Había una vez un joven
hermoso y amable que se llamaba Mateo. Un día se fue al bosque a cortar leña.
En el camino, se encontró con tres sapos en un hoyo: se habían dormido al sol
y el sol los había dejado casi resecos. A Mateo le dieron pena, cogió algunas
hojas grandes y cubrió con ellas a los tres sapos. Y siguió luego su camino.
Cuando los sapos se
despertaron y vieron que alguien los había tapado, dijeron:
-Sea quien fuere aquel
que nos ha protegido, debe de ser, sin duda, un espíritu amable. Que se cumplan
desde este momento todos sus deseos en compensación por su amabilidad.
Mientras tanto, Mateo
había cortado un buen haz de leña. Una vez listo, lo cargó sobre sus espaldas y
retomó el camino de regreso a casa. Pero el haz era pesado y, a mitad de
camino, el joven lo dejó en el suelo, se sentó encima y lanzó un profundo
suspiro:
-Ah, querido haz, eres
terriblemente pesado, ¿sabes? ¡Te he traído hasta aquí y ahora, la verdad sea
dicha, deberías ser tú quien me llevase de vuelta a casa!
Dicho y hecho: el haz se
levantó, incorporando también al joven, y comenzó a correr. Mateo no podía dar
crédito a sus ojos.
El camino que conducía a
su casa desde el bosque pasaba frente al palacio real. Cuando la princesa, que
estaba asomada a una ventana, vio el haz que caminaba llevando a cuestas al
leñador, se rió de corazón y gritó:
-Venid todos a ver; el
haz lleva a Mateo a cuestas.
Mateo miró a la hermosa
princesa y se enamoró enseguida de ella:
-¡Ah, si la princesa se
enamorase de mí!
No tuvo que pensarlo dos
veces porque su deseo se hizo, de inmediato, realidad. En ese mismo momento la
princesa se enamoró de él y al poco tiempo los dos enamorados se casaron, pero
en secreto, porque ¿qué habría dicho el rey? ¿Una princesa casada con un
leñador?
Después de un año y un
día, la princesa tuvo un hijo. El rey montó en cólera y, muy enfadado, le
preguntó a la princesa quién era su marido, y el padre del niño. Pero la
princesa se negó a traicionar a Mateo q así pasaron los años.
Un día, al rey se le
ocurrió una idea. Ofreció una gran fiesta para todos sus súbditos, nobles y
plebeyos. Durante la fiesta, el rey llamó a su nieto, le dio una manzana y le
dijo al oído que se la entregase al invitado que le cayera mejor. El niño fue
de un invitado a otro y, cuando llegó frente a Mateo, le dio la manzana
diciéndole:
-¡Esta manzana es para
ti, papá!
Al escuchar esas
palabras, el rey perdió la luz de la razón. Hizo fabricar un enorme barril, lo
dividió en dos partes con una tabla, en una de ellas encerró a su hija con el
nieto, y en la otra a Mateo. El barril fue arrojado al mar y las olas lo
llevaron lejos.
Pasa un día, pasan dos,
pasan tres: Mateo empieza a tener hambre.
-¡Ah, si tuviese un trozo
de pan! Mi mujer y mi hijo están muertos de hambre. ¡Sería tan feliz si pudiese
darles de comer!
En cuanto dijo estas
palabras, aparecieron ante cada uno de los prisioneros del barril sendas
hogazas tiernas de pan blanco. Después de comer la suya con avidez, Mateo dijo:
-¡Ah, si alguien cortase
la tabla que nos separa! ¡Estamos senta-dos uno junto al otro y ni siquiera
podemos vernos!
En ese mismo instante, la
tabla desapareció y Mateo, la princesa y el niño se encontraron finalmente
reunidos.
Y así el barril siguió
flotando sobre las olas que lo llevaron cada vez más lejos. Un día Mateo dijo:
-¡Ah, si este barril
llegase a tierra firme y pudiésemos salir de él!
En cuanto dijo estas
palabras, el barril llegó a tierra firme y se estrelló contra una roca. Mateo,
la princesa y su hijo se encontraron en una playa. El lugar parecía desierto,
sólo bosques y ni un alma en los alrededores. Mateo suspiró una vez más:
-¡Si hubiese algún
refugio para los tres!
Y, maravilla de
maravillas, antes de que terminase de hablar, apareció ante los ojos de Mateo un
magnífico palacio, donde había todo cuanto una persona puede desear: caballos,
carrozas y criados. Mateo, la princesa p su hijo entraron en el palacio y allí
vivieron la mar de bien.
Pasaron diez años y, un
día, una ventisca sorprendió al padre de la princesa, mientras cazaba en el
bosque. Se había separado de sus acompañantes y se perdió en la espesura.
Después de haber vagado de aquí para allá durante un buen tiempo, se encontró
frente a un extraño palacio. Llamó al portal, los criados le abrieron y lo
condujeron ante la princesa. Ésta reconoció de inmediato a su padre; en cambio,
él a ella no. La princesa simuló no enterarse, lo saludó cortésmente y lo
condujo a una hermosísima alcoba para que descansase. El rey se quitó la ropa,
dejó sus joyas encima de la mesa de noche y se durmió enseguida. A medianoche,
la princesa se introdujo furtivamente en la alcoba de su padre y se llevó las
joyas. A la mañana siguiente, cuando el rey se despertó y comenzó a vestirse,
se dio cuenta de que las joyas habían desaparecido. Al principio quería
informar del hecho a su benefactora, pero luego pensó que sería mejor no decir
nada. La princesa, sin embargo, le preguntó:
-¿Qué ha ocurrido,
honorable huésped? Os noto algo preocupado.
-No querría ocasionaros
ninguna molestia -respondió el rey. Pero ya que me lo preguntáis, os diré lo
que me ha ocurrido. Anoche puse mis jogas sobre la mesa de noche Y esta mañana
ya no estaban allí.
Entonces la hija del rey
las sacó de su bolsillo diciendo:
-¿Son éstas vuestras joyas?
-Sí, son ésas.
-¿Y están todas? ¿No
falta ninguna?
-No, no falta ninguna.
-Vos decís que no falta
ninguna, pero yo os digo que sí, que faltan algunas, incluso las más preciosas.
¿No habéis perdido a vuestros hijos?
El rey la miró
sorprendido y preguntó:
-¿Cómo lo sabéis?
-Padre, ¿no me
reconocéis? -exclamó entonces la princesa. Soy tu hija, la misma que arrojaste
al mar hace muchos años.
Al escuchar estas
palabras, el rey abrió los brazos y estrechó contra su cuerpo a la princesa:
-¡Ahora te reconozco,
hija mía! ¡Loado sea el cielo que me permite volver a verte! Desde hoy tú, tu
marido y vuestro hijo, viviréis conmigo en mi palacio, y todo lo que poseo será
para vosotros.
Mateo, la princesa y el
niño volvieron, por tanto, a la corte del rey, y allí vivieron muchos años,
amados y respetados hasta el fin de sus días.
Fuente: Gianni Rodari
112. anonimo (italia)
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