El pobre Giufà era
conocido a lo largo y a lo ancho de Sicilia. Siempre andaba todo andrajoso y
nunca tenía nada para comer, pero siempre estaba alegre y de buen humor. Un
día, sin embargo, Giufà se cansó de ir mal vestido y decidió comprarse un traje
decente:
-El hábito hace al monje
-se dijo- y, si uso mejores ropas, sin duda las cosas me irán mucho mejor.
Así que se fue de
compras. Pasó por la zapatería, por la sastrería, por la sombrerería, y se
compró todo lo que le hacía falta. Pero no pagó un céntimo:
-Pagaré mañana -dijo-,
cuando haya recibido el dinero que me corresponde.
El buen Giufà volvió de
las compras muy elegante, con pantalones nuevos, camisa y chaqueta nuevas, y,
lo mejor de todo, un estu-pendo sombrero rojo. Estaba francamente contento con
su ropa. Pero al día siguiente comenzó a preocuparse: ¿cómo haría para pagar
toda aquella ropa si no tenía un céntimo?
Obsesionado por este
pensamiento, el pobre Giufà decidió darse por muerto. Se tumbó en la cama,
cerró los ojos, juntó sus manos, apuntó los dedos de los pies hacia el techo.
Parecía realmente un cadáver.
Por la mañana temprano,
los acreedores fueron a su casa, uno tras otro: el zapatero, el tendero, el
sastre, el sombrerero, en el mismo orden en el que Giufà los había visitado el
día en que salió de compras. Viéndolo yacer con una cruz sujeta entre sus
manos, cada uno de ellos suspiró y dijo:
-Pobre Giufà, me debes
dinero. ¡Qué idiota he sido al darte crédito! Pero es inútil llorar, ga no hay
remedio: lo hecho, hecho está. ¡Que conste que desde ahora me olvido de tu
deuda!
Finalmente, llevaron a
Giufà como un cadáver a la iglesia. Según la costumbre, tenía que permanecer
toda la noche en un ataúd abierto.
De improviso, hacia la
medianoche, se abrieron las puertas y entró en la iglesia una banda de
ladrones. Volvían de un atraco y querían repartirse en paz el botín. Se
sentaron en el suelo, el oro sonó y volvió a sonar, hasta que se repartieron
amistosamente todos los ducados robados. Pero había sobrado uno, y los
ladrones estaban a punto de llegar a las manos para decidir a quién le
correspondía. Pero su jefe señaló a Giufà, que yacía en silencio en el ataúd, y
dijo:
-¡Quien consiga darle en
la nariz al cadáver a diez pasos de distancia tendrá el ducado!
Todos desenfundaron sus
pistolas. Como podéis imaginar, Giufá sintió que se le helaba la sangre, pero
se armó de valor, se incorporó cuan alto era en el ataúd y aulló con voz
cavernosa:
-¡Espíritus de
ultratumba, levantaos y acudid a defenderme!
¡Fue como si un rago
hubiese fulminado a los ladrones! Aterrorizados, escaparon y desaparecieron en
un abrir y cerrar de ojos, olvidando sus ducados.
Pero no los olvidó Giufà.
Con mucha calma los recogió todos, dejando sólo el que sobraba, y volvió a
casa. A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver a sus acreedores y pagó
todas sus deudas, ¡incluso la que había contraído para comprarse el sombrero
rojo!
112. anonimo (italia)
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