¿Queréis saber por qué me llamo Martín el
Zorro? Os lo contaré. Ante todo, tenéis que saber que me encanta salir de caza.
Justamente salí hace mug poco tiempo y de repente, en medio del campo, vi a dos
liebres corriendo y a mi perro que las perseguía. ¿Qué hacer? De pronto se me
ocurrió una idea. Cogí mi cuchillo, lo clavé en el suelo por el lado del mango
y esperé. Todo ocurrió tal como había imaginado. Cuando llegaron junto al
cuchillo, una liebre escapó hacia un lado y la segunda hacia el otro. El perro,
en cambio, siguió corriendo en línea recta y la hoja del cuchillo lo cortó en
dos mitades exactamente iguales. Cada mitad persiguió a una liebre y, poco
después, las dos liebres estaban en mis manos. Entonces cogí una aguja de
abeto, un hilo de telaraña, cosí las dos mitades del perro y listo, de nuevo en
busca de otra presa.
Poco después, vi bajo un árbol a una liebre
que me hacía muecas. Cogí la escopeta que llevaba al hombro, apunté, y me di
cuenta de que no la había cargado. Peor aún, ni siquiera me quedaba un
cartucho. Busqué en mis bolsillos: ni asomo de balas. Apenas un viejo clavo
oxidado. Sin vacilar un instante, cargué la escopeta con ese clavo, apunté,
disparé, y le di a la liebre con el clavo en una oreja. Ya tenía tres liebres.
Pero la cosa no terminó ahí. Un par de horas más tarde, me senté bajo un árbol,
en la linde del bosque, a comer algo. De pronto vi salir de un campo una
magnífica bandada de perdices. ¿Qué hacer? Balas no tenía, ya no me quedaban
clavos, me llevé la mano a la espalda, en busca de alguna piedra. No encontré
piedras, pero sentí algo de consistencia blanda. Sin mirar qué era, se lo tiré
a las perdices y les di a seis de una vez. Pero junto a las perdices había
también una liebre, inmóvil. Cuando me llevé la mano a la espalda para buscar
una piedra, había tocado sin querer el morral con las liebres, así que una de
ellas me había servido de proyectil para coger a las perdices.
Mandé al perro a que llevase a casa el botín y
me interné en otro camino. De pronto, salió de una casa un perro furioso que
intentó echárseme encima. ¡Qué susto! La escopeta no estaba cargada, balas no
tenía, ya no me quedaban clavos ni liebres a mano. Me incliné, cogí la primera
piedra que encontré y se la arrojé a la boca. Debéis saber, de todos modos, que
aquella piedra era, por casualidad, un pedernal. Al dar contra los dientes del
perro, soltó chispas y en un instante el animal quedó envuelto en llamas.
Aquellas llamas se extendieron a la casa, de la casa al granero, del granero a
toda la granja. No me quedaba otra solución que escapar. No me detuve hasta que
llegué el centro del bosque, frente a una gruesa encina. Debajo de aquella
encina, un grupo de bandoleros habían encendido una fogata y comían. Me invitaron,
me dieron de comer y beber pero, cuando parecía que me iban a dejar volver a
casa, me metieron con las rodillas pegadas a la boca dentro de un barril y lo
clavaron para que no pudiese salir.
Pasado un buen rato, se acercó un zorro al
barril y comenzó a husmearlo. Saqué lentamente mi mano por el agujero de la
tapa y, cuando me pareció el momento adecuado, atrapé al zorro por la cola. El
zorro, como os podéis figurar, se asustó y se echó a correr. Pero yo no lo
soltaba. Así que tuvo que arrastrarme por medio bosque, hasta que el barril
chocó con una gruesa cepa, se hizo pedazos y quedé libre, sin desprenderme un
momento de la cola del zorro. No se me ocurrió cosa mejor que darle un golpe
enérgico detrás de las orejas y llevarlo a casa.
Desde aquella ocasión me llaman Martín el
Zorro.
161. anonimo (belgica-flandes)
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