Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 30 de agosto de 2012

Licántropo


Para llegar desde el barrio de chalets de San José hasta la avenida del Este existen dos trayectos posibles: dirigirse al bulevar de los Olmos y descender después hacia la avenida, sin abandonar en ningún momento calles bien iluminadas, o bien tomar el camino más corto del descampado que se abre entre los chalets y la flamante arteria, unos de esos espacios de terreno abierto, lleno de residuos, dunas de tierra grisáceas y matorrales empolva-dos, que salpican sorprendentemente las grandes urbes sin que nadie se decida -en un tiempo de especulación feroz - construir en ellos. Zonas rodeadas a veces por espectaculares edificios de muchas plantas, que permanecen abandonadas durante muchos años, invadidas por las basuras, los perros y las ratas, y ocupadas durante el día por pandillas de chicos que encuentran, en lugares que se convierten en vertederos, una especie de sucedáneo del verdadero campo libre, esa cosa cada vez más difusa y lejana que lleva camino de convertirse en un exótico producto de consumo para familias ciudadanas durante los fines de semana.
Arturo Soldevila, un hombre pulcro y menudo, empleado de banca, uno de esos tipos que se pierden entre las muchedumbres urbanas sin que nadie repare jamás en ellos (tal es su insignificante presencia y lo anodino de su identidad ponderada), vivía en un chalet del barrio de San José en 1976 y todas las noches salía de su casa una vez terminaba de cenar para dar un paseo sosegado de media hora cubriendo un recorrido que no se alteraba nunca. Tomando la acera par de su calle, llegaba al descampado a que hemos aludido, lo cruzaba siguiendo un estrecho camino que la gente había abierto con sus pasos al insistir siempre en el mismo trayecto, y llegaba hasta la avenida del Este, por cuya acera impar descendía hacia la Plaza del Emperador. En este punto retornaba sobre sus pasos y, siguiendo el mismo itinerario, regresaba a casa.
No se sabe lo que aquel hombre puntualmente gris podía ir pensando durante sus paseos nocturnos, lo cierto es que una noche de verano de 1976 -una noche de julio, concretamente-, cuando escuchó a su derecha un ruido imprevisto tras uno de los montones de tierra reseca que cubrían el área residual de aquel lugar. Las sombras eran dueñas de la zona, rodeadas por las altas siluetas oscuras de elevados edificios de ladrillo e iluminada tan sólo por los restos de claridad procedentes de las farolas de sodio que, a doscientos metros de distancia, brillaban sobre la avenida del Este.
El ruido que escuchó era realmente alarmante, algo semejante a los movimientos de un animal que acecha inmóvil a una presa y, de pronto, llegado el momento oportuno, desecha toda prudencia e inicia una rápida acción de ataque removiendo la tierra y los cascotes del lugar que ocupaba. El empleado de banca se detuvo espantado y miró hacia el montículo de donde provenía la señal. Palideció también, porque, simultáneamente, escuchó algo parecido a un rugido oscuro y gutural, el ronco estertor de un carnívoro excitado en el momento de iniciar una feroz agresión. Sobre la montaña de tierra surgió de súbito la silueta oscura de un hombre, veloz como una bestia de presa, un humano sin duda, pero de cuya identidad anónima brotaba un alarido sordo y salvaje, atroz; el pavoroso ronquido infernal lleno de cólera ancestral sobre una víctima indefensa.
No era preciso acudir al dictamen del forense para deducir que aquel hombre había sido sórdidamente destrozado por un animal de ferocidad inaudita: el cuello, deshecho a dentelladas, dejaba ver, entre una masa informe y sanguinolenta de tejidos desgarrados, el esófago y la tráquea mutilados, e incluso se distinguían las últimas vértebras del raquis al fondo de aquella masacre. Las autoridades y la prensa atribuyeron la terrible carnicería a causas muy dispares, pero sólo un periodista de la plantilla de un seminario especializado en sucesos, escribió, sin darse cuenta, en una frase secundaria de su primer artículo sobre el caso, la detestable denominación acertada: «... como si se tratase de la abominable acción de un licántropo...»  
(El subrayado es nuestro).

* * *
Del diario de Rosa Luque «27-8-76.

No puedo negar mi afición a las novelas populares editadas en una década comprendida entre los años 30 y 50; libros modestos, pero cuya fisonomía general y su formato, así como los autores elegidos por editores sin ninguna pretensión intelectual absurda, me agradan sin reservas: Biblioteca de Oro, La Novela Ideal, Biblioteca Mundial Sopena, Colección Molino o La Novela Ilustrada, que asocio a nombres como Dumas, Dickens, la Baronesa de Orczy o Ponson du Terrail... ¿No son mucho más agradables estos volúme-nes a dos columnas, con esporádicas ilustraciones cuya falta de destreza les añade un encanto más, papel blanco y tapas blandas con un dibujo a color, ingenuo, pero sugestivo, que los libros actuales, en los que la frialdad de un diseño severo los hace incluso antipático?
   Esta tarde, a las siete, se ha marchado de nuevo. Su propia decisión, la iniciativa de las autoridades y la adecuada actuación del Ministerio de Sanidad, han resuelto parcialmente el caso, yo creo que de la mejor forma posible. Su encierro voluntario durante las noches de luna llena en una celda del psiquiátrico especialmente acondicionada para él, ha transformado una circunstancia alucinante en algo casi rutinario. Y, desde luego, se elude así cualquier peligro para los ciudadanos, que, a raíz de la muerte del empleado de banca, sufrieron esa conmoción colectiva que sucede a todo crimen excesivamente sangriento.
  La lógica psicosis de los vecinos del distrito hace que el barrio, desde el anochecer, se quede desierto, circunstancia que también ha provocado una protesta ante el Gobierno por parte de una representación de los sindicatos de Hostelería y Espectáculos. El motivo no es otro que la gravísima situación que se ha producido en estos sectores tras una alarmante baja de clientes a partir del anochecer.
  Nos acostamos temprano. Ellos parecen cansados últimamente, quizá debido a la tensión que se detecta en las personas y el ambiente, que podría haberles afectado. Por mi parte, sometida al insomnio habitual que me aqueja durante las noches en que Jaime falta de casa, tengo sueño durante todo el día y me duermo pronto, pero a las tres o las cuatro de la madrugada me despierto para no volver a adormecerme hasta el amanecer...»

Me extiendo en esta disgresión literaria porque durante las noches en que Jaime permanece encerrado, leo sin parar esta clase de narraciones que, al menos, me deparan algunos momentos de evasión. Unas noches al mes en las que me resulta imposible dormir de una forma continuada, oprimida por la terrible desgracia que se ha abatido sobre un hombre bueno y honesto a quien la maldición de la luna llena ha sumido en una condición de pesadilla. Si lo pienso serenamente, me parece que se trata tan sólo de una quimera: es un azar tan imposible que me hace sentirme sumergida en un aura de irrealidad continua, incluso cuando él regresa y nuestra vida parece retomar una cadencia de normalidad semejante a la de tiempos pasados, cuando aún no se había manifestado en Jaime ningún signo de su espantosa dolencia. Estoy casada con un licántropo, con un hombre lobo. Jamás mencionamos esas dos palabras, ni siquiera hacemos alusión, aunque sea veladamente, a la propia circunstancia que nos embarga, mucho menos delante de nuestros hijos, Cristina y Fernando, que ignoran por completo el innombrable mal que destroza a su padre».

Del diario de Rosa Luque «2-9-76.

Cuando la luna cambia de fase, Jaime es el mismo hombre de siempre, activo, honrado y amante atento de su familia. Vuelve con nosotros y, salvo esa sombra que se cierne tras las arrugas de su frente, evocadora de una latente preocupación continua, nuestra vida discurre con la discreta armonía de siempre. Cuando se marcha al psiquiátrico, los niños, creyendo que parte a inconcretos viajes por motivos profesionales, le piden siempre que les traiga un regalo.
Estoy leyendo La mano del muerto. ¿Qué autor actual alcanza la amenidad y el interés sin par de Dumas?»

* * *
Atravesando el bulevar de los Olmos, se alza el parque del inglés, una arboleda densa cruzada por caminos recónditos que eligen los paseantes solitarios para ejercer sus aficiones peripatéticas o deleitarse en la lectura acomodados en bancos de madera que se esconden al fondo de rincones silenciosos. También es el lugar idóneo para parejas de chicos jóvenes y ociosos se amen entre la maleza incontrolada de ciertas zonas apartadas a cubierto de miradas inoportunas. Por la noche, el parque ha adquirido fama de ser un lugar peligroso; se dice que en la oscuridad de sus paseos actúan pandillas de sórdidos delincuentes: traficantes de droga, violadores o rateros, que han obligado a muchos ciudadanos a desechar un camino rápido para llegar desde la plaza de la Independencia a la avenida del Este.
Sin embargo, pese a la funesta leyenda de este hermoso parque, aún hay gente, sobre todo estudiantes, que, confiando plenamente en sus fuerzas y en lo exiguo de sus pertenecientes personales (nada tentadoras para un atracador), atraviesan diariamente la arboleda nocturna para dirigirse a sus domicilios.
La noche del 7 de octubre de 1978, cuando uno de estos muchachos cruzaba un estrecho paseo cubierto por las copas de altos chopos blancos, escuchó un ruido imprevisto y súbito entre la maleza que cercaba el sendero a ambos lados. Un estrépito de ramas y hojas secas que le paralizaron en el acto. Apenas tuvo tiempo de emitir un grito breve producido por el pánico y la sorpresa: algo rugiente y humano, alguien provisto de una garganta que bramaba como lo hace el lobo en el momento inapelable en que agrede a su presa, una abominable sombra dotada de una agilidad relampagueante, cortó para siempre sus naturales y legítimas ilusiones sobre un futuro prometedor.
El destrozo producido en el cuerpo del estudiante evocó en seguida la carnicería que, dos años antes, sufriera, también cerca de la avenida del Este, un anodino empleado de banca vecino del barrio de San José. Pero en esta ocasión la devastadora acción del agresor era mucho más horrible, más extensa. No sólo afectaba a la garganta de la víctima, se advertían también profundas mordeduras en todo el cuerpo, particularmente en su estómago reventado. Se barajó la posibilidad de que aquel execrable ensañamiento hubiera sido producido por más de un agresor.

* * *

 Del diario de Rosa Luque «15-10-78.

Resultaba pavoroso saber que hay más licántropos en la ciudad. ¿Cómo es posible, Dios mío? Jaime está fuera de toda sospecha. Sigue pasando las noches de luna llena en el psiquiátrico y él, más que nadie, se ha sentido afectado por las nuevas muertes. La última, la increíble inmolación de la modista del barrio de Varenas, ha sido la más pavorosa. Esas inauditas mutilaciones y una insistencia brutal  en el destrozo, que borró las facciones de un rostro al parecer agraciado, me han llenado de espanto. ¿De dónde vienen? ¿Qué ocurre? ¿Cómo se generan estos desgraciados seres que, involuntariamente, se transforman durante unas horas en indesea-bles homicidas de la noche?»

Del diario EPOCA «20-10-78.

La sucesión de muertes violentas producidas en el distrito del Inglés, causando el pánico entre los vecinos, ha provocado ya acciones de protesta entre los vecinos, ha provocado acciones de protesta por parte de éstos, algunas de las cuales, como la manifestación del pasado viernes, obligó a intervenir a las fuerzas del orden cuando un grupo de mujeres -entre ellas, las madres de dos chicas muertas- causaron destrozos en una agencia del banco M... y en el dispensario de la Sanidad Nacional. El MSO ha hecho una inter-pelación al gobierno sobre lo que cree una negligencia en la adecuada protección civil por parte de los servicios oficiales de seguridad. El gobierno centrista, en realidad, ha montado un fuerte dispositivo de vigilancia compuesto por fuerzas especiales de la Seguridad Nacional, particularmente en los alrededores del parque del Inglés, pero el asesino, que el rumor popular identifica con uno o varios hombres lobos, actuando en un área demasiado amplia para ser controlada con eficacia, ha proseguido su labor impunemente.
La policía, por su parte, guarda una reserva absoluta con relación al caso, pero EPOCA ha sabido, de fuentes fiables, que se baraja con cierta seriedad en los medios policiales la posibilidad de que el misterioso causante de las muertes sea una criatura particular, una especie de monstruo o monstruos sanguinarios sobre cuya naturaleza se mantiene un silencio impenetrable. Esta vertiente, que podría enlazar con la creencia popular de que el asesino es una especie de licántropo, ha hecho recordar a la población, también, la dramática muerte de un empleado de banca en el verano de 1976, cerca de la avenida del Este. En todo caso, el MSO ha pedido al Gobierno un debate parlamentario sobre esta tragedia, ante la cual el Ministerio de Seguridad parece sumergido en una silenciosa impotencia, máxime cuando el siniestro homicida actúa con una regularidad y una persistencia que podría provocar, en un futuro inmediato, serios altercados populares. Es destacable, por otro lado, en apoyo del rumor ciudadano, la coincidencia de todos los asesinatos con noches de luna llena, circunstancia que avalaría la hipótesis que hace autor de las muertes a un hombre lobo.


Del diario de Rosa Luque «21-10-78.

Se trata de un licántropo. No puede ser otra cosa. Actúa en las noches de luna llena, coincidiendo con los internamientos de Jaime en el psiquiátrico. He tomado la determinación de que, durante esas fechas, los niños no vayan a clase por la tarde. Los días son cada vez más cortos, y a la hora de regresar a casa, apenas se demoren un poco en el camino, se les hace de noche. Es cierto que el colegio está muy próximo, pero las calles quedan desiertas apenas oscurece y no puedo correr un riesgo que puede ser, sencillamente, mortal. También sería peligroso para los tres que yo fuera a recogerlos.

* * *

La noche del 24 de octubre de 1978, Rosa Luque, una vecina del barrio de San José, que habitaba en un chalet de una planta, se incorporó en el lecho sobresaltada a las cuatro de la noche, tras haber una de esas pesadillas cuya propia naturaleza terrorífica despierta al sujeto que la padece, tal vez como defensa del espíritu ante una situación angustiosa que, a pesar de ser soñada, se hace intolerable.
El sueño estaba relacionado con las muertes execrables que, desde hacía tres meses, se producían en el distrito del Inglés, causadas por un homicida en quien la fantasía popular identificaba con un hombre lobo. Se sentó al borde de la cama, como solía hacer en estos casos, dispuesta a levantarse para dirigirse a la cocina. Acostumbrada a tomarse un vaso de leche tibia cuando se despertaba a horas intempestivas -suceso que se repetía casi todas las noches en que su marido permanecía ausente- y después penetraba en el salón para buscar un libro en las estanterías de una pequeña biblioteca donde había reunido un centenar de novelas populares procedentes en su mayor parte de las librerías de viejo de la calle de la Imprenta. Cuando todavía permanecía sentada al borde de la cama, sobrecogida aún por los efectos de la pesadilla, le pareció escuchar ruidos anormales, aunque tenues, en el dormitorio de sus hijos, algo semejante a los movimientos inquietos que embargan a un niño afectado por un sueño intranquilo y se remueve en la cama continuamente haciendo sonar las ropas que le cubren e incluso la estructura del somier. Aguardó unos instantes y comprobó que, si bien aquel ruido inhabitual había cesado, ahora podía escuchar el sonido sordo de unos talones desnudos resonando sobre el piso del dormitorio. Se podía suponer, tal era la multiplicidad de estos rumores, que sus dos hijos, Cristina y Fernando se habían levantado de las camas y, sigilosamente, se movían por la habitación. Después, con claridad inequívoca, oyó el pestillo de la ventana al ser accionado para abrirla.
Se dan reacciones en el hombre, determinaciones intuitivas que le inducen a realizar actos súbitos, no reflexionados, o ni siquiera tan sólo considerados, que únicamente después, cuando pasa el tiempo y la serenidad vuelve a la mente, se muestran en la plenitud de su sentido, y se advierte cómo el cerebro, previamente a la ejecución de esos hechos espontáneos, ha trabajado en realidad, raudo como un relámpago, manejando una serie de razonamientos meteóricos que conducen a una actuación perfectamente lógica.
Rosa Luque no se dirigió, como era de esperar, al cuarto de los chicos, sino que con el corazón palpitante y una agitación ahogadora que le oprimía la garganta, salió al pasillo, llegó hasta la puerta que daba a la calle y accedió al jardín del chalet. Envuelta en la oscuridad de la noche y procurando no hacer el menor ruido, se ocultó en un rincón en sombras, tras un seto silvestre, y miró hacia el cuarto de sus hijos.
Algo extraño y probablemente siniestro estaba ocurriendo. Los niños (nueve y doce años respectivamente) habían abierto, en efecto, la ventana, y colocados junto a ella, todavía en el interior de su habitación, permanecían inmóviles, mirando en silencio hacia arriba, al cielo nocturno, con una expresión absorta que delataba algo semejante a una actitud de anhelo o éxtasis. Rosa Luque dirigió su mirada hacia el lugar del espacio en que ellos tenían clavadas sus pupilas. Una nube oscura, bordeada por un halo de luz, parecía avanzar majestuosa sobre los sombríos edificios de la avenida del Este; una nube que, poco a poco, fue desvelando el disco plateado de la luna, redonda e inerte, una luminosa esfera radiante que produjo un pérfido hechizo sobrecogedor. Escuchó entonces como de la garganta de los niños brotaba un tenue ronquido impropio y volvió la cabeza para mirarlos.
La luz pálida del satélite iluminó sus rostros expectantes. La claridad no era suficiente para distinguir con precisión qué fue lo que ocurrió después, pero Rosa Luque pudo adivinar cómo aquellas mejillas, que ella había besado en tantas ocasiones, sufrían una metamorfosis abyecta tan sólo en unos segundos alucinantes, cómo sus caras se transformaban en horribles máscaras infrahumanas, facciones bestiales cubiertas de pelos al fondo de cuyos ojos nacía simultáneamente el brillo ancestral y helador que confiere matices aún más pavorosos a los erráticos mamíferos carniceros que merodean en la noche de las cordilleras buscando presas despre-venidas.
Después, con una agilidad extraña, propia del  lobo excitado de las llanuras, los dos chicos saltaron al jardín y más tarde salvaron la verja que daba acceso a la calle para perderse en la oscuridad del barrio, en la estepa de asfalto grisáceo, emitiendo roncos aullidos ahogados, sonidos guturales que transportaban a un universo de atroces bestias asesinas...

999. Anonimo

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