El reverendo Paulo
Orosio, enviado años antes por San Agustín a Jerusalén, a entrevistarse con San
Jerónimo, regresa de Oriente trayendo consigo las reliquias del protomártir
San Esteban. Llegado a Maó, depositó
el relicario en una iglesia de las afueras, en una pequeña cala, fuera ya del
puerto.
El hecho de la llegada de
las reliquias se difundió pronto por la isla y no tardó en llegar a Jammona (la Ciutadella
de entonces), sede del obispo Severo y muy celosa de su fama de ciudad
cristiana por los cuatro costados. Jammona se vanagloriaba -tan acendrada era
su fe- de que su clima era para los hebreos tan perjudicial como para los
escorpiones y culebras que, tradicional-mente, perdían al acercarse a ella el
veneno que hacía peligrosa su mordedura.
No ocurría la mismo en Maó, mucho más liberal, por lo visto, en
cuestiones de religión, donde convivían, en mejor o peor armonía, las
comunidades judía y cristiana y donde la primera, regida por el rabino Teodoro,
llevaba la voz cantante en asuntos espirituales.
Naturalmente, el
acontecimiento que suponía la llegada a Menorca de las reliquias de San Esteban
era lo suficientemente importante como para que Severo, obispo al fin y al
cabo de toda la isla, mos-trase su interés por el hecho y decidiera ponerse en
marcha, con un nutrido grupo de feligreses. Pronto se organizó la numerosa pere-grinación
y, pertrechados de todo lo necesario, los romeros iniciaron la caminata de
treinta mil pasos que les separaba de Maó.
La cosa, que se había
iniciado bajo los auspicios de una manifes-tación piadosa, fue complicándose
poco a poco. Eran tradicionales -ya entonces- las diferencias entre los vecinos
de una y otra villa, que no se ceñían únicamente a cuestiones de fe. Temiendo,
tal vez, alguna airada recepción, los recelosos peregrinos iban armándose sobre
la marcha y la comitiva, a su paso por el centro de la isla, debía tener más
aspecto de mesnada que de procesión.
Los de Maó, alertados, pensarían que se les
echaba encima una hueste de fanáticos, guiados por un obispo dispuesto a
convertirles a garrotazos y se aprestaron a vender caras sus particulares
teorías religiosas.
Un mutuo temor, una
soterrada desconfianza, latía en el ambiente al hacer su entrada en Maó la romería cristiana. Los ánimos
estaban tensos y fueron suficientes unas cuantas imprecaciones, seguidas de
algunas pedradas, para romper el equilibrio. La pelea callejera degeneró
pronto en tumulto y, al poco tiempo, la sinagoga ardía por los cuatro costados.
Los recién llegados, envalentonados por aquel hecho, empezaron a propalar por
todo Maó su grito de: «¡cree en Dios,
Teodoro!», exhortando a la conversión al máximo capitoste del judaísmo local y
los hebreos, dando por hecho ya lo que no era más que una incitación,
depusieron masivamente su actitud y empezaron a clamar por el bautismo.
Lógicamente, Teodoro,
ante tal hecatombe espiritual, siguió el ejemplo de sus correligionarios y
abrazó la nueva fe.
Continúa la relación
diciendo que, los días siguientes, del 2 al 9 de febrero de aquel
bienaventurado año 418, el cielo se mostró generoso en sobrenaturales
prodigios. Mientras el alborozado Severo tomaba con sus feligreses el camino de
Jammona, un sol rutilante iluminaba día y noche la iglesia de la cala de Sant Esteve, donde se habían depositado
las reliquias del mártir.
Los nuevos conversos,
imbuidos de un espíritu altamente prag-mático, acarreaban piedras para
construir un templo cristiano sobre las todavía humeantes cenizas de su sinagoga.
Mientras tanto, una intermitente lluvia de maná, caía del cielo entre el
general regocijo de los hijos de Maó...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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