Había una vez un pobre
molinero que tenía tres hijos: Juancho, Juanito y Juan. Cuando el molinero
murió, sólo les dejó un viejo gato, un gallo y una hoz. Los muchachos
enterraron a su padre y volvieron mug tristes del cementerio.
-¿Qué será de nosotros?
-dijo Juancho, el mayor. Repartamos lo que nuestro padre nos ha dejado y
salgamos a correr mundo. Así tendremos la posibilidad de ganarnos la vida. Aquí
nos moriremos de hambre.
-Tienes razón -dijeron
Juanito y Juan. Y, como tú eres el mayor, a ti te toca repartir lo que hay.
-Vale -respondió
Juancho. Tú, Juan, te llevarás la hoz; y tú, Juanito, el gallo. Yo me quedaré
con el gato.
Los hermanos aceptaron.
Juan cargó con la hoz al hombro, Juanito cogió el gallo bajo el brazo, Juancho
llamó al gato, y juntos partieron a probar ventura.
A poca distancia del
pueblo había una encrucijada.
-Somos tres y justamente
son tres los caminos -observó Juancho.
Que cada uno tome uno diferente, pero con el compromiso
de encontrarnos de nuevo en este mismo lugar dentro de un año y un día. Veremos
entonces qué tal le ha ido a cada uno.
Los otros dos aceptaron,
se abrazaron y cada uno se internó en el camino que había elegido.
Juancho, el mayor, caminó
con su gato hasta que llegó a un palacio. ¿Y qué creéis que encontró en aquel
palacio? Había dos mil lacayos, pajes y sirvientes que, empuñando varas, palos
y mazos, daban caza a ratas y ratones. Y había tantas ratas y tantos ratones
en todo el reino que lo habían devorado todo y la gente no tenía casi nada de
comer. Y, aunque lacayos, pajes y sirvientes llevaban al menos seis meses dando
caza a ratas y ratones, sólo habían podido acabar con tres.
Cuando Juancho los vio
correr atolondrados, dándose palos unos a los otros mientras intentaban golpear
a los ratones, no pudo menos que reír. Uno de los criados se detuvo y dijo:
-Tú te ríes, forastero,
pero, si estuvieses en nuestro lugar, sin duda no te reirías.
-¿Y por qué no habría de
reírme?
-Porque no. ¿No ves qué
trabajo da cazar a estos malditos ratones?
-¡No es difícil atrapar
ratones! Para ello me basta con mi gato.
Y dejó libre al gato,
quien arqueó su lomo y, paf, saltó sobre el primer ratón que pasaba y lo
devoró en un abrir y cerrar de ojos.
Lacayos, pajes y sirvientes
gritaron admirados:
-¿Qué milagrosa criatura
es ésa?
-Es un gato -respondió
Juancho, y acabará con todos los ratones que infestan vuestro reino.
-¿Un gato? -preguntaron
lacayos, pajes y servidores. Jamás habíamos visto un animal como ése. ¿También
se come a la gente?
-No -dijo Juancho-, sólo
come ratas y ratones.
-Debemos mostrarle a
nuestro soberano este animal tan precioso. Puedes estar seguro de que no dudará
un instante en comprarlo. Pero no pidas un precio demasiado bajo, porque
nuestro rey es muy rico.
Condujeron a Juancho y su
gato a palacio, donde estaba el rey sentado en su trono.
Cuando escuchó a sus
pajes, sirvientes y lacayos, se puso muy serio y dijo:
-Forastero, me han
informado de que la criatura que lleváis bajo el brazo sabe cazar ratones y no
se come a la gente. ¿Es cierto?
-Claro que es cierto,
Majestad. Si lo deseáis, os lo demostraré enseguida.
Una horda de ratones se
desplazaba de aquí para allá por la sala, alrededor del trono, entre las sillas
y los aparadores. Juancho dejó suelto al gato, y el gato, aún hambriento por
el largo viaje, arqueó el lomo y acabó al menos con una media docena de
ratones.
El rey observaba con los
ojos desorbitados:
-¿Cuánto queréis por esta
criatura maravillosa?
Pero Juancho, que era un
muchacho inteligente, respondió:
-Mi gato no está en
venta. Es el único ejemplar de esta raza que vive en el mundo y no puedo ni
siquiera pensar en separarme de él.
-Pero yo os ofrezco la
mitad de mi reino si me lo cedéis -dijo el rey.
-No puedo, de verdad
-replicó Juancho. Salvo que me deis por esposa a vuestra hija, la princesa.
El rey no vaciló
demasiado y, ese mismo día, se celebraron sun-tuosas nupcias entre Juancho y la
princesa. Juancho conquistó así a la hija del rey, además de la mitad del
reino.
Mientras tanto Juan, el
segundo hijo del molinero, caminó muchas leguas con el gallo bajo el brazo
hasta que, también él, llegó cerca de un palacio. Y llegó justo cuando caían
las sombras de la noche y, de las puertas del castillo, salía un enorme carro
de heno, tirado por corpulentos caballos blancos, rumbo a oriente.
-¿Adónde van con ese
enorme carro? -preguntó Juan a uno de los criados.
-¿Cómo que adónde van?
-respondió el criado. Qué pregunta más tonta. Sabéis tan bien como yo que van
en busca de la luz del día; de otro modo, ésta no volvería nunca. En vuestra región,
¿no aparejáis también un carro por la misma razón? ¿Es siempre de noche donde
vosotros vivís?
Juan no preguntó más. Le
dio las gracias al buen hombre por su información y esperó a ver qué ocurriría.
Alguien le ofreció un lugar en la cocina para que durmiese y, al día
siguiente, lo despertó el reloj del palacio, que daba las cinco. Se asomó a la
ventana, pero aún estaba muy oscuro, a pesar de que era casi pleno verano. Oyó
las campanadas de las seis, las siete, las ocho, y fuera seguía estando oscuro,
como si aún fuese de noche. Hacia las nueve, oyó el chirriar de unas ruedas y,
poco después, apareció el carro que llevaba detrás la luz del día.
-Ah, -pensó Juan para sus
adentros-, evidentemente, no conocen el canto del gallo y deben ocuparse ellos
mismos de ir a buscar la luz del día. Veremos qué ocurre esta noche.
Esa noche dejó libre a su
gallo en el patio. Hacia las tres de la mañana el gallo se despertó, sacudió
sus plumas y soltó unos alegres:
-¡Quiquiriquí!
¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!
Pocos minutos después,
comenzó a rayar el día y, pasada media hora, había luz plena. En el palacio,
todos se quedaron estupefactos. Al principio, pensaron que el carro había
vuelto antes de lo acostum-brado, pero luego comenzaron a hacer preguntas y,
finalmente, uno de los sirvientes dijo que un joven forastero, al que habían
alojado en el palacio del rey, había dejado a una extraña ave en el patio
durante la noche, y que esta ave, cantando, había hecho volver la luz del día.
El rey mandó llamar a
Juan y le preguntó:
-¿Has sido tú, forastero,
quien hizo que llegase el día?
-Sí, Majestad. He sido yo
o, mejor dicho, esta ave -respondió Juan mostrándole al rey el gallo que
llevaba bajo el brazo.
-¿Y cómo se llama esa
ave?
-Se la conoce con el
nombre de gallo. Sólo debe cantar cada mañana muy temprano y, gracias a su
canto, amanece el día.
-¿Y dónde se puede
conseguir un ave tan milagrosa?
-Éste es el único ejemplar
que existe en el mundo -respondió Juan, que era un muchacho astuto.
-Véndemela -propuso el
rey. Te daré lo que quieras, incluso la mitad de mi reino.
-El gallo no está en
venta, ni a precio de oro ni de plata, porque go no puedo vivir sin él -explicó
Juan. Pero si de verdad os apetece mucho tenerlo, dadme a vuestra hija como
esposa y os lo cederé.
Y, a cambio del gallo
prodigioso, el rey concedió a Juan la mano de la hermosa princesa y la mitad de
su reino como dote.
¿Qué le había ocurrido,
mientras tanto, al menor de los tres hermanos, es decir, a Juanito?
Estaba convencido de que
le había tocado la peor parte de la herencia y, más de una vez, había tenido el
impulso de tirar la hoz en un foso. Por suerte, sin embargo, no llegó a hacerlo
nunca y, después de mucho caminar, él también llegó ante un palacio. A su
alrededor, había extensos campos de trigo, y miles de hombres recogían el grano
sacudiendo las plantas con varas. Era una tarea muy agotadora y, durante su
transcurso, caía a tierra buena parte del grano y debían recogerlo a mano.
Juanito se detuvo a mirar
a los campesinos, completamente sorprendido, y apenas daba crédito a sus ojos.
Al fin, se acercó a uno de ellos, le mostró su hoz y, de un solo golpe, cortó
una brazada entera de trigo.
-¿Qué prodigioso objeto
es ése? -preguntaron a coro todos los campesinos-. Debemos decírselo al rey.
Y acudieron a informar al
rey de la portentosa herramienta.
El rey quiso ver en
persona la maravilla de la que hablaban y se dirigió al campo en busca de
Juanito. Cuando lo vio, le pidió al hijo del molinero que le mostrase la hoz
que, según decían, hacía milagros.
-Es una hoz, Majestad
-dijo Juanito, comenzó a cortar el trigo y, en muy poco tiempo, llegó a segar
la mitad del campo.
El rey se sentía feliz y
le dijo:
-Forastero, ¿quieres
venderme tu hoz?
Pero Juanito no era nada
tonto y respondió:
-No, Majestad, es
imposible. La hoz no está en venta. Pero os la regalo si me dais a vuestra hija
como esposa.
-Claro, claro, con mucho
gusto -dijo enseguida el rey.
Así, también el tercer
hijo del molinero tomó como esposa a una princesa y obtuvo la mitad de un
reino.
Al cabo de un año y un
día, los tres hermanos volvieron a la encrucijada de donde habían partido. ¡No
es difícil imaginar el estupor y la alegría que tuvieron al verse los tres,
montados en unas carrozas doradas y con coronas de reyes en sus cabezas! ¿Y a
quién debían dar las gracias por todo esto? A su pobre padre y a la herencia
que de él habían recibido: un gato, un gallo y una hoz.
Fuente: Gianni Rodari
120. anonimo (francia)
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