Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Supersticiones, brujas y demonios

Al cura rural -cuenta don Isidoro Macabich- le extra­ñó que los familiares de aquel anciano fueran a solicitar el Viático. Él mismo había visto al viejo, por la mañana, y su estado de salud no parecía infundir alarmas. Viejo sí era, desde luego, pero aún aspiraba el humo de aquellos ciga­rros, malolientes y retorcidos, con la fruición de un mozo. Pero el buen sacerdote, tal vez por aquello de «estad vigi­lantes, poque cuando menos penséis, etc., etc.», tomó su maletín con los santos óleos y se dispuso a partir.
-¿Y bien? -preguntó- ¿qué le ha ocurrido al viejo?
-Nada. Pero como es aficionado al «Lunario», ha echa­do cuentas y le toca morirse esta noche, a las once. ¡ Y son las nueve!
El reverendo dudó un momento, pensando en mandar al cuerno a aquellos cándidos payeses, pero optó por ir. Sabía de las aficiones de los isleños por todo lo que oliera a pro­fético, sobrenatural o misterioso. Los «lunarios», los alma­naques religiosos, instructivos, cronológicos, históricos, pro­féticos, astronómicos y populares», con sus infalibles «reglas astronómicas para saber el signo de la hora en que uno nace» o conocer «el límite de la existencia bajo el influjo de los astros», eran, casi, tratados dogmáticos para aquellas buenas gentes. Por otra parte, el vejete era testarudo como una mula y si se había metido en la cabeza lo de morirse a las once, era muy capaz de hacerlo, de una u otra forma.
El «moribundo», metido en la cama, se esforzaba inútil­mente en poner cara de agonizante. Sólo una cosa le obse­sionaba: preguntar la hora, a cada momento, esperando con ansiedad el instante fatídico. El cura puso sus condiciones a la familia: desde aquel momento, el único reloj que man­daría allí iba a ser el suyo. Al poco tiempo, a una nueva pregunta del viejo, ordenó que le pasaran recado:
-¡Son las doce!
-¿Cómo las doce? -tronó. ¡Si yo tenía que morirme a las once!
Y, profundamente decepcionado, optó por saltar de la cama y fumarse uno de sus pestilentes cigarros.
Los que le conocieron cuentan que vivió, todavía, bas­tantes años más.

* * *

Tampoco tiene desperdicio la historia del consorte de aquella bruja, una más en la nómina de las legendarias ar­pías de Formentera.
El hombre no lo sabía a ciencia cierta -estaba demasia­do ocupado en sus trabajos del campo- pero algo le decía que su mujer andaba involucrada en extraños menesteres. Un día resolvió salir de dudas y, viendo que su parienta en­traba en la alcoba, decidió espiarla por la cerradura.
La mujer se puso en cueros, tomó de una alacena un mis­terioso ungüento y empezó a embadurnarse todo el cuerpo. Seguidamente, abrió la ventana, se montó sobre una esco­ba, dijo: ¡dalt fuia! y salió disparada, perdiéndose en la os­curidad.
Ya metido en el lío, el hombre quiso llegar hasta el fon­do del asunto. Entró en la habitación y se encueró, frotán­dose con la misteriosa pomada. Tomó una escoba y, monta­do en ella, se dispuso a pronunciar la mágica conjura. Fue­ran los nervios o que no había oído bien las palabras, lo cierto es que dijo: ¡baix fuia! y se vio arrastrado hacia la negra noche.
Ya era tarde para rectificar cuando comprendió su error. En lugar de volar sobre las hojas -dalt fuia- el hombre lo hacía por debajo de ellas y no había rama que no le hi­riera, zarza que no le arañara ni espino que no se le clava­se. Cuando, al fin, llegó a un calvero del bosque, más que un brujo, parecía un «ecce homo».
A pesar de estar en lo más granado de la fiesta, el aque­larre se disolvió nada más llegar aquel intruso. La bruja -al fin y al cabo se trataba de su marido- le acomodó so­bre el mango de su escoba y emprendió de nuevo el vuelo hacia su casa acompañada, durante todo el trayecto, de las maldiciones y reniegos del hombre que juraba molerla a palos, tan pronto se repusiera de su traumatizante expe­riencia.
El cuento añade que el maltrecho marido no llegó a cum­plir su promesa. Tan feroces debieron ser las amenazás, que la bruja, luego de dejarle en la cama, optó por subir de nuevo a su escoba y tomar el camino de la noche, en busca de horizontes más tranquilizadores, de los que no regresa­ría jamás.

* * *

Formentera no fue una excepción en las andanzas del espíritu del mal. También por aquí anduvo Satanás, en bus­ca de almas que llevar a sus calderas y en las tradiciones de la isla no faltan los relatos con abundante olor a azufre y visiones, más o menos espeluznantes, del señor del Infierno.

* * *

Después de hacerse rogar mucho, aquel gran pecador, en trance de emprender su último viaje, decidió confesarse. El cura entró en la habitación, se colocó la estola y se dis­puso a oír los pecados del moribundo. Este, sin embargo, callaba aún y, ante la insistencia del reverendo, manifestó que quería estar allí, sólo con él. «Pero si estamos solos ya», le dijo el sacerdote. «No es verdad -rezongó el enfermo-, mirad allí.» Y, en efecto, recortada su cornuda silueta al contraluz de la ventana, la imagen del perdedor de almas se esfor-zaba, aún, con su presencia, en retener aquella que se le escapaba. Una bendición del cura y una jaculatoria fueron suficientes para ahuyentarle. Sólo quedó, flotando en el aire, una nube amarillenta y densa, con el olor penetran­te del azufre quemado.
Otro relato, patrimonio de las Pitiusas ya que en ambas se localiza, servirá para cerrar el capítulo de sus leyendas.
También había sido un gran pecador el que acababa de morir, pero, a diferencia del otro, éste sin confesión, impe­nitente y contumaz.
Hacía tiempo que el desfile de amigos y vecinos había cesado y sólo quedaban en la cámara mortuoria de la casa unas pocas mujeres, desgranando rosarios, medio dormidas, ante el féretro alumbrado por dos parpadeantes hachones. Fuera, los hombres fumaban y ahuyentaban el sueño ha­blando de las cosechas, del tiempo, de cualquier cosa. De la muerte y del muerto, se lo habían dicho ya todo.
De pronto, un grito salió del interior de la casa. Las mujeres, como histéricas, aparecieron corriendo, desencaja­das, señalando a los hombres la habitación del muerto. Cuan­do éstos entraron, el espanto les dejó clavados en el um­bral. Dos gallos negros, de encrespado plumaje y formas gi­gantescas, batían siniestramente sus alas, a ambos lados del ataúd.
Los hombres corrieron en busca de sus escopetas, mascu­llando juramentos pero, al regresar, los dos hachones alum­braban sólo las paredes, encaladas y desnudas, y una caja de pino en el suelo que, vacía como estaba, resultaba aho­ra mucho más macabra.
Se juramentaron no decirlo a nadie. A la mañana siguien­te enterraron el ataúd, con un leño dentro, y abandonaron deprisa el cementerio.
Pero el suceso trascendió y ni siquiera el tiempo ha con­seguido borrar su recuerdo.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-formentera)

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