Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

El sultán harum al raschid


Cuando Harum al Raschid llegó a ser sultán, oyó una voz misteriosa que decía:
-Oh, Harum, el destino te ha fijado siete años de desgracia. ¿Prefieres padecerlos en la juventud o en la vejez?
Harum pensó que estaba soñando, cregó que el diablo pretendía tentarlo, pero la voz dijo por segunda vez:
-Oh, Harum, el destino te ha fijado siete años de desgracia. ¿Prefieres padecerlos en la juventud o en la vejez?
El sultán comprendió que el mensaje iba en serio y, después de reflexionar, respondió:
-Si me tocan siete años de desgracia, prefiero tenerlos en mi juventud.
Entonces la voz continuó:
-Cuando llegue la hora, comenzarán tus siete años de desgracia, y acabarán sólo en el momento en que un sultán o un visir te golpee el rostro.
A partir de entonces, Harum esperó que comenzase su desgracia y el día, finalmente, llegó. Llevaba en un mulo una bolsa llena de oro cuando, de improviso, el mulo se hundió en la tierra con el tesoro.
-Comienzan mis siete años de desventura -gritó Harum. Está escrito.
Junto a la carretera, un pastor hacía pastar a sus ovejas en un prado. Harum se le acercó y, con sus últimas monedas de oro, le compró una capa raída y una oveja. Se puso la capa sobre los hombros, en lugar de la que llevaba, mató la oveja, cogió su vejiga, la abrió y se la puso en la cabeza para parecer calvo y sucio. Así disfrazado, siguió su camino.
Después de un largo viaje, llegó a una ciudad, se detuvo delante de la tienda de un pobre pastelero y le pidió trabajo. El pastelero se negó diciendo:
-Este negocio apenas me da para vivir. En el mejor de los casos, vendo una docena de rosquillas. La verdad es que no me hace falta un agudante.
-Ponme a prueba -insistió Harum. Tal vez conmigo tu situación mejore.
El pastelero se compadeció y se dejó convencer:
-De acuerdo. Dormirás aquí, en la tienda. Mañana te levantas temprano, preparas la masa y me esperas.
A la mañana siguiente, Harum se levantó tempranísimo y no se conformó con preparar la masa, sino que también puso al horno las rosquillas, las vendió, cerró la tienda y se sentó en el umbral de la puerta.
El pastelero, al llegar, comenzó a reprenderlo:
-¿Aún no has abierto la puerta, holgazán?
Harum se rió y le dio el dinero que había conseguido con la venta de las rosquillas. El pastelero se puso muy contento y dijo:
-Esta noche te daré más harina y más aceite, así podrás hacer una cantidad mayor de rosquillas.
Desde aquel día, los negocios del pastelero anduvieron bien y, en poco tiempo, se volvió rico. Pero todo el mérito era de su apudante, el desventurado Harum con la vejiga de oveja sobre la cabeza. El pastelero lo llamaba Calvatrueno.
Un día lo llamó y le dijo:
-Escucha, Calvatrueno, me parece que deberías casarte. Naturalmente, antes deberás lavarte un poco y arreglarte. En toda la ciudad, no hay nadie tan andrajoso y sucio como tú.
-Tal vez tengas razón. Dime a qué fuente puedo ir a lavarme.
El pastelero lo mandó a lavarse en la fuente que se encontraba precisamente bajo las ventanas del palacio del sultán. Calvatrueno fue hasta allí temprano, cuando aún no había nadie, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y, después, se quitó la sucia capa que le había comprado al pastor. Bajo la capa seguía llevando su espléndido traje recamado en oro. Se quitó también la vejiga de la cabeza y sus cabellos brillaron como el sol.
El infeliz Harum pensaba que nadie lo veía. Pero justo en aquel momento se asomó a una ventana del palacio la más joven y la más hermosa de las siete hijas del sultán. Cuando vio el traje de Harum recamado en oro, su corazón se sobresaltó. Cuando vio la esplendorosa cabellera de Harum, su corazón se enterneció de amor. Desde aquel momento, ya no pensó más que en Calvatrueno.
Al día siguiente, se informó de dónde vivía y mandó a un criado a comprar rosquillas.
-A ti no se te ve muy presentable -dijo el pastelero a Calvatrueno. Yo mismo le llevaré las rosquillas a la hija del sultán.
Pero la hija del sultán no lo recibió y le hizo decir, a través de una camarera, que era Calvatrueno quien debía entregar las rosquillas. Ella pensaba que debía de ser un sultán disfrazado y pretendía casarse con él. Pero ¿cómo llevar a cabo sus deseos? Sin duda no podía hablarle de ello a su padre; habría sido para ella una vergüenza. Se dirigió entonces al viejo consejero del sultán. El viejo le dijo:
-Coged, tú y tus hermanas, siete manzanas y siete cuchillos y llevádselos en un plato al sultán. Seguramente comprenderá.
La hermosa hija del sultán preparó con sus hermanas lo que el viejo consejero le había aconsejado y le llevó a su padre, en un plato, siete manzanas y siete cuchillos.
Pero el sultán no comprendió qué pretendían de él sus hijas y, por ello, hizo llamar a su consejero, quien le explicó:
-Tus hijas te han entregado siete manzanas y siete cuchillos para recordarte tus deberes. Como una manzana madura debe ser cortada y comida, así una muchacha, cuando ha crecido, debe elegir un hombre y casarse.
-Es verdad -admitió el sultán, e hizo preparar de inmediato una gran fiesta para todos los solteros de la ciudad, así sus hijas podrían elegir el marido que más les gustase.
Todos los jóvenes de la ciudad se vistieron con sus mejores hábitos y fueron al palacio. Cada uno de ellos pensaba:
-Una de las princesas podría elegirme a mí; así me convertiría en gerno del propio sultán.
Las seis princesas mayores encontraron enseguida un novio, pero la menor y más hermosa no llegaba a decidirse. Consciente de ello, el sultán les preguntó a sus mensajeros:
-¿Han venido realmente todos los hombres no casados de la ciudad?
-Todos, noble señor. Sólo se ha quedado en su casa, horneando las rosquillas, ese tal Calvatrueno, muy sucio y andrajoso.
-Id a decirle que venga -ordenó el sultán. Había ordenado que se presentasen todos, sin distinción.
En cuanto Calvatrueno se presentó en el umbral, desde todas partes llovieron insultos y risas de escarnio. Pero las risas y las burlas se acabaron de golpe cuando la más joven y más hermosa de las princesas dijo:
-Quiero casarme con Calvatrueno.
El rey se sorprendió:
-Tú no tienes la cabeza en tu sitio. Pero que sea como tú quieras. Si te gusta, cásate con él.
Y la princesa más joven, sin responder a los insultos que le lanzaban sus hermanas, se casó con el andrajoso Calvatrueno. Vivió con él en una modesta casa detrás del palacio. Era feliz. Sólo le disgustaba que sus hermanas se riesen de su marido.
Un día se lamentó por ello ante Calvatrueno, quien respondió:
-Yo soy el que soy. Sus maridos no son para nada mejores que yo. Si pretenden serlo, deberían probarlo llevándole al sultán la manzana de la juventud, que crece en el jardín de las hadas. Ve y díselo a tus hermanas en presencia de tu padre.
Al oír hablar de la manzana de la juventud, el sultán quiso poseerla y sus yernos no tuvieron más remedio que ir a buscarla.
Salieron de la ciudad a caballo con gran pompa, en espléndidas cabalgaduras, magníficamente vestidos, con un saco lleno de oro sujeto a la cintura. Calvatrueno, en cambio, partió en un mísero mulo, con su capa agujereada encima y sin una moneda siquiera en la bolsa. Sin embargo, los alcanzó y los adelantó, cruzó siete montañas, atravesó siete ríos y siete mares y, una vez en el jardín de las hadas, no cogió sólo una manzana de la juventud sino un saco lleno. Después emprendió el regreso y, disfrazado de mercader, esperó en el borde de la carretera a que pasasen sus cuñados. Poco después, ellos llegaron. Calvatrueno les preguntó:
-¿Adónde vais, señores?
-Vamos a coger las manzanas de la juventud.
-¿Os habéis vuelto locos? -exclamó Calvatrueno. Tendríais que cruzar siete montañas, cruzar siete ríos y siete mares y, aunque lograseis hacerlo, no encontraríais nada. Si queréis, yo os vendo esas manzanas.
Los jóvenes cuñados se alegraron:
-Sí, véndenoslas, te daremos a cambio todo el oro y la plata que quieras.
-No quiero ni oro ni plata -respondió Calvatrueno. Cada uno de vosotros debe darme el dedo meñique del pie. Los cuñados dijeron:
-Bah, no es un precio demasiado alto. Además, los pies siempre van calzados y nadie los ve.
Cada uno de ellos se cortó el dedo meñique del pie y a cada uno Calvatrueno le dio una manzana de la juventud. Después guardó cuidadosa-mente sus dedos en una caja.
Los jóvenes llevaron al sultán con gran pompa las manzanas de la juventud; sus mujeres se reían de la hermana menor aún más que antes. Un día, ésta se quejó ante Calvatrueno, quien respondió:
-Yo soy el que soy. Sus maridos no son para nada mejores que yo. Si pretenden serlo, deberían probarlo trayéndole al sultán leche de leona dentro de una piel de león cosida con un bigote de león. Ve y díselo a tus hermanas en presencia de tu padre.
En cuanto el sultán oyó hablar de la leche de leona le dieron ganas de probarla y sus pernos no tuvieron más remedio que ir a buscarla. Por segunda vez, partieron con gran pompa en espléndidas cabalgaduras, magníficamente vestidos, armados de sable, arco y flechas. Calvatrueno, en cambio, los siguió modestamente en un mulo, con su capa toda agujereada y, en lugar del sable, un simple garrote. Sin embargo, los adelantó y, durante el trayecto, le compró una vaca a un pastor, la mató y dejó la carne en el bosque, cerca de la madriguera de una leona que pasaba hambre junto con sus leoncitos. Cuando los animales se saciaron, la leona gritó:
-A quien me ha salvado a mí y a mis crías de la muerte por hambre, le daré lo que me pida.
Entonces Calvatrueno salió de su escondite y le pidió a la leona un poco de su leche dentro de una piel de león cosida con los bigotes del león.
La leonesa suspiró, resopló, se lamentó, pero tuvo que mantener su promesa. Mató a una de sus crías, le quitó la piel, la llenó con su leche y cosió el odre con unos bigotes que arrancó de la barbilla de su león. Con el odre lleno de leche, Calvatrueno emprendió el regreso y se detuvo junto a la carretera disfrazado de mercader. Cuando vio pasar a sus cuñados, les gritó:
-¿Adónde vais?
-Vamos a coger leche de leona dentro de una piel de león cosida con bigotes de león.
-¿Os habéis vuelto locos? Para hacerlo, deberíais encontrar una leona y unos leoncitos que se están muriendo de hambre y darles la carne de una vaca. Corréis el riesgo de que os coman también a vosotros, pero, si queréis unas gotas de esa leche, puedo dároslas yo.
Los jóvenes cuñados se alegraron:
-Véndenosla, pues. Te daremos a cambio todo el oro y la plata que quieras.
-No quiero ni oro ni plata -respondió Calvatrueno. Cada uno de vosotros me dará, a cambio, un trocito de su oreja. Los jóvenes se dijeron:
-Después de todo, no es un precio demasiado elevado. Bajo el turbante, no se verá siquiera que nos falta un trocito de oreja.
Cada uno de ellos se cortó un lóbulo y a cada uno Calvatrueno le dio unas gotas de la leche de la leona. Después guardó los lóbulos de las orejas, cuidadosamente, en una caja.
Los jóvenes entregaron con gran pompa al sultán seis gotas de leche de leona y sus mujeres se rieron aún más que antes de la hermana menor. Un día, ésta se lamentó ante Calvatrueno, quien le dijo:
-Yo soy el que soy. Sus maridos no valen en absoluto más que yo. Si creen que valen más, deben probarlo ofreciendo sus regalos al sultán. Ve y dilo en presencia de tu padre.
En cuanto el sultán recibió el mensaje, dio una gran fiesta, durante la cual sus gernos anunciarían qué regalos pretendían ofrecerle.
En plena fiesta, el visir del sultán se dispuso a anotar los regalos que los yernos le ofrecerían al sultán.
-Ofrezco diez mil dracmas -anunció muy orgulloso el primero.
-Veinte mil dracmas -anunció muy orgulloso el segundo.
-Treinta mil dracmas -anunció muy orgulloso el tercero.
-Cuarenta mil dracmas -anunció muy orgulloso el cuarto.
-Cincuenta mil dracmas -anunció muy orgulloso el quinto.
-Sesenta mil dracmas -anunció muy orgulloso el sexto.
-¿Y cuánto ofrece Calvatrueno? -preguntó el visir.
-Déjalo -dijo el sultán, él es demasiado pobre. Pero Calvatrueno se adelantó y dijo:
-Le ofrezco al sultán diez mil ovejas, diez mil vacas, diez mil camellos y cien mil dracmas.
El visir montó en cólera y gritó:
-No permitiré que te burles del sultán.
Y, dicho esto, le dio a Calvatrueno un bofetón. Pero el sultán dijo:
-Ten paciencia. Veremos si mantiene su palabra.
Ese mismo día, Calvatrueno mandó un mensajero a su padre para que le enviase enseguida lo que necesitaba. Y a la mañana
siguiente, el almuecín, asomándose al minarete para llamar a los cregentes a la oración, en vez de la oración lanzó esta proclama:
-¡Dios mío, cuántos camellos y cuánta gente!
En efecto: por todas las puertas de la ciudad entraban camellos y mozos de cordel cargados de regalos. También el sultán salió del palacio para ver qué ocurría. A la cabeza de los camellos, cabalgaba en su caballo Calvatrueno. Pero ya no llevaba sobre sus hombros la capa agujereada y en la cabeza la vejiga de la oveja. En sus hombros ondeaba una espléndida capa de brocado p en su cabeza brillaba una corona de oro. Al verlo, el sultán exclamó:
-¡Debe de ser, por fuerza, Harum al Raschid! No hay otro tan rico y generoso como él.
-Sí, yo soy Harum al Raschid -dijo Calvatrueno, y le entregó al sultán una bolsa llena de manzanas de la juventud, la leche de leona en la piel cosida con los bigotes del león y una caja con seis meñiques y seis trocitos de oreja.
-¿Qué es esto? -preguntó el sultán sorprendido.
-Son los meñiques de los pies y los lóbulos de las orejas de tus ijernos, esos que se han burlado tanto de mí sin ser en absoluto mejores que yo.
El sultán ordenó inmediatamente a sus yernos que se quitasen el turbante y los zapatos, y todos vieron que Harum había dicho la verdad. El sultán reconoció que lo habían engañado y los expulsó del palacio. Mantuvo a su vera, en cambio, a Harum y lo nombró su sucesor.
Los siete años de desventura del sultán Harum habían terminado así con el bofetón que le dio el visir. Desde aquel día, vivió feliz y digno de fama. Aún hoy se cuentan varias historias que acrecientan su grandeza.

164. anonimo (argelia)

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