Unos
padres tenían siete hijos y el menor de todos ellos era tan pequeño como un
dedo pulgar y por eso le llamaban Pulgarcito. Vivían cerca de un bosque, pero
no tenían qué comer, porque eran pobres como ratas y el hambre les atacaba día
y noche sin poderlo remediar. El padre se desesperaba y le decía a la mujer:
‑¿Es que
vamos a ver morir a nuestros hijos? Pues yo no quiero verlos morir de hambre.
Y le dijo ella:
‑Mira,
mañana les llevamos al bosque y, cuando estén entretenidos, los dejamos allí,
y así al menos no los veremos morir.
Pulgarcito,
que lo oyó, salió fuera de la casa y se llenó los bolsillos de piedrecitas.
Cuando sus padres los llevaron al bosque, él fue soltando las piedrecitas de
tanto en tanto. Los niños estuvieron jugando en el bosque hasta que llegó la
noche y los padres no venían, y entonces se echaron a llorar. Y les dijo
Pulgarcito:
‑¿Por qué lloráis?
Y le dijeron:
‑Porque se han marchado nuestros
padres y estamos perdidos.
Y dijo Pulgarcito:
‑Pues no preocuparse, que yo os
llevaré de vuelta.
En la
casa estaban los padres con el corazón encogido pensando en la suerte de los
pobres niños.
Decía la madre:
‑Ay, que se los habrán comido
los lobos.
Y contestaron ellos:
‑No, madre, que estamos aquí a
la puerta.
Los
padres se alegraron mucho y los abrazaron y todos estaban contentos; pero el
hambre es mala y aprieta y a poco ya no tenían nada que dar de comer a los
hijos. Y se dijeron los padres:
‑Esta vez les llevaremos más
lejos.
Y eso
hicieron. Pulgarcito, que lo oyó, se guardó el pedazo del pan que su padre les
había dado para entretenerlos y lo fue desmigando por el camino de tanto en
tanto. Pero el pan se lo comieron los pájaros y esta vez no pudo encontrar el
camino de vuelta. Así que los pobres niños abandonados se echaron a andar
todos juntos y temerosos hasta que vieron una casa, que era la casa del ogro,
pero se fueron a ella. Y les abrió la mujer:
‑Ay,
señora, dénos refugio que estamos perdidos.
‑No, ¡dos
de aquí en seguida, que ésta es la casa del ogro que se come a todos los niños.
‑Ay, por
favor, señora, escóndanos aunque sólo sea una noche.
Total,
que los escondió. Pero nada más llegar dijo el ogro:
‑Huelo a
carne fresca.
‑Claro ‑dijo
la mujer, el cordero, el lechazo...
‑No, no,
huelo a carne fresca de niño.
Y se puso
a buscar hasta que los encontró. Y se los dio a su mujer diciéndole:
‑Engórdamelos
un poco, que están como palillos, y yo me daré una buena cena de niños con mis
amigos.
La mujer
les dio bien de cenar y luego los acostó en un cuartito que había al lado de la cocina. Y Pulgarcito
se fijó en que en la cama de al lado había otros siete niños, que eran los
hijos del ogro, con siete gorros de dormir de tela y a ellos, en cambio, les
pusieron unos gorros de papel. Entonces Pulgarcito, en cuanto se hubieron
dormido todos, fue y cambió los gorros.
A
medianoche el ogro se levantó de la cama y fue al cuartito y como no había luz,
palpó los gorros y a los que tenían gorros de papel los mató y los dejó
preparados para comérselos al día siguiente. Y nada más levantarse, mandó a la
mujer que se los preparara en un guiso. La mujer fue y descubrió que eran sus
hijos.
‑¡Ay,
desdichado, que mataste a nuestros siete hijos!
El ogro
fue a mirar y descubrió que Pulgarcito y sus hermanos se habían escapado
aprovechando la confusión, así que salió al bosque, se calzó las botas de
siete leguas y se marchó a buscarlos. Pero, como era muy dormilón, a medio
camino se echó una siestecita pensando que los alcanzaría en seguida. Y resultó
que los niños estaban escondidos cerca de él. Pulgarcito, aprovechando que
dormía, le quitó al gigante las botas de siete leguas y se metieron todos
dentro de ellas y en un periquete llegaron al palacio donde vivía el rey. Y al
ver el rey que Pulgarcito era tan listo, le dio empleo a él, a sus hermanitos y
a sus padres, que todavía lloraban a los niños creyéndolos muertos.
999. Anonimo
No hay comentarios:
Publicar un comentario