Desde muy temprano,
apenas empezaba a asomarse el sol sobre las montañas que rodean los parajes de
Escorca, llegaban a la era los cárros cargados de gavillas. El crujir de los
armatostes cesaba al borde del gran círculo de tierra, sobre el que muy pronto
quedaban esparcidas las espigas, doradas y henchidas de un grano abundante.
Los hombres y mujeres de
la era, bajo la sombra de sus som-breros de palmito, una vez cerciorados de que
s'estesa de las espigas era uniforme
a lo largo y ancho de toda la superficie, se quitaron los manguitos, los maneguins, que protegían sus antebrazos
y buscaron la sombra de un algarrobo. El sol calentaba ya como para tostar
convenientemente la mies, mientras los trabajadores engullían la primera
comida sustanciosa de la jornada. Anchas rebanadas de pan, recubiertas de
sobrasada y gruesas lonchas de queso, se acompa-ñaban con aceitunas, picantes
guindillas y largos tragos de vino, de agua fresca de la jarra o de mesclat, primitivo compuesto a base de
palo y cazalla, considerado como elemento necesario para poder resistir la
jornada de trabajo que se iniciaba bajo el inclemente sol de julio.
Los carretons, rodillos estriados, de piedra caliza, estaban engan-chados
a las bestias sobre la superficie de la era y muy pronto, empezaron a batre de galop, agotadora trilla
consistente en macha-car espigas y dejar la siega triturada, para poder aventarla
luego con las forques, de tres,
cuatro o cinco puntas que, trabajando a favor del viento, acabarían por separar
el grano de la paja des-menuzada. Era el momento cumbre de la jornada. Todos,
hombres y mujeres, estaban en constante actividad. La agitación, el ritmo de
la faena, el sofocante calor y la atmósfera, irrespirable casi, saturada de uñ
irritante polvillo de paja y tierra que se pegaba a los sudados rostros y se
agarraba a las gargantas, elevaban la excitación de los trabajadores hasta un
grado difícilmente reprimible.
Las continuas rondas de mesclat y la tozudez de la bestia en no
mantener un ritmo constante, eran el origen de las primeras maldiciones y de
las sonoras blasfemias que acompañaban el vuelo de la certera pedrada a las
orejas del mulo, terco y cachazudo.
Fue entonces cuando desde
el encinar cercano, llegaron los sones de la campanilla con la que el
monaguillo iba avisando la proximidad del Santo Viático, por el camino que
pasaba bordeando la era. Algún olvidado pastor, un pobre carbonero tal vez, a
punto de salir de su miserable cabaña para trasponer el umbral de la eternidad
iba a recibir el auxilio del cuerpo de Dios que el párroco de la vecina iglesia
le llevaba sin desmayo, por aquellos agrestes parajes.
Nadie en la era paró
mientes en la campanilla; nadie se dio por enterado del aviso del monaguillo; nadie,
en fin, quiso suspender su trabajo ni descubrir su cabeza al paso del
sacerdote. La mula continuaba trotando, animada con gritos y maldiciones, y no
cesaron tampoco las intencionadas coplas, cargadas de malicia, que venían
cruzando mozos y mozas, entre trago y trago de aguardiente, Casi ni se
enteraron del crujido sordo de la era bajo sus pies. Sólo cuando en la tierra
se abrió una enorme grieta que se tragó en un momento hombres, animales y
enseres, un escalofriante grito sucedió a las canciones y a las blasfemias. La
era entera, toda su redonda super-ficie, se hundió entre un gran estruendo
mientras el cristalino repiqueteo de la campanilla se alejaba, poco a poco,
perdiéndose bajo las encinas del bosque.
Aún hoy, no lejos de la
pequeña iglesia de San Pedro de Escorca, una de las más antiguas de Mallorca,
puede verse una gran falla en el terreno. La oquedad, medio llena de piedras,
de lentiscos y de zarzales «se dize que antiguamente era una Hera para trillar
el grano, y por quanto estando en su labor, y no se hizo el acato y reverencia
que merecía Christo Sacramentado que por Viático passava de muy cerca; Hombres,
machos y territorio todo se undió y desapareció. De esto se tiene memoria por
sola tradición pero a más de darnos ésta motivo de credulidad, las conjeturas
que tengo reparadas me dan motivo de plena probanca y credulidad». Así se
dice, en un lívido manuscrito, alguien que se confiesa «trienal sirviente y
devoto de María».
En castigo a su
irreverencia, los que aquel lejano día faenaban en la era, no han hallado
todavía la paz ni el sosiego. Aquella trilla resultó interminable para ellos;
el vertiginoso batre de galop, las
coplas y las sonoras maldiciones, resuenan aún en las noches cerradas de los
encinares de Escorca. O resonaban, quizás, tan sólo cien años atrás, cuando
Costa y Llobera escribió:
«Algú diu que ha sentit
passant en l'alta nit,
pujar aquí seguit
remors estranyes:
Cançons com infernals
trot fondo d'animals
i esquellas, dels penyals
a les entranyes...»
Fuentes:
Miguel Costa y Llobera: Tradicions i fantasíes.
Gabriel Llompart: La tradición europea de L'Era d'Escorca.
Gabriel Amengual (a.
Company ), de Campanet.
092. anonimo (balear-mallorca-lluc)
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