La oscura y paqueña
sacristía del oratorio de Nª Sra. del Refugio, en las ruinas del que otro
tiempo fuera castillo roquero de Alaró, guarda en un lugar preferente, entre
los exvotos que cuelgan de las paredes, un viejo relicario conteniendo dos descarnadas
costillas humanas. Un manuscrito de desvaído color, certifica que aquellos
despojos pertenecen a Guillermo Cabrit y Guillermo Bassa, ejemplos de entereza
y fidelidad a su rey, mantenidas hasta las últimas consecuencias de un cruel
suplicio.
Hacía tan sólo nueve años
que Jaime II, el primer soberano del nuevo reino cristiano de Mallorca empuñaba
el cetro que le cediera su padre, cuando su hermano Pedro, el poderoso rey de
Aragón, determinó pasar a la isla con una potente escuadra y tomarla por la
fuerza, so pretexto de unas desavenencias con Jaime. No llegó el rey Pedro a
hacerse a la mar; la muerte truncó inesperadamente sus proyectos y fue su hijo
Alfonso quien desembarcó en Mallorca, sometiéndola sin apenas resistencia.
Sólo en lo alto de la
escarpada montaña de Alaró, encerrados tras los muros de su fortaleza, un
puñado de leales a Jaime juraron no doblegarse a las pretensiones del invasor y
defender el alcázar hasta la muerte esperando, quizás vanamente, una liberación
imposible. Las escarpadas paredes de la montaña eran la mejor garantía de la
inexpugnabilidad de la fortaleza que rechazaba con facilidad cualquier intento
de ser tomada por las armas, batiendo el único sendero que conducía hasta la
puerta del castillo. Sus alcaides, Cabrit y Bassa, mantenían invicto el pendón
de su rey y se permitían altaneras respuestas a los emisarios del sitiador.
-¿Quién pide la
rendición?, preguntaban.
-«Lo rei Amfós».
-Pues decidle que aquí al
amfós lo comemos con salsa y que no
conocemos otro rey que nuestro señor Jaime.
Para el rey Alfonso, el
insulto del castellano al ridiculizarle con aquel juego de palabras, en el que
su nombre se confundía con el del mero (amfós,
en mallorquín), fue el determinante de su sanguinaria venganza. Juró rendir el
castillo y asar a su insolente alcaide como cabrito que era, juntamente con su
compañero Bassa. Pudo más el hambre que todas las escaramuzas y los asaltos.
El castillo de Alaró rindió sus puertas y Alfonso III cumplió su cruel promesa,
entre-gando al verdugo las personas de los dos vencidos que murieron abrasados,
encadenados a una parrilla.
Es fama que, repuesto
Jaime II en el trono de Mallorca, los carbonizados restos de sus bravos
alcaides fueron recogidos y guardados en dos urnas de piedra que, sin
inscripción alguna, se depositaron en la catedral de Palma, concretamente en
el altar de la capilla situada bajo el órgano.
El pueblo, a fuerza de
idealizar la figura de sus héroes, creó durante siglos una aureola de leyendas
llegando a mitificar de tal modo su recuerdo que no es extraño encontrarnos con
una orden, dictada por los Jurados en Noviembre de 1631, mandando «sea
celebrada la fiesta de los santos Cabrit y Bassa en la capilla de la Seo donde se hallan enterrados
estos mártires de la lealtad y de la patria». Hacía tiempo por otra parte que
en algunos breviarios usados por los religiosos, figuraba el rezo propio de
estos «santos».
El fervor popular, la
leyenda al fin y al cabo, estaba ya completa-mente formada llegando en esta
ocasión a canonizar por su cuenta a sus protagonistas cuya fiesta se celebró
solemnemente, año tras año, con la plena anuencia o al menos tolerancia de los
rigurosos inquisi-dores que no vacilaban en proponer excomuniones y anatemas
ni en levantar continuos entredichos entre el poder civil y el religioso por
motivos mucho más nimios.
Fue mucho más tarde, en
1776, desatada por los tomistas una depuradora campaña contra la figura de
Ramón Llull, cuando sus consecuencias alcanzaron a los «santos» alcaides y el
obispo Guerra ordenó al cabildo que fueran retirados los cuadros e imágenes de
Cabrit y Bassa «previniéndoles que no los tuviesen en público ni en privado».
Es decir que los destruyeran.
Pero ni el celo del
obispo ni sus amenazantes órdenes doblegaron la tozudez de los Jurados que
siguieron celebrando fiestas en honor de los mártires de Alaró, ni mucho menos
erradicaron la leyenda que el pueblo había atesorado ya, como parte de su rico
patrimonio.
Fuentes:
A. Campaner: Cronicón
Mayoricense.
P. Piferrer y José Mª
Quadrado: Islas Baleares.
092. anonimo (balear-mallorca-alaró)
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