Había una vez una viuda que tenía una hija y
una hijastra. Ambas eran pequeñas y se llamaban Carolina. La gente del pueblo,
sin embargo, llamaba Carolina blanca a la hijastra, porque era blanca y hermosa
como una pintura, y Carolina negra a la hija verdadera, porque era negra y fea
como la noche.
Todos querían a Carolina blanca, también
Carolina negra, pero su madrastra no podía ni verla. Se imaginaba que todo el
mundo agraviaba a su hija por culpa de la hermanastra más hermosa, y pensaba
continuamente en la manera de librarse de ella.
Un día pasó frente a su casa un pastor con
tres corderitos. Cuando vio a Carolina blanca en la puerta, el pastor sonrió y
le acarició los cabellos, y hasta los corderitos corrieron a lamerle el vestido
verde. En aquel momento salió de casa Carolina negra. El pastor, en cuanto la
vio, decidió marcharse, y hasta los corderitos escaparon asustados por su
fealdad. Nadie sospechaba que, bajo aquel feo aspecto, latía un corazón de oro.
La madre de Carolina negra, que había visto
todo desde la ventana, se dijo:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que
librarnos de Carolina blanca.
Durante siete días y siete noches pensó en
cómo hacerlo. Al octavo día, fue al jardín y le dijo al seto de espinos:
-Seto, dame doce espinas largas y agudas.
El seto le dio las doce espinas. La mujer
llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien lo que voy a decirte. Esta
noche, cuando tú y Carolina os blanca vayáis a la cama, deja que ella se
acueste del lado de la pared. Yo pondré doce espinas agudas en su almohada. Así
nos libraremos finalmente de ella.
-¡Ay, mamá, no lo hagas! -le suplicó Carolina
negra.
-¡Cállate, tonta! Y ni una palabra de esto a
Carolina blanca; si no, te castigaré.
Carolina negra tuvo que prometer que haría
todo lo que le había dicho su madre. Pero, al llegar la noche, cuando Carolina
blanca estaba a punto de meterse en la cama, Carolina negra la retuvo y le
dijo:
-¡Hermanita, hay doce espinas en tu almohada!
Las ha puesto mamá. Ven, acostémonos del lado de los pies. Así no nos podrá
suceder nada malo. Pero tú no le digas a mamá que yo te lo he dicho.
Carolina blanca abrazó a Carolina negra y se
durmió tranquilamente.
A la mañana siguiente, la madre oyó que alguien
cantaba alegremente en las escaleras y preguntó:
-¿Eres tú, Carolina negra?
-No, mamá, soy yo, Carolina blanca.
La mujer se asustó y fue a la habitación a ver
qué le había ocurrido a Carolina negra, pero la vio que dormía tranquila, del
lado de los pies de la cama.
Un tiempo después, pasó por allí un músico
ambulante con su organillo y tres perros amaestrados. Al ver a Carolina blanca
en la puerta, tocó la melodía más hermosa de su organillo y los tres perros
bailaron. Pero en cuanto salió de casa Carolina negra, el músico dejó de tocar
y los perros ladraron, asustados por su fealdad. Nadie sospechaba que, bajo
aquel feo aspecto, latía un corazón de oro.
La madre, que había visto todo desde la
ventana, pensó de nuevo:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que
librarnos de Carolina blanca.
Durante siete días y siete noches pensó en
cómo hacerlo. Al octavo día fue a ver a una bruja y le dijo:
-Bruja, dame el más fuerte de tus venenos.
La bruja le dio un veneno fortísimo. La madre
volvió a casa, llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien. Hoy, a la hora de comer, debes
decir que te duele la cabeza y no tomarás la sopa. Yo le pondré un veneno
fortísimo. Así podremos librarnos finalmente de Carolina blanca.
-Ay, mamá, no lo hagas -suplicó Carolina negra.
-Cállate, tonta. Y ni una palabra a Carolina
blanca; si no, será peor para ti.
Carolina negra tuvo que prometer que haría lo
que le decía su madre. Pero a mediodía, cuando Carolina blanca estaba a punto
de probar la sopa, Carolina negra la retuvo y le dijo:
-Hermanita, en la sopa hay veneno. Lo ha
puesto mamá. Ven, diremos que queremos comer fuera. Así vigilaremos a los
pájaros para que no picoteen las plantas del jardín. De ese modo, tú podrás
tirar la sopa. Pero no le digas nada a mamá.
Carolina blanca abrazó a Carolina negra y
salió de casa con ella. Enseguida tiró la sopa en la arena.
Después de comer, la madre oyó que alguien
cantaba alegremente en el jardín y gritó:
-¿Eres tú, Carolina negra?
-No, mamá, soy yo, Carolina blanca.
La madre se asustó y corrió a ver qué le había
sucedido a Carolina negra. Pero la niña estaba sentada con el plato lleno sobre
las rodillas y lloraba porque le dolía la cabeza.
Un tiempo después, pasó por allí un vendedor
ambulante, cargado con cosas muy bonitas. Vio a Carolina blanca en la puerta,
le mostró todo lo que llevaba y le regaló un lazo precioso. Al rato salió
Carolina negra.
El vendedor cogió su carga y se fue, asustado
por la fealdad de la muchacha. No sospechaba que, bajo aquel aspecto
desagradable, latía un corazón de oro.
La madre, que había visto todo desde la
ventana, pensó por tercera vez:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que
librarnos de Carolina blanca.
De nuevo, durante siete días y siete noches,
pensó en cómo hacerlo. Al octavo día, se acordó de un molinero que tenía un
molino de viento a la salida del pueblo. Este molinero había firmado un pacto
con el diablo y podía hacer mover las aspas de su molino incluso cuando no
soplaba el viento. La mujer fue a verlo y le dijo:
-Molinero, cuando veas a Carolina blanca bajo
las aspas, pon en marcha tu molino.
El molinero le prometió que lo haría. La mujer
volvió a casa, llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien lo que te vog a decir. Cuando
vagáis, mañana por la mañana, al molino, procura que Carolina blanca se coloque
bajo las aspas y tú mantente alejada. El molinero hará girar las aspas y así
finalmente podremos librarnos de Carolina blanca.
-Ay, mamá, no lo hagas -suplicó Carolina
negra.
-Cállate, tonta. Y no le digas ni una palabra
a Carolina blanca o será peor para ti.
Carolina negra tuvo que prometer que haría lo
que le decía su madre. Pero a la mañana siguiente, cuando llevaban el trigo al
molino, le dijo a Carolina blanca:
-Hermanita, no se te ocurra colocarte bajo las
aspas del molino, porque el molinero las hará girar para matarte. Se lo ha
ordenado mamá. Ven, vagámonos. Pero no digas nada, por favor.
Carolina blanca cogió de la mano a Carolina
negra y juntas volvieron a casa. La madre las esperaba en el umbral. Cuando vio
que Carolina blanca volvía sana y salva, montó en cólera y la echó de casa.
La pobre Carolina blanca caminó varias horas,
mientras le quedaron fuerzas en sus piernas, y se detuvo a la orilla de un
inmenso lago. Carolina blanca comenzó a llorar gya no sabía qué hacer. Pero de
pronto alzó la cabeza, miró de nuevo el lago y vio miles de manos que asomaban
en el agua. Con las palmas unidas, formaban un puente para ella.
Carolina blanca se quedó un rato pensando qué
le convenía hacer, hasta que al fin se decidió a cruzar el puente. Sólo había
dado unos pocos pasos cuando las manos se transformaron en garras que
intentaban arrastrarla bajo el agua. Eran los genios y las ninfas del lago, que
querían llevársela. La pobre Carolina blanca comenzaba ya a hundirse, cuando de
repente apareció un hada, toda vestida de blanco. Cogió de la mano a Carolina
blanca, la sacó del agua y salió volando con ella. Era la soberana de ese lago.
El hada blanca fue muy buena con Carolina y
satisfacía cualquier deseo suljo incluso antes de que abriese la boca. La niña
vivía en su castillo y era feliz como nunca antes lo fuera.
Un día, sin embargo, se oyó en las cercanías
del palacio el sonido de un cuerno. El rey de aquella tierra, que había salido
a cazar, estaba a punto de llegar a la orilla del lago. Cuando la hermosa hada
ogó el sonido del cuerno, llamó a Carolina blanca y le dijo:
-Querida, debemos separarnos y tú ya no
volverás a verme. Para que conserves un buen recuerdo de mí, quiero complacer
otros dos deseos tuyos. Piensa bien en lo que quieres, porque en cuanto los
digas, tus deseos se cumplirán.
El hada se fue y Carolina blanca se quedó
sola. Tenía miedo y estaba triste. Y así suspiró:
-¡Ah, si estuviese aquí conmigo mi hermanita,
mi querida Carolina negra!
En cuanto pronunció estas palabras, el viento
murmuró y Carolina negra apareció a su lado. Pero Carolina seguía estando
triste, porque su hermanita era aún más negra y más fea que antes. Y así
suspiró:
-¡Ah, si pudiésemos ser las dos iguales!
En cuanto dijo estas palabras, las dos niñas
se transformaron en dos cisnes, blancos como la nieve, que nadaban juntos en el
lago. Y desde entonces vivieron siempre juntas. Nada ni nadie pudo separarlas,
ni siquiera los genios y las ninfas del agua.
161. anonimo (belgica-flandes)
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