Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Severo y teodoro

El reverendo Paulo Orosio, enviado años antes por San Agustín a Jerusalén, a entrevistarse con San Jerónimo, re­gresa de Oriente trayendo consigo las reliquias del proto­mártir San Esteban. Llegado a Maó, depositó el relicario en una iglesia de las afueras, en una pequeña cala, fuera ya del puerto.
El hecho de la llegada de las reliquias se difundió pronto por la isla y no tardó en llegar a Jammona (la Ciutadella de entonces), sede del obispo Severo y muy celosa de su fama de ciudad cristiana por los cuatro costados. Jammona se va­nagloriaba -tan acendrada era su fe- de que su clima era para los hebreos tan perjudicial como para los escorpiones y culebras que, tradicional-mente, perdían al acercarse a ella el veneno que hacía peligrosa su mordedura.
No ocurría la mismo en Maó, mucho más liberal, por lo visto, en cuestiones de religión, donde convivían, en mejor o peor armonía, las comunidades judía y cristiana y donde la primera, regida por el rabino Teodoro, llevaba la voz cantan­te en asuntos espirituales.
Naturalmente, el acontecimiento que suponía la llegada a Menorca de las reliquias de San Esteban era lo suficiente­mente importante como para que Severo, obispo al fin y al cabo de toda la isla, mos-trase su interés por el hecho y deci­diera ponerse en marcha, con un nutrido grupo de feligreses. Pronto se organizó la numerosa pere-grinación y, pertrecha­dos de todo lo necesario, los romeros iniciaron la caminata de treinta mil pasos que les separaba de Maó.
La cosa, que se había iniciado bajo los auspicios de una manifes-tación piadosa, fue complicándose poco a poco. Eran tradicionales -ya entonces- las diferencias entre los vecinos de una y otra villa, que no se ceñían únicamente a cuestio­nes de fe. Temiendo, tal vez, alguna airada recepción, los recelosos peregrinos iban armándose sobre la marcha y la comitiva, a su paso por el centro de la isla, debía tener más aspecto de mesnada que de procesión.
Los de Maó, alertados, pensarían que se les echaba enci­ma una hueste de fanáticos, guiados por un obispo dispuesto a convertirles a garrotazos y se aprestaron a vender caras sus particulares teorías religiosas.
Un mutuo temor, una soterrada desconfianza, latía en el ambiente al hacer su entrada en Maó la romería cristiana. Los ánimos estaban tensos y fueron suficientes unas cuantas imprecaciones, seguidas de algunas pedradas, para romper el equilibrio. La pelea callejera degeneró pronto en tumulto y, al poco tiempo, la sinagoga ardía por los cuatro costados. Los recién llegados, envalentonados por aquel hecho, empe­zaron a propalar por todo Maó su grito de: «¡cree en Dios, Teodoro!», exhortando a la conversión al máximo capitoste del judaísmo local y los hebreos, dando por hecho ya lo que no era más que una incitación, depusieron masivamente su actitud y empezaron a clamar por el bautismo.
Lógicamente, Teodoro, ante tal hecatombe espiritual, si­guió el ejemplo de sus correligionarios y abrazó la nueva fe.
Continúa la relación diciendo que, los días siguientes, del 2 al 9 de febrero de aquel bienaventurado año 418, el cielo se mostró generoso en sobrenaturales prodigios. Mientras el alborozado Severo tomaba con sus feligreses el camino de Jammona, un sol rutilante iluminaba día y noche la iglesia de la cala de Sant Esteve, donde se habían depositado las reliquias del mártir.
Los nuevos conversos, imbuidos de un espíritu altamente prag-mático, acarreaban piedras para construir un templo cristiano sobre las todavía humeantes cenizas de su sinago­ga. Mientras tanto, una intermitente lluvia de maná, caía del cielo entre el general regocijo de los hijos de Maó...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

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