245. Cuento popular castellano
Un rey tenía una hija que no quería casarse,
y urgida por el padre, que deseaba tener un heredero varón, dijo que se casaría
con el que la hiciera responder otra cosa que «bien podrá ser». Acudieron príncipes
y reyes a conversar con la princesa; pero a todo lo que le decían, respondía
siempre «bien podrá ser».
Al fin un príncipe que vivía en lejanas
tierras determinó probar fortuna y ver si podría casarse con la princesa. Y
para que nadie lo supiera, si salía mal en su intento, marchó solo, montado en
un brioso caballo.
Al pasar por una aldea, un chiquillo, que
estaba a la puerta de una casucha, al lado de un fogón, le dijo:
-El que mucho corre, atrás se queda.
El príncipe continuó su veloz carrera; pero
apenas había salido del pueblo, tropezó el caballo en una piedra y cayó,
rompiéndose una pata. No hubo más remedio que dejarlo abandonado y volverse al
pueblo cargado con los arreos. El príncipe fue a la casa donde había visto al
chiquillo, y se entabló entre ellos el siguiente diálogo:
-Dime, niño, ¿dónde está tu padre?
-Está enterrando vivos y desenterrando
muertos.
-Y ¿tu madre?
-Está amasando el pan que comimos la semana
pasada.
-¿Tienes hermanos?
-Tengo una hermana que está llorando las
risas del año pasado.
-¿Podrías indicarme dónde comprar un caballo?
-dijo el príncipe, queriendo terminar de una vez las respuestas tan extravagantes
que el muchacho le daba.
-Sí señor; en aquella casa blanca que se ve a
lo lejos vive un hacendado que tiene hermosos caballos de silla.
-¿Puedes venir conmigo para guiarme?
-Sí, señor, porque no tengo que hacer nada
más que comerme los que suben y aguardar a que suban más.
-Bien, hombre, pero ¿quieres explicarme las
extrañas respuestas que me has dado?
-¿Cómo no, señor? La cosa es bien sencilla:
Mi padre está enterrando sarmientos nuevos en una viña que plantó el año pasado,
y desenterrando los que se murieron. Por eso le dije que estaba enterrando
vivos y sacando muertos. Mi madre está amasando pan para dárselo a una vecina
que nos prestó el que comimos la semana pasada. En cuanto a mi hermana, ésa se
casó el año pasado y tuvo unos días muy alegres; pero ahora está de parto,
gritando como una chancha. Por eso le dije que estaba llorando las risas del
año pasado.
-Y ¿qué has querido decir con eso de que
estás comiéndote a los que suben y aguardando que suban más?
-Es muy sencillo. Yo estoy al lado de esta
olla donde se cuecen los garbanzos, y cuando con el hervor sube alguno, lo
pesco con una cucharita y espero que suban otros para hacer lo mismo.
Después se fueron los dos a casa del
hacendado, y allí compró el príncipe un hermoso caballo. Al volver a la casa,
había llegado el padre del niño, y el príncipe le preguntó si tendría inconveniente
en que se llevara al muchacho, pagándole buena soldada. Consultado el chico, el
cual contestó que con mucho gusto iría, quedó arreglado el negocio.
El príncipe compró otro caballo y los arreos
correspondientes, y empren-dieron los dos el camino. Yendo por el camino, el
muchacho supo las intencio-nes que llevaba el príncipe y le dijo:
-Usted deberá pedir al rey que me permita a
mí hablar con la princesa, entendiéndose que si yo consigo hacerla decir otra
cosa que «bien podrá ser», ella debe casarse con usted.
Así quedó convenido.
Todavía faltaban varias jornadas para llegar
al palacio de la princesa. En la primera posada donde pernoctaron, desapareció
una vara de tresno que llevaba un arriero para arrear su recua, y el arriero,
furioso, preguntaba a todo el mundo por ella; pero no fue posible dar con ella.
Al día siguiente, cuando iban de nuevo por su camino, el chiquillo le dijo al
príncipe:
-¿Sabe usted dónde está la vara del arriero?
Y metiendo la mano en el bolsillo, se la
mostró convertida en pequeños pedazos.
-Niño, ¿por qué has hecho eso? -dijo el
príncipe.
-Déjeme no más -dijo el niño; yo tengo mi
idea.
El príncipe le recomendó que no volviera a
hacer cosas semejantes, y siguieron su camino. En la posada donde pernoctaron
la segunda noche desapareció una sartencita en que la posadera acostumbraba
freír los huevos de a uno, y por más que la buscó, nunca pudo hallarla. Cuando
a la mañana siguiente continuaron los dos su camino, el chiquillo dijo de
pronto:
-¿Sabe usted, príncipe mío, dónde está la
sartencita?
Y sacándola del bolsillo, dijo:
-Mírela.
El príncipe se enojó y reprendió agriamente
al muchacho; pero él se limitó a decir:
-Perdóneme; pero yo tengo mi idea.
Aquella noche desapareció de la posada donde
alojaron un frasquito de aceite de los que había en el convoy, y como las otras
veces, tampoco pareció. Al día siguiente dijo el chiquillo, cuando iban de
camino:
-¿Sabe usted, príncipe, dónde está el
frasquito de aceite? Véalo.
Y lo sacó del bolsillo. Esta vez el príncipe
se enojó verdaderamente, y le conminó con aplicarle un severo castigo si
volvía a hacer otra cosa semejante; pero el chico volvió a repetir:
-Déjeme no más; que yo tengo mi idea.
En las dos noches siguientes no ocurrió nada
de particular; pero a la tercera desapareció un huevo fresco que la posadera
iba a pasar por agua y lo había dejado encima de una mesa por un momento. Al
día siguiente nada dijo el chico, temeroso de que el príncipe cumpliera las
amenazas; pero lo cierto es que él había. sido el ladrón.
Aquel día hacía mucho calor, y al pasar por
una quebrada el muchacho se desmontó y pidió permiso para internarse en la
quebrada para satisfacer cierta necesidad apremiante. Cuando volvió, venía
envolviendo cuidadosamente un papel, que se guardó en el bolsillo.
Aquél fue el último día de viaje, pues en la
noche llegaron a la capital, donde pernoctaron. El príncipe se levantó muy de
mañana al otro día, se puso su mejor vestido y se acicaló, como es de suponer,
para presentarse en palacio, acompañado del chico, que también iba
correctamente vestido. Se presentó el príncipe al rey y le expuso sus
pretensiones, las que fueron aceptadas, y quedó convenido que el muchacho lo
acompañaría en la visita a la princesa y trataría de hacerla decir otra cosa
que el consabido «bien podrá ser».
Llegaron al palacio y penetraron en el salón
donde al poco tiempo llegó la princesa. Y después de las presentaciones de estilo,
el chiquillo entabló con la princesa el siguiente diálogo:
-Princesa, aquí traigo una sartencita.
-Bien podrá ser.
-Aquí traigo un huevo.
-Bien podrá ser.
-Aquí traigo un frasquito de aceite.
-Bien
podrá ser.
-Aquí traigo una varita hecha pedazos para
hacer fuego con ella y freír el huevo.
-Bien podrá ser.
-Pero después que fría el huevo, lo voy a
sazonar con lo que traigo en este papel.
-Bien podrá ser.
-Pero ¿sabe usted lo que traigo en este
papel? Es mierda seca, y después de que la mezcle con el huevo, la tortilla
será para que se la coma usted, señora princesa.
-¡Para que te la comas tú, gran marrano!
-Apunte usted, señor escribano que la mujer
es de mi amo -dijo el muchacho.
Y la princesa no tuvo más remedio que casarse
con el príncipe.
Zamora,
Zamora. Don
Victoriano de Castro G.
Profesor,
55 años (contado en Chile a don Ramón A. Laval). 1928
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anonimo (Castilla y leon)
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