Al cura rural -cuenta don
Isidoro Macabich- le extrañó que los familiares de aquel anciano fueran a
solicitar el Viático. Él mismo había visto al viejo, por la mañana, y su estado
de salud no parecía infundir alarmas. Viejo sí era, desde luego, pero aún
aspiraba el humo de aquellos cigarros, malolientes y retorcidos, con la
fruición de un mozo. Pero el buen sacerdote, tal vez por aquello de «estad vigilantes,
poque cuando menos penséis, etc., etc.», tomó su maletín con los santos óleos y
se dispuso a partir.
-¿Y bien? -preguntó- ¿qué
le ha ocurrido al viejo?
-Nada. Pero como es
aficionado al «Lunario», ha echado cuentas y le toca morirse esta noche, a las
once. ¡ Y son las nueve!
El reverendo dudó un
momento, pensando en mandar al cuerno a aquellos cándidos payeses, pero optó
por ir. Sabía de las aficiones de los isleños por todo lo que oliera a profético,
sobrenatural o misterioso. Los «lunarios», los almanaques religiosos, instructivos,
cronológicos, históricos, proféticos, astronómicos y populares», con sus
infalibles «reglas astronómicas para saber el signo de la hora en que uno nace»
o conocer «el límite de la existencia bajo el influjo de los astros», eran,
casi, tratados dogmáticos para aquellas buenas gentes. Por otra parte, el
vejete era testarudo como una mula y si se había metido en la cabeza lo de
morirse a las once, era muy capaz de hacerlo, de una u otra forma.
El «moribundo», metido en
la cama, se esforzaba inútilmente en poner cara de agonizante. Sólo una cosa
le obsesionaba: preguntar la hora, a cada momento, esperando con ansiedad el
instante fatídico. El cura puso sus condiciones a la familia: desde aquel
momento, el único reloj que mandaría allí iba a ser el suyo. Al poco tiempo, a
una nueva pregunta del viejo, ordenó que le pasaran recado:
-¡Son las doce!
-¿Cómo las doce? -tronó.
¡Si yo tenía que morirme a las once!
Y, profundamente
decepcionado, optó por saltar de la cama y fumarse uno de sus pestilentes cigarros.
Los que le conocieron
cuentan que vivió, todavía, bastantes años más.
* * *
Tampoco tiene desperdicio
la historia del consorte de aquella bruja, una más en la nómina de las
legendarias arpías de Formentera.
El hombre no lo sabía a
ciencia cierta -estaba demasiado ocupado en sus trabajos del campo- pero algo
le decía que su mujer andaba involucrada en extraños menesteres. Un día
resolvió salir de dudas y, viendo que su parienta entraba en la alcoba,
decidió espiarla por la cerradura.
La mujer se puso en
cueros, tomó de una alacena un misterioso ungüento y empezó a embadurnarse
todo el cuerpo. Seguidamente, abrió la ventana, se montó sobre una escoba,
dijo: ¡dalt fuia! y salió disparada,
perdiéndose en la oscuridad.
Ya metido en el lío, el
hombre quiso llegar hasta el fondo del asunto. Entró en la habitación y se
encueró, frotándose con la misteriosa pomada. Tomó una escoba y, montado en
ella, se dispuso a pronunciar la mágica conjura. Fueran los nervios o que no
había oído bien las palabras, lo cierto es que dijo: ¡baix fuia! y se vio arrastrado hacia la negra noche.
Ya era tarde para
rectificar cuando comprendió su error. En lugar de volar sobre las hojas -dalt fuia- el hombre lo hacía por
debajo de ellas y no había rama que no le hiriera, zarza que no le arañara ni
espino que no se le clavase. Cuando, al fin, llegó a un calvero del bosque,
más que un brujo, parecía un «ecce homo».
A pesar de estar en lo
más granado de la fiesta, el aquelarre se disolvió nada más llegar aquel
intruso. La bruja -al fin y al cabo se trataba de su marido- le acomodó sobre
el mango de su escoba y emprendió de nuevo el vuelo hacia su casa acompañada,
durante todo el trayecto, de las maldiciones y reniegos del hombre que juraba
molerla a palos, tan pronto se repusiera de su traumatizante experiencia.
El cuento añade que el
maltrecho marido no llegó a cumplir su promesa. Tan feroces debieron ser las
amenazás, que la bruja, luego de dejarle en la cama, optó por subir de nuevo a
su escoba y tomar el camino de la noche, en busca de horizontes más
tranquilizadores, de los que no regresaría jamás.
* * *
Formentera no fue una
excepción en las andanzas del espíritu del mal. También por aquí anduvo
Satanás, en busca de almas que llevar a sus calderas y en las tradiciones de
la isla no faltan los relatos con abundante olor a azufre y visiones, más o
menos espeluznantes, del señor del Infierno.
* * *
Después de hacerse rogar
mucho, aquel gran pecador, en trance de emprender su último viaje, decidió
confesarse. El cura entró en la habitación, se colocó la estola y se dispuso a
oír los pecados del moribundo. Este, sin embargo, callaba aún y, ante la
insistencia del reverendo, manifestó que quería estar allí, sólo con él. «Pero
si estamos solos ya», le dijo el sacerdote. «No es verdad -rezongó el enfermo-,
mirad allí.» Y, en efecto, recortada su cornuda silueta al contraluz de la
ventana, la imagen del perdedor de almas se esfor-zaba, aún, con su presencia,
en retener aquella que se le escapaba. Una bendición del cura y una jaculatoria
fueron suficientes para ahuyentarle. Sólo quedó, flotando en el aire, una nube
amarillenta y densa, con el olor penetrante del azufre quemado.
Otro relato, patrimonio
de las Pitiusas ya que en ambas se localiza, servirá para cerrar el capítulo de
sus leyendas.
También había sido un
gran pecador el que acababa de morir, pero, a diferencia del otro, éste sin
confesión, impenitente y contumaz.
Hacía tiempo que el
desfile de amigos y vecinos había cesado y sólo quedaban en la cámara mortuoria
de la casa unas pocas mujeres, desgranando rosarios, medio dormidas, ante el
féretro alumbrado por dos parpadeantes hachones. Fuera, los hombres fumaban y
ahuyentaban el sueño hablando de las cosechas, del tiempo, de cualquier cosa.
De la muerte y del muerto, se lo habían dicho ya todo.
De pronto, un grito salió
del interior de la casa. Las mujeres, como histéricas, aparecieron corriendo,
desencajadas, señalando a los hombres la habitación del muerto. Cuando éstos
entraron, el espanto les dejó clavados en el umbral. Dos gallos negros, de
encrespado plumaje y formas gigantescas, batían siniestramente sus alas, a
ambos lados del ataúd.
Los hombres corrieron en
busca de sus escopetas, mascullando juramentos pero, al regresar, los dos
hachones alumbraban sólo las paredes, encaladas y desnudas, y una caja de pino
en el suelo que, vacía como estaba, resultaba ahora mucho más macabra.
Se juramentaron no
decirlo a nadie. A la mañana siguiente enterraron el ataúd, con un leño
dentro, y abandonaron deprisa el cementerio.
Pero el suceso trascendió
y ni siquiera el tiempo ha conseguido borrar su recuerdo.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-formentera)
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