Había una vez una viuda
pobre que tenía una sola hija, a quien llamaban la sabia Catalina. La viuda
enfermó gravemente y le dijo a su hija:
-Querida Catalina, estoy
a punto de dejar esta tierra y debo decirte que nunca me he sentido realmente
colmada ni una sola vez en la vida. Ve al palacio del rey e intenta conseguir
una oca. Me apetece tanto comer oca asada... Tal vez, por qué no, llegue a
curarme.
La sabia Catalina fue al
palacio del rey y le pidió una oca. El rey se irritó mucho y ordenó que la
hiciesen salir del palacio.
-No importa, no importa,
el que ríe último ríe mejor -se dijo la sabia Catalina, y se dirigió a la
cocina de la residencia real.
En un pasillo se encontró
con un pinche de cocina que justamente llevaba una bandeja con una oca asada.
Catalina le dijo:
-Anda, corre, el rey ha
dicho que quiere verte ahora mismo. Déjame la bandeja que yo la cuidaré.
El pinche fue a ver al
rey, pero éste le dijo que debía de haber un error, ya que él no lo había
mandado llamar. Pero el pinche repitió que esa orden se la había transmitido
una joven, la que ahora se cuidaba de la bandeja con la oca. El rey fue con el
pinche a ver quién era esa muchacha, pero Catalina qa no estaba allí. Antes de
escapar, había escrito en la pared:
He estado aquí y no estoy
loca:
me he escapado con la
oca,
que a mi madre le sabrá
divina.
Firmado: la sabia
Catalina.
El rey se irritó aún más,
pero no pudo hacer nada.
La madre de Catalina
comió la oca asada con auténtico placer y, cuando terminó, dijo:
-Créeme, Catalina
querida, pa me siento mucho mejor. Ahora me comería de buena gana una de las
estupendas manzanas que crecen en el jardín del rey.
Catalina fue al jardín
del rey y le dijo al jardinero que el soberano quería verlo enseguida, que se
diese prisa. Mientras tanto, ella vigilaría el jardín. El jardinero fue a ver
al rey, quien afirmó que debía de haber algún error, porque él no había mandado
llamar a nadie. Pero el jardinero insistía en que la orden se la había transmitido
una muchacha, la que ahora mismo estaba cuidando el jardín en su lugar. El rey
decidió ir a ver a esa joven y, naturalmente, ya no encontró a nadie. Faltaba,
sin duda, la manzana mejor de todo el jardín y, en la corteza del árbol, podía
leerse:
He estado aquí, no ha
sido en vano:
he cogido una fruta del
manzano,
que a mi madre le sabrá
divina.
Firmado: la sabia
Catalina.
A la viuda le gustó mucho
la manzana. Estaba para chuparse los dedos. Entonces dijo:
-Querida Catalina, te
juro que casi estoy curada. Me vendría muy bien ahora un poco de la miel que
el rey tiene en su despensa.
Catalina fue a la
despensa del rey y le dijo al despensero:
-Ve enseguida a hablar
con el rey, que quiere verte. Mientras tanto, yo vigilaré la despensa.
El despensero fue a ver
al rey, quien se puso furioso, porque realmente no había llamado a nadie. Pero
decidió, de todos modos, echar un vistazo a la despensa, sospechando que se
trataba una vez más de una triquiñuela de Catalina. En efecto, en la despensa
faltaba un frasco de miel. La viuda se lo había comido ga y se había levantado
de la cama con una salud de hierro. Pero Catalina había dejado nuevamente un
mensaje escrito en la pared:
He estado aquí y he sido
fiel:
me he llevado un frasco de
miel,
que a mi madre le sabrá
divina.
Firmado: la sabia
Catalina.
Al leer estos versos, el
rey se enfadó tanto que se sintió mal y tuvo que meterse en la cama.
En cuanto la sabia
Catalina supo que el rey había enfermado, se disfrazó rápidamente de médico y
se presentó en el palacio ofreciéndose para curarlo. El enfermo yacía en el
lecho y no conseguía siquiera moverse. Catalina le miró la lengua y dijo:
-Majestad, vuestra
enfermedad es una cuestión de carácter. Sois demasiado cascarrabias. Os enfadáis
enseguida y eso es perjudicial para el hígado. Pero yo os curaré. Durante tres
días y tres noches, debéis untaros el cuerpo con un emplasto de sal y pimienta
y tomar la medicina que ahora mismo os voy a recetar.
Catalina escribió una
receta y le dijo enseguida al camarero del rey que fuese a la farmacia. Untaron
el cuerpo del rey con un emplasto de pimienta y sal y Catalina se fue. El
monarca se lamentaba:
-¡Ay! ¡Ay! No puedo
soportar este ardor. Es peor que estar en un horno encendido. ¡Ay! ¡Ay!
En ese momento, volvió el
camarero de la farmacia y mostró la hoja escrita por Catalina. Era una extraña
receta que decía lo siguiente:
Contra la cólera no hay
medicina.
Firmado: la sabia
Catalina.
Cuando el rey leyó estas
palabras, se puso tan furioso que estalló.
123. anonimo (hungria)
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