Una corneja había hecho
nido entre las ramas de un árbol. Allí puso tres huevos de los que nacieron, a
su tiempo, tres cornejitas sin plumas. Cuando un zorro, que vivía en aquel
bosque, se dio cuenta de lo ocurrido, subió al árbol y exclamó:
-¡Eh, señora corneja! Soy
leñador. El Rey en persona me ha ordenado que corte este árbol.
La corneja, asustada,
comenzó a suplicar al zorro:
-Se lo ruego, señor
leñador, espere, déme un poco más de tiempo. Cuando mis hijos hayan crecido, me
iré a otra parte. En ese momento podrá derribar este árbol.
-Por más que go crea en
lo que me dice, el Reg no creerá en lo que le diga yo -respondió el zorro-.
Tendría que llevarle como prueba a uno de sus hijos.
Y así la corneja le entregó
uno de sus hijos al zorro, que se fue inmediatamente. A la mañana siguiente, el
zorro estaba de nuevo a los pies del árbol llamando:
-¡Eh, señora corneja!
¡Pase lo que pase, hog sin falta debo cortar el árbol!
La corneja se asustó aún
más y comenzó a suplicar:
-Se lo ruego, señor
leñador, déjeme un poco más de tiempo. Le daré otro de mis hijos.
El zorro buscó excusas,
fingió sentirse enfadado, pero al final aceptó y se fue con otra cornejita.
Pasados unos días, voló
sobre el árbol una urraca. Cuando vio a la corneja muy triste en su nido,
acompañada por una sola cría, grito:
-¡Eh, señora corneja!
¿Qué le ocurre, qué le ha pasado? La corneja le contó todo.
-Seguro que no era un
leñador -observó la urraca-. Debe de ser una triquiñuela del zorro. Pero escuche
atentamente lo que le voy a decir. Si vuelve a aparecer, respóndale sin miedo:
« Váyase de una vez, váyase. No le volveré a dar ninguno de mis hijos. Además,
me ha quedado uno solo ».
Al día siguiente, el
zorro llegó como de costumbre diciendo que ahora debía cortar el árbol sin más
tardanza. Esta vez la corneja se armó de valor y respondió tal como le había
aconsejado la urraca.
En vano el zorro dio
golpes al árbol, en vano lo fustigó con la cola. Por fin, presa de cólera,
gritó:
-¡Sin duda ésta no ha
sido idea suya! Le ha calentado la cabeza la urraca. Pero me vengaré, ya se
enterarán los hijos de la urraca.
Y se fue a la carrera.
No muy lejos del árbol se
tumbó en la hierba y se quedó con la boca abierta, fingiendo que se había
muerto. A los pocos minutos llegó la urraca: voló cerca del zorro g se aseguró
de que no se movía. Dijo entonces, como si hablase consigo misma:
«¡Hoy me daré un gran
banquete! Pero ¡atención! Si comienzo por la cabeza, el zorro siempre podría
pillarme con sus dientes. Mejor comenzaré por la cola».
Y, dicho y hecho, comenzó
a picotearle la cola. Una vez que hubo terminado, siguió con la cabeza. Era
justamente lo que el zorro esperaba: en ese preciso instante abrió la boca y la
urraca quedó atrapada. Pero, sin perder del todo la esperanza, la urraca dijo:
-¿Por qué me tiene
atrapada entre sus dientes, señor zorro? ¿Qué mal le he hecho yo?
-¿Qué mal me ha hecho? Le
ha metido ideas raras en la cabeza a la corneja -gritó el zorro enfurecido.
Pero la ira es mala
consejera: en efecto, el zorro olvidó que su presa tenía alas. Justo cuando
abrió la boca para hablar, la urraca voló hacia el árbol más próximo.
El zorro, fuera de sí por
la rabia, intentó subir al árbol para apresar a la urraca pero, en la mitad de
la subida, cagó U se quedó muerto al instante. Y éste fue el final del zorro.
Fuente: Gianni Rodari
084. anonimo (persia)
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