Para llegar desde el barrio de chalets de San José
hasta la avenida del Este existen dos trayectos posibles: dirigirse al bulevar
de los Olmos y descender después hacia la avenida, sin abandonar en ningún
momento calles bien iluminadas, o bien tomar el camino más corto del descampado
que se abre entre los chalets y la flamante arteria, unos de esos espacios de
terreno abierto, lleno de residuos, dunas de tierra grisáceas y matorrales
empolva-dos, que salpican sorprendentemente las grandes urbes sin que nadie se
decida -en un tiempo de especulación feroz - construir en ellos. Zonas rodeadas
a veces por espectaculares edificios de muchas plantas, que permanecen
abandonadas durante muchos años, invadidas por las basuras, los perros y las
ratas, y ocupadas durante el día por pandillas de chicos que encuentran, en
lugares que se convierten en vertederos, una especie de sucedáneo del verdadero
campo libre, esa cosa cada vez más difusa y lejana que lleva camino de
convertirse en un exótico producto de consumo para familias ciudadanas durante
los fines de semana.
Arturo Soldevila, un hombre pulcro y menudo,
empleado de banca, uno de esos tipos que se pierden entre las muchedumbres
urbanas sin que nadie repare jamás en ellos (tal es su insignificante presencia
y lo anodino de su identidad ponderada), vivía en un chalet del barrio de San
José en 1976 y todas las noches salía de su casa una vez terminaba de cenar
para dar un paseo sosegado de media hora cubriendo un recorrido que no se alteraba
nunca. Tomando la acera par de su calle, llegaba al descampado a que hemos
aludido, lo cruzaba siguiendo un estrecho camino que la gente había abierto con
sus pasos al insistir siempre en el mismo trayecto, y llegaba hasta la avenida
del Este, por cuya acera impar descendía hacia la Plaza del Emperador. En este
punto retornaba sobre sus pasos y, siguiendo el mismo itinerario, regresaba a
casa.
No se sabe lo que aquel hombre puntualmente gris
podía ir pensando durante sus paseos nocturnos, lo cierto es que una noche de
verano de 1976 -una noche de julio, concretamente-, cuando escuchó a su derecha
un ruido imprevisto tras uno de los montones de tierra reseca que cubrían el
área residual de aquel lugar. Las sombras eran dueñas de la zona, rodeadas por
las altas siluetas oscuras de elevados edificios de ladrillo e iluminada tan
sólo por los restos de claridad procedentes de las farolas de sodio que, a
doscientos metros de distancia, brillaban sobre la avenida del Este.
El ruido que escuchó era realmente alarmante, algo
semejante a los movimientos de un animal que acecha inmóvil a una presa y, de
pronto, llegado el momento oportuno, desecha toda prudencia e inicia una rápida
acción de ataque removiendo la tierra y los cascotes del lugar que ocupaba. El
empleado de banca se detuvo espantado y miró hacia el montículo de donde
provenía la señal. Palideció también, porque, simultáneamente, escuchó algo
parecido a un rugido oscuro y gutural, el ronco estertor de un carnívoro
excitado en el momento de iniciar una feroz agresión. Sobre la montaña de
tierra surgió de súbito la silueta oscura de un hombre, veloz como una bestia
de presa, un humano sin duda, pero de cuya identidad anónima brotaba un alarido
sordo y salvaje, atroz; el pavoroso ronquido infernal lleno de cólera ancestral
sobre una víctima indefensa.
No era preciso acudir al dictamen del forense para
deducir que aquel hombre había sido sórdidamente destrozado por un animal de
ferocidad inaudita: el cuello, deshecho a dentelladas, dejaba ver, entre una
masa informe y sanguinolenta de tejidos desgarrados, el esófago y la tráquea
mutilados, e incluso se distinguían las últimas vértebras del raquis al fondo
de aquella masacre. Las autoridades y la prensa atribuyeron la terrible
carnicería a causas muy dispares, pero sólo un periodista de la plantilla de un
seminario especializado en sucesos, escribió, sin darse cuenta, en una frase
secundaria de su primer artículo sobre el caso, la detestable denominación
acertada: «... como si se tratase de la abominable acción de un licántropo...»
(El subrayado es nuestro).
* * *
Del
diario de Rosa Luque «27-8-76.
Esta tarde, a las siete, se ha marchado de nuevo. Su propia decisión, la iniciativa de las autoridades y la adecuada actuación del Ministerio de Sanidad, han resuelto parcialmente el caso, yo creo que de la mejor forma posible. Su encierro voluntario durante las noches de luna llena en una celda del psiquiátrico especialmente acondicionada para él, ha transformado una circunstancia alucinante en algo casi rutinario. Y, desde luego, se elude así cualquier peligro para los ciudadanos, que, a raíz de la muerte del empleado de banca, sufrieron esa conmoción colectiva que sucede a todo crimen excesivamente sangriento.
La lógica psicosis de los vecinos del distrito hace que el barrio, desde el anochecer, se quede desierto, circunstancia que también ha provocado una protesta ante el Gobierno por parte de una representación de los sindicatos de Hostelería y Espectáculos. El motivo no es otro que la gravísima situación que se ha producido en estos sectores tras una alarmante baja de clientes a partir del anochecer.
Nos acostamos temprano. Ellos parecen cansados últimamente, quizá debido a la tensión que se detecta en las personas y el ambiente, que podría haberles afectado. Por mi parte, sometida al insomnio habitual que me aqueja durante las noches en que Jaime falta de casa, tengo sueño durante todo el día y me duermo pronto, pero a las tres o las cuatro de la madrugada me despierto para no volver a adormecerme hasta el amanecer...»
Me extiendo en esta disgresión literaria porque
durante las noches en que Jaime permanece encerrado, leo sin parar esta clase
de narraciones que, al menos, me deparan algunos momentos de evasión. Unas
noches al mes en las que me resulta imposible dormir de una forma continuada,
oprimida por la terrible desgracia que se ha abatido sobre un hombre bueno y
honesto a quien la maldición de la luna llena ha sumido en una condición de
pesadilla. Si lo pienso serenamente, me parece que se trata tan sólo de una
quimera: es un azar tan imposible que me hace sentirme sumergida en un aura de
irrealidad continua, incluso cuando él regresa y nuestra vida parece retomar
una cadencia de normalidad semejante a la de tiempos pasados, cuando aún no se
había manifestado en Jaime ningún signo de su espantosa dolencia. Estoy casada
con un licántropo, con un hombre lobo. Jamás mencionamos esas dos palabras, ni
siquiera hacemos alusión, aunque sea veladamente, a la propia circunstancia que
nos embarga, mucho menos delante de nuestros hijos, Cristina y Fernando, que
ignoran por completo el innombrable mal que destroza a su padre».
Del
diario de Rosa Luque «2-9-76.
Cuando la luna cambia de fase, Jaime es el mismo
hombre de siempre, activo, honrado y amante atento de su familia. Vuelve con
nosotros y, salvo esa sombra que se cierne tras las arrugas de su frente,
evocadora de una latente preocupación continua, nuestra vida discurre con la
discreta armonía de siempre. Cuando se marcha al psiquiátrico, los niños,
creyendo que parte a inconcretos viajes por motivos profesionales, le piden
siempre que les traiga un regalo.
Estoy leyendo La mano del muerto. ¿Qué autor
actual alcanza la amenidad y el interés sin par de Dumas?»
* * *
Atravesando el bulevar de los Olmos, se alza el
parque del inglés, una arboleda densa cruzada por caminos recónditos que eligen
los paseantes solitarios para ejercer sus aficiones peripatéticas o deleitarse
en la lectura acomodados en bancos de madera que se esconden al fondo de
rincones silenciosos. También es el lugar idóneo para parejas de chicos jóvenes
y ociosos se amen entre la maleza incontrolada de ciertas zonas apartadas a
cubierto de miradas inoportunas. Por la noche, el parque ha adquirido fama de
ser un lugar peligroso; se dice que en la oscuridad de sus paseos actúan
pandillas de sórdidos delincuentes: traficantes de droga, violadores o rateros,
que han obligado a muchos ciudadanos a desechar un camino rápido para llegar
desde la plaza de la
Independencia a la avenida del Este.
Sin embargo, pese a la funesta leyenda de este hermoso
parque, aún hay gente, sobre todo estudiantes, que, confiando plenamente en sus
fuerzas y en lo exiguo de sus pertenecientes personales (nada tentadoras para
un atracador), atraviesan diariamente la arboleda nocturna para dirigirse a sus
domicilios.
La noche del 7 de octubre de 1978, cuando uno de
estos muchachos cruzaba un estrecho paseo cubierto por las copas de altos
chopos blancos, escuchó un ruido imprevisto y súbito entre la maleza que
cercaba el sendero a ambos lados. Un estrépito de ramas y hojas secas que le
paralizaron en el acto. Apenas tuvo tiempo de emitir un grito breve producido
por el pánico y la sorpresa: algo rugiente y humano, alguien provisto de una
garganta que bramaba como lo hace el lobo en el momento inapelable en que
agrede a su presa, una abominable sombra dotada de una agilidad relampagueante,
cortó para siempre sus naturales y legítimas ilusiones sobre un futuro
prometedor.
El destrozo producido en el cuerpo del estudiante
evocó en seguida la carnicería que, dos años antes, sufriera, también cerca de
la avenida del Este, un anodino empleado de banca vecino del barrio de San
José. Pero en esta ocasión la devastadora acción del agresor era mucho más
horrible, más extensa. No sólo afectaba a la garganta de la víctima, se advertían
también profundas mordeduras en todo el cuerpo, particularmente en su estómago
reventado. Se barajó la posibilidad de que aquel execrable ensañamiento hubiera
sido producido por más de un agresor.
* * *
Del
diario de Rosa Luque «15-10-78.
Resultaba pavoroso saber que hay más licántropos
en la ciudad. ¿Cómo es posible, Dios mío? Jaime está fuera de toda
sospecha. Sigue pasando las noches de luna llena en el psiquiátrico y él, más
que nadie, se ha sentido afectado por las nuevas muertes. La última, la
increíble inmolación de la modista del barrio de Varenas, ha sido la más
pavorosa. Esas inauditas mutilaciones y una insistencia brutal en el
destrozo, que borró las facciones de un rostro al parecer agraciado, me han
llenado de espanto. ¿De dónde vienen? ¿Qué ocurre? ¿Cómo se generan estos
desgraciados seres que, involuntariamente, se transforman durante unas horas en
indesea-bles homicidas de la noche?»
Del
diario EPOCA «20-10-78.
La sucesión de muertes violentas producidas en el
distrito del Inglés, causando el pánico entre los vecinos, ha provocado ya
acciones de protesta entre los vecinos, ha provocado acciones de protesta por
parte de éstos, algunas de las cuales, como la manifestación del pasado
viernes, obligó a intervenir a las fuerzas del orden cuando un grupo de mujeres
-entre ellas, las madres de dos chicas muertas- causaron destrozos en una
agencia del banco M... y en el dispensario de la Sanidad Nacional.
El MSO ha hecho una inter-pelación al gobierno sobre lo que cree una negligencia
en la adecuada protección civil por parte de los servicios oficiales de
seguridad. El gobierno centrista, en realidad, ha montado un fuerte dispositivo
de vigilancia compuesto por fuerzas especiales de la Seguridad Nacional ,
particularmente en los alrededores del parque del Inglés, pero el asesino, que
el rumor popular identifica con uno o varios hombres lobos, actuando en un área
demasiado amplia para ser controlada con eficacia, ha proseguido su labor
impunemente.
La policía, por su parte, guarda una reserva
absoluta con relación al caso, pero EPOCA ha sabido, de fuentes fiables, que se
baraja con cierta seriedad en los medios policiales la posibilidad de que el
misterioso causante de las muertes sea una criatura particular, una especie de
monstruo o monstruos sanguinarios sobre cuya naturaleza se mantiene un silencio
impenetrable. Esta vertiente, que podría enlazar con la creencia popular de que
el asesino es una especie de licántropo, ha hecho recordar a la población,
también, la dramática muerte de un empleado de banca en el verano de 1976,
cerca de la avenida del Este. En todo caso, el MSO ha pedido al Gobierno un
debate parlamentario sobre esta tragedia, ante la cual el Ministerio de
Seguridad parece sumergido en una silenciosa impotencia, máxime cuando el
siniestro homicida actúa con una regularidad y una persistencia que podría
provocar, en un futuro inmediato, serios altercados populares. Es destacable,
por otro lado, en apoyo del rumor ciudadano, la coincidencia de todos los
asesinatos con noches de luna llena, circunstancia que avalaría la hipótesis
que hace autor de las muertes a un hombre lobo.
Del
diario de Rosa Luque «21-10-78.
Se trata de un licántropo. No puede ser otra cosa.
Actúa en las noches de luna llena, coincidiendo con los internamientos de Jaime
en el psiquiátrico. He tomado la determinación de que, durante esas fechas, los
niños no vayan a clase por la tarde. Los días son cada vez más cortos, y a la
hora de regresar a casa, apenas se demoren un poco en el camino, se les hace de
noche. Es cierto que el colegio está muy próximo, pero las calles quedan
desiertas apenas oscurece y no puedo correr un riesgo que puede ser,
sencillamente, mortal. También sería peligroso para los tres que yo fuera a
recogerlos.
* * *
La noche del 24 de octubre de 1978, Rosa Luque, una
vecina del barrio de San José, que habitaba en un chalet de una planta, se
incorporó en el lecho sobresaltada a las cuatro de la noche, tras haber una de
esas pesadillas cuya propia naturaleza terrorífica despierta al sujeto que la
padece, tal vez como defensa del espíritu ante una situación angustiosa que, a
pesar de ser soñada, se hace intolerable.
El sueño estaba relacionado con las muertes
execrables que, desde hacía tres meses, se producían en el distrito del Inglés,
causadas por un homicida en quien la fantasía popular identificaba con un
hombre lobo. Se sentó al borde de la cama, como solía hacer en estos casos,
dispuesta a levantarse para dirigirse a la cocina. Acostumbrada a tomarse un
vaso de leche tibia cuando se despertaba a horas intempestivas -suceso que se
repetía casi todas las noches en que su marido permanecía ausente- y después
penetraba en el salón para buscar un libro en las estanterías de una pequeña
biblioteca donde había reunido un centenar de novelas populares procedentes en
su mayor parte de las librerías de viejo de la calle de la Imprenta. Cuando
todavía permanecía sentada al borde de la cama, sobrecogida aún por los efectos
de la pesadilla, le pareció escuchar ruidos anormales, aunque tenues, en el
dormitorio de sus hijos, algo semejante a los movimientos inquietos que
embargan a un niño afectado por un sueño intranquilo y se remueve en la cama
continuamente haciendo sonar las ropas que le cubren e incluso la estructura
del somier. Aguardó unos instantes y comprobó que, si bien aquel ruido
inhabitual había cesado, ahora podía escuchar el sonido sordo de unos talones
desnudos resonando sobre el piso del dormitorio. Se podía suponer, tal era la
multiplicidad de estos rumores, que sus dos hijos, Cristina y Fernando se
habían levantado de las camas y, sigilosamente, se movían por la habitación.
Después, con claridad inequívoca, oyó el pestillo de la ventana al ser
accionado para abrirla.
Se dan reacciones en el hombre, determinaciones
intuitivas que le inducen a realizar actos súbitos, no reflexionados, o ni
siquiera tan sólo considerados, que únicamente después, cuando pasa el tiempo y
la serenidad vuelve a la mente, se muestran en la plenitud de su sentido, y se
advierte cómo el cerebro, previamente a la ejecución de esos hechos
espontáneos, ha trabajado en realidad, raudo como un relámpago, manejando una
serie de razonamientos meteóricos que conducen a una actuación perfectamente
lógica.
Rosa Luque no se dirigió, como era de esperar, al
cuarto de los chicos, sino que con el corazón palpitante y una agitación
ahogadora que le oprimía la garganta, salió al pasillo, llegó hasta la puerta
que daba a la calle y accedió al jardín del chalet. Envuelta en la oscuridad de
la noche y procurando no hacer el menor ruido, se ocultó en un rincón en
sombras, tras un seto silvestre, y miró hacia el cuarto de sus hijos.
Algo extraño y probablemente siniestro estaba
ocurriendo. Los niños (nueve y doce años respectivamente) habían abierto, en
efecto, la ventana, y colocados junto a ella, todavía en el interior de su
habitación, permanecían inmóviles, mirando en silencio hacia arriba, al cielo
nocturno, con una expresión absorta que delataba algo semejante a una actitud
de anhelo o éxtasis. Rosa Luque dirigió su mirada hacia el lugar del espacio en
que ellos tenían clavadas sus pupilas. Una nube oscura, bordeada por un halo de
luz, parecía avanzar majestuosa sobre los sombríos edificios de la avenida del
Este; una nube que, poco a poco, fue desvelando el disco plateado de la luna,
redonda e inerte, una luminosa esfera radiante que produjo un pérfido hechizo
sobrecogedor. Escuchó entonces como de la garganta de los niños brotaba un
tenue ronquido impropio y volvió la cabeza para mirarlos.
La luz pálida del satélite iluminó sus rostros
expectantes. La claridad no era suficiente para distinguir con precisión qué
fue lo que ocurrió después, pero Rosa Luque pudo adivinar cómo aquellas
mejillas, que ella había besado en tantas ocasiones, sufrían una metamorfosis
abyecta tan sólo en unos segundos alucinantes, cómo sus caras se transformaban
en horribles máscaras infrahumanas, facciones bestiales cubiertas de pelos al
fondo de cuyos ojos nacía simultáneamente el brillo ancestral y helador que
confiere matices aún más pavorosos a los erráticos mamíferos carniceros que
merodean en la noche de las cordilleras buscando presas despre-venidas.
Después, con una agilidad extraña, propia del
lobo excitado de las llanuras, los dos chicos saltaron al jardín y más tarde
salvaron la verja que daba acceso a la calle para perderse en la oscuridad del
barrio, en la estepa de asfalto grisáceo, emitiendo roncos aullidos ahogados,
sonidos guturales que transportaban a un universo de atroces bestias
asesinas...
999. Anonimo
No hay comentarios:
Publicar un comentario