Había una vez un joven que se llamaba Tien y
vivía en una choza de paja con su hermana, un perro y un gato. Tien trabajaba
en el campo, su hermana se ocupaba de la casa, el gato cazaba ratones y el
perro no hacía otra cosa que dormir en el umbral. Y así vivían: pobres pero
contentos.
En una ocasión, a mediodía, Tien se sentó en
la linde del campo para descansar un poco y comer un cuenco de arroz. Y
mientras comía vio una fila de hormigas que se afanaban por transportar un
ciervo volante muerto a su hormiguero. No escatimaban esfuerzos, pero no
lograban en absoluto desplazar el cuerpo del insecto. Entonces, Tien lo cogió
con dos dedos, lo colocó delante del hormiguero y las hormigas pudieron,
finalmente, llevárselo a su casa.
Al anochecer, Tien volvió a su cabaña, se
acostó en su jergón y se durmió. Ya se había olvidado por completo de las
hormigas y del ciervo volante. Se despertó a medianoche, algo sobresaltado, y
vio junto a su cama a un joven espléndidamente vestido que le hacía señas para
que se levantase y lo siguiese. Fuera estaba lista una silla de manos toda de
oro. Tien y el joven montaron en ella y los costaleros se pusieron en marcha.
-¿Quién eres tú y adónde me llevas?
-Soy el hijo del rey de las hormigas. Mi padre
me ha pedido que te lleve ante él porque quiere recompensarte por tu ayuda.
-Pero eso no tiene ningún mérito.
-Para nosotros, en cambio, ha sido una ayuda
muy importante. Para nosotros, un ciervo volante vale tanto como un elefante
para ti.
Los costaleros llegaron en poco tiempo a una
ciudad grande y hermosa y se detuvieron frente al espléndido palacio del rey de
las hormigas. Habían preparado un grandioso banquete, los músicos tocaban sus
instrumentos y una gran cantidad de invitados notables se habían reunido para
rendir honores a Tien, quien los había ayudado a llevar el ciervo volante al
hormiguero. Terminado el banquete, el rey de las hormigas en persona se acercó
a Tien y le dijo:
-Querido Tien, dentro de poco nuestra ciudad
se transformará de nuevo en un hormiguero y nosotros, en hormigas. Por ello,
debes marcharte lo antes posible. Quiero agradecerte una vez más lo que has
hecho por nosotros, pero no sé cómo compensarte. Las hormigas somos pobres,
pero tal vez te agrade este pequeño regalo.
Dichas estas palabras, el rey le entregó a
Tien un cestillo en el que había una pata de gallina envuelta en hojas.
Tien le dio las gracias y se marchó. Llegó a
su casa cuando ya amanecía y la hermana le preguntó asombrada dónde había
pasado la noche, pero no daba crédito en absoluto a sus palabras cuando él le
contó lo que había ocurrido en la ciudad de las hormigas.
Entonces Tien dijo:
-Mira, éste es el regalo del rey de las
hormigas.
Abrió el cestillo y se produjo el prodigio:
las hojas que envolvían la pata de gallina se habían vuelto de oro.
Sorprendida, la hermana de Tien dejó caer el arroz que llevaba en su delantal.
Algunos granitos cayeron en el cestillo y, en cuanto tocaron la pata de
gallina, también ellos se volvieron de oro. Ése era el poder mágico de la pata
de gallina. Desde aquel día, todo cambió para Tien, su hermana, el gato y el
perro. Muy pronto se convirtieron en los más ricos de la región y el rey le dio
a Tien por esposa a su hija, la princesa. Pero ni Tien, ni su hermana, ni el perro
ni el gato querían revelar cómo habían obtenido tantas riquezas. Pasado un
tiempo, la mujer le preguntó a Tien:
-Dime: ¿cómo has hecho para volverte tan rico?
Tien no deseaba desvelar el secreto de la pata
de gallina, pero finalmente decidió confiárselo a su mujer, rogándole que no se
lo dijese a nadie. Y su mujer no se lo dijo a nadie excepto a su madre, la
vieja reina, y ésta se lo dijo sólo a su marido, el viejo rey, y éste se lo
dijo solamente a su primer ministro y éste a su mujer y ésta a su camarera y
ésta al cocinero del rey, y el cocinero a su hermano y éste quién sabe a quién.
Así ocurrió que, un buen día, la pata de gallina desapareció. Tien la buscó en
vano y en vano la buscaron su hermana, el perro y el gato. Tien se sintió el
más desdichado de los hombres, pero no le sirvió de nada.
Un día, el gato cazó un ratón y el ratón le
dijo:
-Si me dejas libre, te diré dónde está
escondido el cestillo con la pata de gallina.
El gato soltó al ratón y así llegó a saber que
el hermano del cocinero del rey, que vivía en una pequeña casa al otro lado del
río, había robado el cestillo con la pata de gallina.
El gato acudió al perro y le pidió que lo
llevase al otro lado del río porque, como sabéis, los gatos no saben nadar. El
perro llevó al gato al otro lado del río, a la pequeña casa del hermano del
cocinero. El gato encontró el cestillo con la pata de gallina, lo cogió, montó
sobre el lomo del perro ,y el perro se zambulló en el agua. Ya estaban casi en
la otra orilla cuando el cestillo se abrió y la pata de gallina cayó al agua.
El gato y el perro, muy abatidos, se sentaron
en la orilla frente al cestillo vacío. Algún pez debía de haberse comido ya la
pata de gallina. De pronto, sin embargo, el gato aguzó la vista y le dijo al
perro:
-Mira aquel cangrejo que está allí. ¿Qué tiene
entre sus pinzas? ¿No es nuestra pata de gallina?
El perro se zambulló sin vacilar en el río,
atrapó con sus dientes al cangrejo, le arrebató la pata de gallina y corrió a
llevársela a Tien, mientras el gato lo seguía cargando el cestillo.
Imaginaos la alegría de Tien. Ya no sabía cómo
recompensar al perro. Le llevaba los mejores manjares, lo hacía dormir en su
habitación sobre cojines de seda y llamaba a los mejores músicos para que le
tocasen las canciones más alegres. ¿Y el gato? El gato, nada. Naturalmente,
montó en cólera: sin él, el perro por sí solo no habría podido recuperar nunca
la pata de gallina de Tien.
Desde entonces, el motivo está claro, el gato
se lleva mal con el perro y el perro con el gato.
169. anonimo (vietnam)
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