También los moros de
Menorca, al verse obligados a abandonar la isla, tomaron buen cuidado de dejar
ocultos los tesoros que no pudieron llevar con ellos. En algún caso, hubiera
sido suficiente para hallarlos el simple hecho de conocer su escondrijo. En
otros, más complicados, se hacía necesario, además, resolver las conjuras de
extraños encantamientos que garantizaban la invulnerabilidad de las escondidas
riquezas.
Estos tesoros -al menos
eso cuentan en la isla- no se han dado aún por perdidos. Siempre habrá algún
animoso buscador, dispuesto a dar con ellos, basándose en alguna conjetura, en
una leyenda medio olvidada o, en alguna circunstancia, más o menos sorprendente.
Así, por ejemplo, cuentan que, hace años, un argelino que visitaba Menorca,
preguntó a las gentes de Sant Cristófol
si habían oído hablar del tesoro de Albranca.
¡La leyenda había pervivido! A través de los siglos, de una generación a otra y
muy lejos de la isla, se había mantenido viva la historia que los lugareños
conocían muy bien y que contaron así al curioso visitante:
Muchos años después de
conquistada Menorca por las tropas de Alfonso III, en 1287, vivía cautivo en
Argel un menorquín de las tierras de Albranca.
Las relaciones del esclavo con su amo debían ser cordiales ya que,
frecuente-mente, entablaban largas conversaciones donde el único tema era la
isla que el moro -de lejana ascendencia menorquina- demostraba conocer
bastante bien, a través de relatos oídos a sus mayores.
Un día, seguro ya el
árabe de la absoluta lealtad de su esclavo, le hizo una confidencia. Le habló
de un viejísimo talayot y de unas cuevas de laberínticas galerías que el
isleño conocía, por haber resguardado en ellas, frecuente-mente, a su rebaño. En
su fondo, en el rincón más oscuro, debería permanecer oculto un anciano moro,
guardián de un fabuloso tesoro que sólo entregaría mediante una determinada contraseña:
tres toques prolongados. dados con una caracola, y, al hacerse visible el
enigmático guardián, presentarle una vara de madera, grabada con extraños
jeroglíficos árabes.
El argelino concedió la
libertad a su esclavo y, entregándole la caracola y la vara, envióle a Menorca
en busca de aquel tesoro, del que debería mandarle una parte, en pago de su rescate.
Llegado el menorquín a la
cueva, sopló por tres veces la caracola y esperó. Un sonido extraño, parecido
al de una voz humana, le llegó de algún escondido lugar de aquellas galerías.
Probó nuevamente y otra vez aquel rumor enigmático, algo más débil, se dejó oír
en la oscuridad de la caverna. De nuevo hizo sonar el corn y esta vez sólo un suspiro, como un debilísimo estertor,
contestó a su llamada.
A la luz de una antorcha,
preso de una creciente agitación, el hombre se puso a buscar, febrilmente, el
origen de aquellos sonidos. Recorrió el laberinto de pasillos, miró el interior
de grietas y agujeros hasta que, al fin, en un nicho húmedo, recostado sobre un
jergón de paja, algo que recordaba la figura de un anciano moro, le miraba
desde la profundidad de sus ojos desorbitados.
El antiguo esclavo se
inclinó sobre aquel despojo humano que parecía tener todos los años del mundo,
y le mostró la vara de los grabados cabalísticos, instándole a levantarse y
conducirle al lugar del tesoro.
Demasiado tarde. El árabe
musitó una ininteligible palabra y se quedó yerto sobre su yacija, bailándole
en las pupilas el resplandor de la antorcha...
Desde entonces, cuentan,
el tresor d'Albranca se convirtió en
la quimérica meta de muchos buscadores, absolutamente convencidos de su
existencia.
* * *
Muy cerca de cala'n Turqueta, una de las playas de Menorca
ante la que palidecen los calificativos cuando se trata de describir su
hermosura, se levantaban, tiempo atrás, cabe una antigua atalaya, las casas de Torre-Llefuda.
Sus moradores tenían fama
de acaudalados y, cuando alguien inquiría sobre los orígenes de su fortuna, no
tenían inconveniente en aclararlo. Su riqueza no provenía de las ásperas
tierras de la marina circundante, sembradas de pinos, lentiscos y matas de
olorosa manzanilla, sino que arrancaba de aquella lejana noche, perdida ya en
la oscuridad del tiempo, cuando todos en el predio dormían profundamente.
Unos golpes en el portón
de madera claveteada interrumpieron el descanso de los payeses que, al descorrer
el cerrojo, se encontraron ante una chusma de moros, invadiendo el amplio
zaguán de la casa. La silueta de una nave con el trapo replegado, recortándose
a la luz de la luna sobre las tranquilas aguas de cala'n Turqueta, desgarró el alma de aquellas buenas gentes que se
aprestaron, sin resistencia, a emprender el temido viaje hacia los mercados de
esclavos, en las costas africanas.
Sin embargo, no parecían
éstas las intenciones de los piratas. Una voz familiar, tal vez la de algún
renegado integrado en aquella cuadrilla, les ordenó sacar del corral las bestias
de carga y proveerse de capazos y herramientas. Seguidamente les vendaron los
ojos y, cogidos de la mano, les obligaron a seguirles, tierra adentro, en una
larga y silenciosa caminata.
La extraña procesión se
detuvo en el seco cauce de un torrente donde a una orden del cabecilla,
pusiéronse todos a cavar la base de una gran roca. Al poco rato se abrió ante
ellos una cueva ofreciendo a sus ojos una visión alucinante. Un inmenso tesoro,
una verdadera montaña de oro, joyas y pedrería, pasó del interior de la gruta a
las albardas de las bestias y, vendados nuevamente los ojos a los de Torre-Llefuda, la comitiva emprendió el
regreso hacia la playa.
Pronto estuvieron a bordo
los moros y su valioso botín. Levada el ancla, cuando el suave viento terral
empujaba al velero hacia el mar abierto y a salvo ya de una reacción violenta
de los menorquines, el renegado que conocía su idioma les despidió desde la
popa:
-«¡Gracias por vuestra
ayuda! Este tesoro era nuestro desde hacía muchos años; sin embargo, hemos
dejado una parte para vosotros en la cueva. La encontraréis caminando dos leguas
en línea recta y luego...»
Justo es dejar constancia
de esta historia en la que el moro, al menos por una vez, no entró a saco en la
isla sino que volvió a recuperar lo suyo que repartió, además, generosamente,
con sus forzados colaboradores dándoles fama de ricos durante muchos años.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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