Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 4 de julio de 2012

El marido domado


237. Cuento popular castellano

En una capital de España había un señor de un carázter muy raro (que era malo, que tenía mucho genio). Y se decía en la ciudaz que ese señor había dado muerte a su esposa por causa de muchos disgustos y palizas que la daba. Y de esta señora que­daron dos niños, y en la capital se decía que qué habría pasado a aquellos niños, que no se les veía. Se decía que si les habría dado muerte su padre, como se la dio a su madre.
Un día se encontraba en el paseo de aquella ciudaz y estaban dos hermanas paseándose, desconocidas para él. Y al verle, dice una de ellas:
-¡Oy, qué malo debe de ser este hombre! Y dice la otra:
-¿Por qué va a ser malo?
Y dice la primera:
-No le ves, ¡qué cara de judío tiene! Y dice la otra hermana:
-¡Ah, pues a mí no me importaba casarme con él! Y dice la otra:
-Ah, ¡yo, no, chica! Después que se ha oído decir que ha ma­tao a su esposa y no se sabe lo que se ha hecho de aquellos dos niños que ella quedó.
Y él, que se dio cuenta que iban hablando de él, vino tras ellas sin que ellas pudieran darse cuenta. Y la que dijo que no la im­portaba casarse con él, cuando su hermana la dijo que era muy malo, ella dijo:
-¡Ah, yo le dominaría muy bien! Lo haría criar pollos deba­jo de los sobacos.
-Este hombre mata a cincuenta como tú -dijo la otra her­mana.
Él pasó por delante de ellas, y ellas pararon la conversación. Pero el señor marchó a casa de los padres de las muchachas aquellas y les dijo si alguna de sus hijas deseaba casarse con él. Y ellas que estaban allí, la una dijo que ella de ninguna manera. Y la otra dijo que ella sí, que se casaría con él con mucho gusto. Aceztaron, pues, y en seguida se casaron.
Los primeros días la trataba muy bien. Después de comer la decía que los mondrugos que quedaran, que los echara a un só­tano y él la enseñó dónde estaba el sótano. Ella le dijo que qué misterio era ése de tirar allí los mondrugos de pan y él dijo que había muchas ratas y así, pues, se comían el pan y no se comían la cebada de los bueyes -que era labrador. Y ella se quedó con­forme- que sería así como él decía.
Pero un día -como todos los días- echaba allí los mondru­gos y los huesos; a los pocos minutos volvía, y no había ni mon­drugos ni huesos. Y ella comprendió que eso no eran las ratas. Cogió una luz y marchó al sótano. Los niños, que estaban allí, al ver que baja la escalera, se abrazan el uno al otro y se ponen en un rinconcito. Y los niños, como estaban tan pálidos y tan malos, apenas podían hablar. Ella se asustó y dijo:
-¿Qué hacen ustedes aquí?
Entonces los niños dijeron:
-¡Oy, mire, que no damos guerra! No saldremos de aquí.
-¿Y por qué es esto -dijo ella, de estar aquí vosotros? Entonces dijeron ellos:
-¡Ay, que nos ha dicho nuestro padre que no salgamos, que si salimos de aquí nos mata como a nuestra madre! Pero, seño­ra, tenga la bondaz de no decir nada a nuestro padre, porque nos matará si sabe que hemos estado hablando con ustez.
-No tengáis cuidado, hijos míos -dice la señora. Vuestro padre no está ahora en casa. Vais a salir de este sótano y me vais a contar todo lo que ha hecho vuestro padre con vuestra madre.
Los niños que empezaron a contarle todo el martirio que la había dado. La señora lloraba y les dijo:
-Sin saber nada vuestro padre, os voy a alimentar todos los días.
Les pasó un colchón al sótano y cada día les daba un poco más de alimento para que los niños fueran cogiendo fuerza. El padre ya se portaba mal con aquella señora. Y ésta les dijo a los niños, cuando éstos tenían fuerza suficiente, que un día ha­bían de pegarle una paliza al padre. Entonces los niños dijeron que no, que los mataría. Y ella dijo que no, que ella no lo con­sintiría, que ella también había de darle palos.
Llegó un día que la dio un disgusto muy grande. Después él marchó al trabajo. Pero cuando vino a la hora de la comida, ella había preparado antes a los niños con un buen palo a cada uno. Y ella se preparó con otro. Y ella les dice a los niños:
-En el momento de que venga, hemos de molerle a palos.
Llegó el señor a su casa a la hora de la comida. Empieza a darla disgustos a su esposa, y los niños, que estaban escondidos detrás de una puerta, la madrastra les dice:
-¡Ahora los tres a por él!
Empezaron a darle de palos. Tal paliza le dieron que le que­daron los huesos molidos. Entonces tuvieron que curarle y enye­sarle los brazos juntos al cuerpo. Pero antes de esto, púsole ella unos huevos debajo de los sobacos.
Y a los veintiún días tuvieron que levantarle el vendajo y al quitárselo, de entre sus brazos caían pollos. Entonces dice él:
-Sí es verdaz lo que tú decías en el paseo, que me harías criar pollos. Mas yo, que creía poder contigo, me arrepiento. Y desde ahora seré bueno para ti y para mis hijos.
Después vivieron felices y comieron perdices y a mí no me dieron, porque no quisieron.

Roa, Burgos. María Miravalles. 14 de julio, 1936. 30 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

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