Pese a que monseñor
Macabich afirma que en Eivissa no se siguió proceso contra ninguna bruja, aun
en el tiempo en que éstas se prodigaban por toda Europa, lo cierto es que la
creencia popular siempre las ha admitido, como parte importante de su
tradición.
Según ella, las brujas se
pasearon por la isla repartiendo ojerizas, organizando aquelarres y practicando
la magia negra, al tiempo que se permitían curar algunas enfermedades por
procedimientos esotéricos y complicados.
Las materias primas
empleadas por las brujas ibicencas en sus ceremoniales y ritos eran las comunes
a la brujería universal. Escobas y cabrones para desplazarse de un lado a otro
y carne de cementerio, sangre de niños, sapos, escorpiones, mechones de pelo,
alfileres, extrañas pociones y sofisticados brebajes, constituían lo esencial
de su farmacopea. Los aquelarres, presididos por Satanás o su representante,
eran delirantes: todo el mundo en cueros, danzando unos alrededor de una hoguera
mientras otros dan cuenta de sus fechorías a la presidencia. Siguen las
celebraciones de misas negras, la admisión de neófitos y la repartición de las
pócimas y los específicos entre la concurrencia. Finalizados los ritos y las
danzas, las brujas montan en sus escobas y regresan a su vida normal, entrando
en la casa -¿capricho u obligación?por el ojo de la cerradura o la rendija de
una puerta.
De todo ello quedan, en
la pitiusa mayor, viejas consejas, expresiones populares -caramellos de bruixa o remolins de bruixes- y alguna que otra
canción:
Plou i ja sol,
ses bruixes se pentinen;
plou i fa sol,
ses bruixes porten dol.
conocida, por otra parte, en todo el archipiélago
y, como tantas otras cosas, recibida de la común cultura catalana.
Los hay, en Eivissa, que
dan por seguro, aún hoy, la existencia de alguna suerte de brujas. Sólo de una
forma muy traslaticia, olvidando la auténtica acepción de la palabra y
tomándola en el más doméstico de los sentidos, podemos aplicar el calificativo
a los aficionados a la cartomancia, a la superstición y a algunas artes de
curanderismo, practicadas por algunos que, sin necesidad de encomendarse al
diablo ni de montarse en el mango de una escoba, consiguen resultados de muy
dudosa efectividad.
Brujas, lo que se dice
brujas, si existieron un día, hace tiempo que abandonaron la isla blanca,
ahuyentadas -tal vez- por el progreso y el cosmopolitismo. Pero ni uno ni otro
consiguieron borrar el recuerdo de sus andanzas, como las que protagonizó
aquella jaia de San Rafael, a medio
camino entre Eivissa y Sant Antoni de Portmany.
La mujeruca vivía en el
campo, en una casucha donde se almace-naban todos los utensilios necesarios a
su profesión. Redomas, alam-biques y enormes calderos, destilaban constantemente
las pócimas de mandrágora y belladona, los ungüentos de manteca rancia y los
brebajes de opio y cicuta que, personalmente y seguida siempre por su escuálido
perro, entregaba en el domicilio de sus clientes.
La vieja -sa jaia- no dejaba a nadie -y menos aun
a los hombres- acercarse a su choza, pero todos sabían que allí permanecía su
hija, una hermosísima muchacha, condenada por su madre a la soledad y a
sucederle en las artes de la brujería.
Aprovechando una de las
ausencias de la bruja, un joven, más curioso o menos timorato, se atrevió a
entrar en la cabaña del bosque. Los rumores no eran exagerados: la muchacha
era, cierta-mente, hermosa; tanto, que se enamoró inmediatamente de ella y así
se lo hizo saber en el momento en que entraba, para desgracia de ambos, la
arpía.
La determinación de la
vieja fue tajante: despidió airadamente al joven, que regresó al pueblo
amenazado con las peores maldiciones si volvía a comparecer por allí, y encerró
a la muchacha de modo que nadie pudiera verla ni ella tuviera la menor
oportunidad de escapar de la choza.
Algún tiempo después, el
joven de San Rafael supo que la doncella había muerto. Le contaron que su
agonía fue larga, languideciendo día a día por aquel amor que su madre se
empeñó en ahogar, sin conseguirlo del todo.
El hombre juró vengarse y
se propuso terminar con la bruja haciéndola víctima de las mismas malas artes
que practicaba. De algún modo consiguió un mechón de pelo de la vieja -una
estopa gris y sucia, cuyo contacto le repugnaba-, lo introdujo en la boca de
un sapo cosiéndola, seguidamente, con un alfiler y se colgó el animal del
cuello, a modo de collar, dispuesto a esperar cuanto fuera necesario.
El día en que el sapo
murió, apareció el perro flaco de la bruja, vagando por las callejas del
pueblo. Era la señal esperada. Un puñado de lugareños se dirigieron al bosque
para cerciorarse de la muerte de la bruja y, cerca de su cabaña, hallaron los
rescoldos humeantes de una gran hoguera. Escarbando entre las cenizas, al poco
tiempo aparecieron, carbonizados, los restos de una persona.
Nadie dudó en admitir que eran los despojos de la jaia cuya leyenda, por esta circunstancia, empezó a repetirse desde
entonces como la de la jaia secorrada.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-eivissa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario