A veces, cuando mis nietos me
pedían que les contara un cuento y yo no me sentía con humor para complacerlos,
solía quitármelos de encima con el siguiente: "Allá, en un oscuro bosque
de la Calabria
habitaban una cueva unos bandidos. El capitán le dijo a Pedro, su teniente:
cuéntanos un cuento. Y Pedro comenzó: Allá en un oscuro bosque de la Calabria habitaban una
cueva unos bandidos. El capitán le dijo a Pedro, su teniente: cuéntanos un
cuento. Y Pedro comenzó: Allá en un oscuro... Al llegar a este tercer episodio
se desbandaba la reunión y yo me quedaba tranquilo. Pero con el capitán de los
bandidos no sucedió así. Cuando Pedro, su teniente, le salió por tercera vez
con lo de que allá, en un oscuro bosque de la Calabria , nuestro
capitán, como era de la
Calabria , se encalabrinó y sacando la pistola le dijo a
Pedro: Mira Pedro, a mi no me salgas con esos chistecitos, te pedí que nos
cuentes un cuento y o nos lo cuentas o nos vemos las caras. Inmediatamente,
Pedro, que conocía muy bien el geniecito del capitán, que era muy buena gente
con ellos de ordinario, pero que cuando se encalabrinaba se encalabrinaba de
veras, dijo: Bueno, bueno, calma, necesitaba tiempo para ver que cuento les
podía inventar; pero me parece que ahorita no me sale de la mollera nada que
les pueda interesar. Pero el capitán no se dio por vencido y dijo: Mira, Pedro,
tú sabes, y todos los demás honrados compañeros que nos rodean lo saben de
sobra también, que yo siempre he recibido con los brazos abiertos a todos los
que se acogen conmigo porque andan huyendo de la justicia; cuando tú te
presentaste informando que te habías escapado de la cárcel te di inmediatamente
la bienvenida y no te pregunté, como a ninguno de los otros le he preguntado,
qué méritos hicieron para caer en las garras de los gendarmes o de los
tribunales. ¿Qué te parece si ahora, que se presenta la ocasión, nos
entretienes con la narración, que no será cuento sino realidad, pero
seguramente muy interesante, de las circunstancias que mediaron para que te
sometieran a un proceso penal y un juez terminara con una sentencia
condenatoria de privación de la libertad por un período determinado en un
reclusorio penitenciario? (Como se ve, el capitán no era ningún zafio campesino
sino que era capaz de dispararse con frases de refinado vocabulario). A Pedro
le pareció una buena manera de salir del apuro complaciendo al capitán y se
apresuró a decirle: Sí, mi estimado capitán, guárdate tu pistolita; ya hace
mucho que quería que supiera cómo y por qué estuve en la cárcel, siendo
inocente.
Dispónganse todos, compañeros, a escuchar mi narración que creo que
será amena y divertida. (Yo creo que también a los lectores les resultará entretenido;
pero probablemente llegarán a la misma conclusión que el juez que condenó a
Pedro: que tenían que ser únicamente una sarta de mentiras ingeniosas). Oigamos
que dice Pedro: Cuando yo tenía unos trece o catorce años de edad, vivía muy
contento en mi casa, al lado de mis padres. Era yo el hijo único y ellos me
tenían rodeado de cariño, aunque sin mimos excesivos. Mi padre tenía un molino
de trigo y con su honrado trabajo ganaba lo suficiente para sostener a su
familia.
Pero sucedió que empezó a notar que todos los días desaparecían varios
costales de harina. La harina se guardaba en el sótano del molino, que por
supuesto, se tenía cuidado de dejarlo cerrado bajo llave, especialmente en la noche. Primero eran
uno o dos los costales que faltaban y mi padre se suponía que todo era debido a
que no llevaba bien la cuenta de la harina que producía el molino; pero hacía
varios días que ya eran siempre siete los costales que se perdían. En la noche,
antes de acostarse, bajaba mi padre al sótano y contaba cuidadosamente el
número existente de costales y a la mañana siguiente los volvía a contar y le
resultaban siete costales menos. Estaba muy preocupado mi padre, pues decía que
con esa pérdida se iba a arruinar porque la ganancia que obtenía en el negocio
siempre había sido muy modesta. Así que se propuso vigilar todas las noches el
sótano para tratar de sorprender al ladrón o ladrones, pues se cercioró de que
no podía ser en el día cuando sustraían los costales sino que tenía que ser en
la noche y del sótano. Por fin una noche me llamó y me comisionó para que
pasara la noche en el sótano; así lo hice pero a media noche me venció el sueño
y me dormí. Por supuesto mi padre en la mañana me encontró dormido y comprobó
que se habían llevado los siete costales de costumbre. Me dio una regañada
terrible y me dijo que en la noche tenía que volver a quedarme en el sótano a
cuidarlo, que me llevara libros o baraja o lo que creyera necesario para no
dormirme. Yo le prometí que por ningún motivo me dormiría y así me lo propuse.
Me bajé en la noche al sótano, me puse a leer y a jugar solitarios de baraja y
todo iba bien cuando al dar las doce (ya quedamos que en los cuentos todo
sucede a las merititas doce) salieron de un rincón once ratoncitos vestidos con
uniformes de futbol azules y del rincón contrario salieron otros once vestidos
de rojo, armaron un campo de tamaño apropiado, con sus líneas y sus metas y
toda la cosa, y se pusieron a jugar de una manera tan entusiasta y hábil que yo
no quitaba los ojos del juego. Total, que al terminar las dos mitades, quedaron
tablas a dos tantos por bando. Se retiró cada equipo por su rincón
correspondiente, después de levantar y borrar el campo. Yo me quedé bien
despierto comentando en mi interior los detalles más interesantes del notable
partido que había presenciado. Así me encontró mi padre a las cinco de la
mañana que bajó a ver que había sucedido. Yo le platiqué lo del interesante
juego; pero a él no le interesaban los goles logrados por los competentes
delanteros, sino ver cuantos costales habían quedado. Hizo el recuento y
comprobó que faltaban los siete de costumbre.
Naturalmente que me volvió a dar
una soberana regañada y yo me defendí alegando que como no despegue los ojos
del juego se habían aprovechado de eso los ladrones. Claro que él dijo que
aunque le estuviera mintiendo lo cierto era que me había dormido y lo del juego
de futbol era sueño. Al llegar la noche dijo que ahora el que se quedara en el
sótano a hacer la vigilancia iba a ser él porque no se fiaba de mí. Se fue al
sótano armado de sus correspondientes libros y baraja. Al sonar las doce de la
noche salieron de un rincón cinco ratoncitos vestidos con uniformes de
basquetbol amarillos (más los respectivos suplentes) y del rincón contrario
otros cinco (más los respectivos suplentes también) vestidos de verde, armaron
su campo (de tamaño apropiado) con sus líneas y sus canastas y toda la cosa, y
se pusieron a jugar. Mi papá se propuso no dejarse distraer, pero el juego
estuvo tan movido, interesante y lleno de jugadas verdaderamente maestras que
sin querer estuvo pendiente de el todo el tiempo que duró. Total, los amarillos
al terminar habían ganado a los verdes por el apretado score de 111 tantos a
110. Se retiraron los equipos a sus respectivos rincones después de levantar y
borrar el campo. Entonces se puso mi padre a hacer el recuento de los costales
y, con gran sorpresa, coraje y vergüenza, confirmó que se lo habían vacilado y
faltaban los siete costales de reglamento. Me contó sinceramente lo sucedido y
me pidió disculpas por no haberme creído el día anterior; pero confesó que
realmente nunca en su vida había visto un juego de basquetbol tan brillante.
Esa noche decidió mi padre que los dos juntos, él y yo, hiciéramos la vigilancia. Estuvimos
muy divertidos jugando al tute; pero cuando dieron las famosas doce campanadas
de la media noche, salieron de un rincón once ratoncitos con uniformes de
béisbol negros y blancos (más los suplentes de rigor) y del rincón contrario
otros tantos vestidos de rojo y blanco, armaron un diamante de tamaño apropiado
con sus correspondientes líneas y bases, y se pusieron a jugar. !Qué pitchers
tan listos para las curvas, qué bateadores tan atinados, qué jugadores tan
hábiles para correr y robar bases, qué atrapadas y servicios más sensacionales
en el campo, en fin, qué juego tan extraordinario que nos tenía embobados a mi
papá y a mí! Pero hubo un momento en que mi papá recordó para que estábamos
allí y le dio la espalda al juego, y pudo ver que algo así como una docena de
enanitos estaban acarreando costales de harina y se los estaban llevando por un
agujero que habían hecho en la pared (sabrá Dios cómo).
Que corre mi papá y que
alcanza a pescar por el faldón a un enanito que al parecer era el que estaba
dando órdenes para la ejecución ordenada y eficiente del latrocinio. En un
momento se acabó el partido de béisbol, se fueron todos los ratoncitos y
desaparecieron por sus rincones, se fueron y desaparecieron por el agujero los
enanitos (eso sí llevándose los dichosos siete costales). Pero mi papá tenía
bien cogido al enanito y lo amenazó con que le iba a dar una buena zurra hasta
que no nos pagara toda la harina que nos había robado. El enanito le contestó
que siempre había tenido intenciones de pagarle debidamente la harina; que no
se estaba robando la harina sino que la estaba pidiendo prestada porque estaban
muy ocupados en su taller subterráneo de joyería y no habían tenido tiempo de
ir al supermercado por harina y en nuestro molino la tenían muy a mano; que lo
dejara en libertad porque él era el rey de los enanitos y sufriría mucho su
dignidad y disminuiría mucho su autoridad si mi papá le daba aunque fuera un
manazo, no digamos la zurra anunciada; que él prometía bajo su palabra de honor
de rey de los enanitos, si lo dejaba libre, que esta misma noche nos
recompensaría ampliamente de lo que habíamos perdido; que bajáramos a media
noche al sótano y allí lo encontraríamos para cumplir su palabra. Mi papá le
creyó y lo soltó y el enanito rey dio las gracias y desapareció por el agujero
en la pared y el agujero desapareció también. Todo el día estuvo cavilando mi
padre si habría hecho una tontería fiándose de la palabra del enanito; a la
mejor ni era cierto que era el rey de los enanitos o quizá ya nunca lo
volveríamos a ver. Pero por las dudas bajamos al sótano poco antes de la media
noche y exactamente a las doce se abrió el agujero en la pared y salió el
enanito y nos invitó a acompañarlo. No sabíamos cómo iba a ser posible que los
siguiéramos, pero él en ese momento dijo unas palabras mágicas y nos redujimos
de tamaño a quedar como el enanito que tenía unas seis pulgadas de estatura
(digo seis pulgadas porque en el reino de los enanitos todavía no se usa el
sistema métrico decimal). Lo seguimos por el agujero y por un largo corredor
subterráneo hasta llegar a una gruta abovedada de buen tamaño dividida en
varios cuartos. En unos había bancos y mesas de trabajo en los que un montón de
enanitos estaban muy empeñosos trabajando cada uno en fabricar y armar joyas
perfectísimas: diamantes, perlas, toda clase de piedras preciosas y
semipreciosas, collares, pulseras, anillos, aretes, qué sé yo cuántas otras
alhajas que montaban en oro, platino, plata y otros metales. Estábamos mi padre
y yo positivamente extasiados viendo trabajar a tan hábiles artífices cuando el
enanito rey nos invitó a entrar a una especie de caja fuerte, mejor dicho, una
cámara blindada (como las que hay en los mayores bancos de todo el mundo) en
donde estaban en el suelo, como si se tratara de frutas y verduras, cajas y
canastas llenas de alhajas ya terminadas. En cada caja o canasta estaba una
diferente especie de joyas: por ejemplo, en una había pulseras, en otra
anillos, etc. El enanito rey nos convidó a que nos llenáramos los bolsillos con
las alhajas que nos cupieran. Hay que recordar que estábamos convertidos en
enanitos y no nos iban a caber muchas muchas joyas, pero de todas maneras a
cada uno de los dos le tocaron doce o quince piezas, cada una de las cuales,
valía según veremos en lo que sigue de esta historia (así le llamó Pedro; yo le
llamo simple cuento poco creíble), varios miles de francos suizos (tenemos que
usar esa moneda, que parece que no se deprecia tan fácilmente como los dólares
ni qué decir de los pesos). Nos volvió a llevar el enanito por el largo
corredor hasta el agujero de nuestro sótano, nos reconvirtió allí a nuestro
tamaño natural, le dio las más expresivas gracias a mi padre por su harina y,
más que nada, por haberle reconocido su categoría de rey dándole la libertad, y
se fue por el mentado agujero y lo cerró. Tantas cosas tan raras y
extraordinarias habían ocurrido en estos últimos días y noches que estábamos
inclinados a considerarlo todo como un sueño (le llamaría pesadilla si no fuera
porque todo fue placentero y nada pavoroso); pero quedaban como prueba de que
había sido realidad las alhajas (más de dos docenas) que desde luego guardó mi
papá en una media nueva y las escondió debajo del colchón. Siguió trabajando mi
padre como siempre en su molino y vivíamos modestamente de las utilidades de
ese negocio.
Mi mamá, a quien por supuesto enteramos detalladamente de nuestras
aventuras, quería que mi papá vendiera algunas de las joyas para comprarse
alguna cosa cara como, por ejemplo, una televisión a colores; pero mi papá
siempre se negó porque no quería que nos creyéramos ricos y según alguna vez me
confesó en secreto, temía que, como sucede en algunos cuentos que él había
leído, al querer vender las joyas se convirtieran en carbón o cenizas. Cuando
yo tenía unos veinte años, se nos murió mi papá y nos dejó a mi mamá viuda y a
mi huérfano, (que es lo que sucede a todas las esposas y a todos los hijos);
pero ni mi mamá ni yo supimos seguir con el negocio del molino, mi madre me
dijo que, antes de que se nos acabara el dinero que obtuvimos de la venta,
hiciera la prueba de vender una de las famosas joyas que nos había obsequiado el
enanito. Ella también quería comprobar si no era cierta la sospecha que tenía
mi papá que se iban a convertir en carbón o ceniza. Tomé un anillo de oro que
tenía montado un brillante de buen tamaño y lo llevé a una joyería del Centro
de la ciudad. Se
lo mostré al joyero y le pedí que me dijera cuanto podía valer y si él me lo
compraría por su justo precio. El hizo muchos aspavientos al ver en mi poder
una joya cara y me preguntó que de dónde la había conseguido. Yo le contesté
que la teníamos en nuestra casa desde hacía muchos años, lo cual era una verdad
muy cierta, valga el pleonasmo (vean cómo también Pedro se sabía sus palabritas
de lujo). El joyero me rogó atentamente que lo disculpara por un poco de tiempo
porque necesitaba examinar el anillo con más cuidado (y darlo a examinar a su
socio). Lo que hizo, en vez de eso, fue llamar por teléfono a la policía
diciendo que en su joyería se encontraba un ladrón de joyas. Vinieron de la
policía inmediatamente (ojalá que se dieran tanta prisa cuando se trata de un
atraco o de un asalto o cosa así) y me llevaron primero a la comisaría y
después a la cárcel preventiva. A todos los que me interrogaban les repetía que
era una joya de familia; pero al juez le conté con todo detalle el robo de los
costales de harina y que el enanito nos había pagado con esa joya (no quise
decirle que no era la única porque con mucha razón consideré que saldría
contraproducente).
Se burló de mí, hizo constar en el expediente que se quedaba
con el anillo mientras aparecía el verdadero dueño, también hizo constar que en
la actualidad no hay enanitos joyeros que vivan y trabajen en cuevas
subterráneas y tras muchos considerandos y resultandos falló condenándome a
seis años de prisión. No sé como supo todo el enanito rey; el caso es que una noche
estaba en mi celda de la cárcel y me llevó por un agujero en la pared y un
largo pasadizo subterráneo hasta ponerme de patitas en la calle. Me avisó cómo
podía encontrar un capitán de bandidos que habitaba en una cueva en un oscuro
bosque de la Calabria
y me vine derechito para acá donde me encuentro muy a gusto libre de la policía
y me siento con la conciencia tranquila porque nuestro capitán, como todo
bandido generoso, roba nomás a los ricos y ayuda siempre que puede a los
pobres. Un aplauso general, iniciado por el capitán y secundado por todos los
bandidos, premió la terminación de la narración de Pedro. A ver si me sucede a
mí lo mismo con los lectores de este cuento, que aquí da fin. Siempre me
reclaman que dejo algún cabo suelto y no cuento qué pasó con la mamá de Pedro.
Bueno, al poco tiempo de haber contado su historia, fue muerto instantáneamente
el capitán en un asalto de un balazo que le tocó de pura chiripa, bueno, porque
ya le había llegado su hora. Como Pedro era el teniente, ascendía a capitán por
derecho de sucesión, pero renunció en favor de Juan, el subteniente, y él fue a
la ciudad y pidió hablar reservadamente con el juez que lo había sentenciado.
Le volvió a referir con todo detalle la historia completa, le hizo notar que el
enanito lo había sacado de la cárcel y lo volvería a hacer si lo volvían a
meter. Para más señas le regaló otra de las joyas que le había regalado el
enanito. (No crean que fue "mordida", fue para que se convenciera el
juez de que estaba diciendo la verdad). Con esa prueba le creyó el juez y logró
que lo indultara el gobernador para que quedar libre. Y desde entonces vive muy
contento con su mamá. Puso un pequeño negocio de joyería y cuando se les acaba
lo que obtiene por la venta de una joya, venden otra, y en dado caso el juez da
la responsiva de que no es robada sino adquirida honradamente. Y ahora sí creo
que los lectores me permitirán estampar el "Colorín colorado".
999. Anonimo
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