran palacio y, para ello,
convocó a los des-ocupados que quisiesen participar para poner en marcha el
proljecto. El bando permitió que acudiesen muchos trabajadores de todas partes.
La princesa los recibía en persona y cada noche les pagaba su servicio, pero no
llegó a encontrar, por este medio, a su esposo. Ya estaba casi terminado el
trabajo cuando se presentó un forastero de aspecto miserable, vestido con
andrajos. Ponía toda su voluntad en la tarea, pero no le salían bien las cosas
porque no había aprendido el oficio. Aquella noche la princesa, al pagar a los
obreros, reconoció en él a su marido y le dijo:
-Este trabajo no es para
ti. Ven conmigo, que te daré otro.
Lo guió hasta sus
aposentos e hizo que llevasen allí a su hijo.
-Quiero que lo cuides,
que te ocupes de él.
-Pero no sé por dónde
empezar -respondió tristemente el joven. Nunca he trabajado de niñera.
-Haz la prueba y ya
veremos -ordenó la princesa y le dejó al niño en sus brazos.
El niño estaba llorando
porque lo habían regañado poco antes. Pero en cuanto estuvo en los brazos de
su padre, dejó de llorar, sonrió y comenzó a acariciarlo.
-¿Ves qué bien lo sabes
hacer? -dijo la princesa. No podía ser de otra manera. ¿Quién puede educar a un
hijo mejor que su padre?
Dicho esto, la princesa
se dio a conocer. Al día siguiente, reunió a toda la corte y les reveló que no
era un hombre, sino una mujer. Después de contar todas sus aventuras y
desventuras, los consejeros nombraron sultán en su puesto a su joven marido.
Así, el pobre huérfano llegó a ser sultán, su mujer la sultana y el buen
pescador fue su visir. Y, desde entonces, vivieron juntos muy felices y el
joven huérfano fue el mejor soberano que jamás haya reinado en aquel país.
164. anonimo (argelia-kabilia)
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