Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Sant cabrit y sant bassa


La oscura y paqueña sacristía del oratorio de Nª Sra. del Refugio, en las ruinas del que otro tiempo fuera castillo roquero de Alaró, guarda en un lugar preferente, entre los exvotos que cuelgan de las paredes, un viejo relicario conteniendo dos des­carnadas costillas humanas. Un manuscrito de desvaído color, cer­tifica que aquellos despojos pertenecen a Guillermo Cabrit y Gui­llermo Bassa, ejemplos de entereza y fidelidad a su rey, mante­nidas hasta las últimas consecuencias de un cruel suplicio.
Hacía tan sólo nueve años que Jaime II, el primer soberano del nuevo reino cristiano de Mallorca empuñaba el cetro que le cediera su padre, cuando su hermano Pedro, el poderoso rey de Aragón, determinó pasar a la isla con una potente escuadra y to­marla por la fuerza, so pretexto de unas desavenencias con Jai­me. No llegó el rey Pedro a hacerse a la mar; la muerte truncó inesperadamente sus proyectos y fue su hijo Alfonso quien des­embarcó en Mallorca, sometiéndola sin apenas resistencia.
Sólo en lo alto de la escarpada montaña de Alaró, encerra­dos tras los muros de su fortaleza, un puñado de leales a Jaime juraron no doblegarse a las pretensiones del invasor y defender el alcázar hasta la muerte esperando, quizás vanamente, una libera­ción imposible. Las escarpadas paredes de la montaña eran la mejor garantía de la inexpugnabilidad de la fortaleza que recha­zaba con facilidad cualquier intento de ser tomada por las armas, batiendo el único sendero que conducía hasta la puerta del cas­tillo. Sus alcaides, Cabrit y Bassa, mantenían invicto el pendón de su rey y se permitían altaneras respuestas a los emisarios del sitiador.
-¿Quién pide la rendición?, preguntaban.
-«Lo rei Amfós».
-Pues decidle que aquí al amfós lo comemos con salsa y que no conocemos otro rey que nuestro señor Jaime.
Para el rey Alfonso, el insulto del castellano al ridiculizarle con aquel juego de palabras, en el que su nombre se confundía con el del mero (amfós, en mallorquín), fue el determinante de su sanguinaria venganza. Juró rendir el castillo y asar a su inso­lente alcaide como cabrito que era, juntamente con su compañero Bassa. Pudo más el hambre que todas las escaramuzas y los asal­tos. El castillo de Alaró rindió sus puertas y Alfonso III cumplió su cruel promesa, entre-gando al verdugo las personas de los dos vencidos que murieron abrasados, encadenados a una parrilla.
Es fama que, repuesto Jaime II en el trono de Mallorca, los carbonizados restos de sus bravos alcaides fueron recogidos y guar­dados en dos urnas de piedra que, sin inscripción alguna, se depositaron en la catedral de Palma, concretamente en el altar de la capilla situada bajo el órgano.
El pueblo, a fuerza de idealizar la figura de sus héroes, creó durante siglos una aureola de leyendas llegando a mitificar de tal modo su recuerdo que no es extraño encontrarnos con una orden, dictada por los Jurados en Noviembre de 1631, mandando «sea celebrada la fiesta de los santos Cabrit y Bassa en la capilla de la Seo donde se hallan enterrados estos mártires de la lealtad y de la patria». Hacía tiempo por otra parte que en algunos bre­viarios usados por los religiosos, figuraba el rezo propio de estos «santos».
El fervor popular, la leyenda al fin y al cabo, estaba ya completa-mente formada llegando en esta ocasión a canonizar por su cuenta a sus protagonistas cuya fiesta se celebró solemnemen­te, año tras año, con la plena anuencia o al menos tolerancia de los rigurosos inquisi-dores que no vacilaban en proponer excomu­niones y anatemas ni en levantar continuos entredichos entre el poder civil y el religioso por motivos mucho más nimios.
Fue mucho más tarde, en 1776, desatada por los tomistas una depuradora campaña contra la figura de Ramón Llull, cuando sus consecuencias alcanzaron a los «santos» alcaides y el obispo Gue­rra ordenó al cabildo que fueran retirados los cuadros e imágenes de Cabrit y Bassa «previniéndoles que no los tuviesen en público ni en privado». Es decir que los destruyeran.
Pero ni el celo del obispo ni sus amenazantes órdenes doble­garon la tozudez de los Jurados que siguieron celebrando fiestas en honor de los mártires de Alaró, ni mucho menos erradicaron la leyenda que el pueblo había atesorado ya, como parte de su rico patrimonio.

Fuentes:
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
P. Piferrer y José Mª Quadrado: Islas Baleares.

092. anonimo (balear-mallorca-alaró)

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