237. Cuento popular castellano
En una capital de España había un señor de un
carázter muy raro (que era malo, que tenía mucho genio). Y se decía en la
ciudaz que ese señor había dado muerte a su esposa por causa de muchos disgustos
y palizas que la daba. Y de esta señora quedaron dos niños, y en la capital se
decía que qué habría pasado a aquellos niños, que no se les veía. Se decía que
si les habría dado muerte su padre, como se la dio a su madre.
Un día se encontraba en el paseo de aquella
ciudaz y estaban dos hermanas paseándose, desconocidas para él. Y al verle,
dice una de ellas:
-¡Oy, qué malo debe de ser este hombre! Y
dice la otra:
-¿Por qué va a ser malo?
Y dice la primera:
-No le ves, ¡qué cara de judío tiene! Y dice
la otra hermana:
-¡Ah, pues a mí no me importaba casarme con
él! Y dice la otra:
-Ah, ¡yo, no, chica! Después que se ha oído
decir que ha matao a su esposa y no se sabe lo que se ha hecho de aquellos dos
niños que ella quedó.
Y él, que se dio cuenta que iban hablando de
él, vino tras ellas sin que ellas pudieran darse cuenta. Y la que dijo que no
la importaba casarse con él, cuando su hermana la dijo que era muy malo, ella
dijo:
-¡Ah, yo le dominaría muy bien! Lo haría
criar pollos debajo de los sobacos.
-Este hombre mata a cincuenta como tú -dijo
la otra hermana.
Él pasó por delante de ellas, y ellas pararon
la conversación. Pero el señor marchó a casa de los padres de las muchachas
aquellas y les dijo si alguna de sus hijas deseaba casarse con él. Y ellas que
estaban allí, la una dijo que ella de ninguna manera. Y la otra dijo que ella
sí, que se casaría con él con mucho gusto. Aceztaron, pues, y en seguida se
casaron.
Los primeros días la trataba muy bien.
Después de comer la decía que los mondrugos que quedaran, que los echara a un
sótano y él la enseñó dónde estaba el sótano. Ella le dijo que qué misterio
era ése de tirar allí los mondrugos de pan y él dijo que había muchas ratas y
así, pues, se comían el pan y no se comían la cebada de los bueyes -que era
labrador. Y ella se quedó conforme- que sería así como él decía.
Pero un día -como todos los días- echaba allí
los mondrugos y los huesos; a los pocos minutos volvía, y no había ni mondrugos
ni huesos. Y ella comprendió que eso no eran las ratas. Cogió una luz y marchó
al sótano. Los niños, que estaban allí, al ver que baja la escalera, se abrazan
el uno al otro y se ponen en un rinconcito. Y los niños, como estaban tan
pálidos y tan malos, apenas podían hablar. Ella se asustó y dijo:
-¿Qué hacen ustedes aquí?
Entonces los niños dijeron:
-¡Oy, mire, que no damos guerra! No saldremos
de aquí.
-¿Y por qué es esto -dijo ella, de estar
aquí vosotros? Entonces dijeron ellos:
-¡Ay, que nos ha dicho nuestro padre que no
salgamos, que si salimos de aquí nos mata como a nuestra madre! Pero, señora,
tenga la bondaz de no decir nada a nuestro padre, porque nos matará si sabe que
hemos estado hablando con ustez.
-No tengáis cuidado, hijos míos -dice la
señora. Vuestro padre no está ahora en casa. Vais a salir de este sótano y me
vais a contar todo lo que ha hecho vuestro padre con vuestra madre.
Los niños que empezaron a contarle todo el
martirio que la había dado. La señora lloraba y les dijo:
-Sin saber nada vuestro padre, os voy a
alimentar todos los días.
Les pasó un colchón al sótano y cada día les
daba un poco más de alimento para que los niños fueran cogiendo fuerza. El
padre ya se portaba mal con aquella señora. Y ésta les dijo a los niños, cuando
éstos tenían fuerza suficiente, que un día habían de pegarle una paliza al
padre. Entonces los niños dijeron que no, que los mataría. Y ella dijo que no,
que ella no lo consintiría, que ella también había de darle palos.
Llegó un día que la dio un disgusto muy
grande. Después él marchó al trabajo. Pero cuando vino a la hora de la comida,
ella había preparado antes a los niños con un buen palo a cada uno. Y ella se
preparó con otro. Y ella les dice a los niños:
-En el momento de que venga, hemos de molerle
a palos.
Llegó el señor a su casa a la hora de la
comida. Empieza a darla disgustos a su esposa, y los niños, que estaban
escondidos detrás de una puerta, la madrastra les dice:
-¡Ahora los tres a por él!
Empezaron a darle de palos. Tal paliza le
dieron que le quedaron los huesos molidos. Entonces tuvieron que curarle y
enyesarle los brazos juntos al cuerpo. Pero antes de esto, púsole ella unos
huevos debajo de los sobacos.
Y a los veintiún días tuvieron que levantarle
el vendajo y al quitárselo, de entre sus brazos caían pollos. Entonces dice él:
-Sí es verdaz lo que tú decías en el paseo,
que me harías criar pollos. Mas yo, que creía poder contigo, me arrepiento. Y
desde ahora seré bueno para ti y para mis hijos.
Después vivieron felices y comieron perdices
y a mí no me dieron, porque no quisieron.
Roa,
Burgos. María
Miravalles. 14
de julio, 1936. 30
años.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anonimo (Castilla y leon)
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