325. Cuento popular castellano
Había una vez dos vecinos, muy bueno el uno y
muy envidioso el otro. La hacienda del envidioso cada día era más pobre, y la
del bueno cada día aumentaba más.
Así las cosas, tanta envidia como le tenía al
bueno, por hacerle sufrir, fue el envidioso y mandó a cuatro o seis hijos que
tenía a ensuciarse en una lata y cuando tuvo una buena cantidaz, lo cogió y le
untó toda la puerta al vecino bueno. Pero éste era tan bueno, tan bueno, que
no se enfadó, sino que con paciencia lo quitó todo y mandó a su mujer meterlo
en el horno después de hacerlo pasteles. Y cuando ya los pasteles estuvieron
doraos, los roció de azúcar y se marchó a venderlos. Y decía:
-¿Quién compra pasteles? ¡A los ricos
pasteles!
Y los vendió todos.
Y cuando volvió al pueblo, se encontró con el
envidioso y le preguntó éste que de dónde venía.
Y le dice el bueno:
-Pues de vender toda la mierda que me
encontré en la puerta.
-Pero, ¿la vendiste toda?
-Sí, hombre, sí. Y, ¡más que hubiera llevao!
Entonces, ¿qué hizo el envidioso? Daba todos
los días a sus hijos comida abundante y les purgaba todos los días. Y cuando ya
tuvo mucha cantidad, lo fue a vender también. Pero gritaba:
-¿Quién compra mierda? ¿Quién compra mierda?
¿Quién compra mierda?
Y la gente le decía:
-Pero ustez, ¿qué se ha creído?
Y él, terco con venderlo. Y tan terco se puso
y tanto escándalo dio por venderlo, que se amoscaron los vecinos y le dieron
una paliza de muy señor mío, de la cual tuvieron que llevarle a casa en un
carro. Y estaba furiosísimo, porque el otro logró venderla y él no sacó más que
una paliza. Entonces decidió de quemarle la casa al bueno. Y fue y se la quemó.
Pero el bueno, después que vio su casa
ardiendo, no se hizo caso. Y cuando acabó de arder, recogió los carbones, los
metió en sacos y con las dos vacas que tenía unció el carro y se marchó a un
país donde no se conocía el fuego y la gente andaba desnuda. Y él, para
demostrarles que el fuego era una cosa muy grande, encendió un poco de carbón y
los de allí, al notar el calor que recibían del fuego, notaron una gran
sensación muy agradable. Y como ellos tenían mucho oro que no les servía para
nada, él dijo que les cambiaba el carbón por el oro, y ellos quedaron muy
contentos del cambio.
Regresó el bueno al pueblo y al verle el
envidioso con tanto oro, le preguntó de qué provenía. Y él le dijo que era de
los carbones que quedaron de la casa. Y como el envidioso le había visto marchar
con ellos, lo creyó y decidió quemar también la suya. Y así lo hizo. Quemó la
casa, cogió el carbón, lo cargó en un carro y, ¡pin, pan!, a vender carbón.
Pero él no fue tan lejos. Y en el camino iba
diciendo:
-¿Quién compra carbón de casa quemada?
La gente le decía que a cómo, y él pedía a
muchos miles de duros cada tajaduca de carbón. Y ellos no le ofrecían más que a
dos pesetas la arroba, porque no era carbón, era madera quemada. Y vino pa casa
echando chispas.
Entonces, ¿qué hizo? Las dos vacas que tenía
el bueno, de rabia se las mató. Pero el bueno no se asustó tampoco. Vendió la
carne a como pudo; pero las pieles se las metió en un saco, y se marchó a otra
parte a venderlas.
A la noche, llegó a una casa, y ¡tras! ¡tras!
-¿Quién?
-Un pobre caminante que voy a vender unas
pieles milagrosas. Que si le puede dar posada esta noche.
Y el ama, como vio que era buena persona, le
dijo que aunque su marido no estaba en casa, podía quedarse a dormir. Le mandó
ir al pajar y después de dejar el saco en un rincón -de la cocina, subió allí.
Cuando estaba en el pajar, oyó risas y ruidos... así algo sospechosos. Como el
pajar estaba encima de la casa, vio por un agujero que el ama estaba con un
cura y que tenían sobre la mesa un pollo en tomate, una bandeja de pasteles y
varias botellas de vinos gene-rosos. Pero en este momento, ¡pin!, llegó el amo
de la casa. Laa comida y todo lo demás lo metieron en un armario, el cura se
metió corriendo en una tinaja y la mujer bajó a abrir.
Llega el amo arriba y se fija en el saco que
hay en un rincón y pregunta a su mujer:
-¿De quién es ese saco y qué tiene?
Y ella le dijo que eran unas pieles
milagrosas y que eran de un hombre que estaba durmiendo en el pajar. Entonces
el marido sintió ganas de conocerle y le dijo a su mujer que le hiciera venir.
Llega el hombre, se saludan y le preguntó que qué pieles milagrosas eran.
Y le dijo el bueno:
-Son pieles que lo adivinan todo.
-Hombre, puede ustez preguntarles algo pa ver
qué adivinan -dice el amo.
Y ya fue el hombre y pisó el saco y se sintió
un poco ruido, y le preguntó el amo de la casa:
-Pues dicen que en el armario hay un pollo
con tomate.
-¡Quia! ¡No pue ser!
-Pues cuando las pieles lo dicen, verdaz
tiene que ser.
Y al fin y al cabo se levantó el marido y
miró a ver si era verdaz. Y en un departamento del armario apareció el pollo
con tomate.
Y dijo el amo de la casa:
-Pos mire, hombre; casualmente yo no he
cenao. ¿Y ustez?
-Pues yo tampoco -dice el hombre. Y se pusieron a comer el
pollo, y la mujer, de vergüenza que tenía, no quiso probar bocao. Y salta el amo
de la casa y dice:
-Vamos; pise otra vez las pieles a ver qué
dicen ahora. Las pisa, y dice el amo:
-¿Qué dicen ahora?
-Pues dicen que en otro departamento del
armario hay pasteles.
-Pues, hombre, pa postre no está mal -dice el
amo; pero a mí se me secaa la boca.
Y dijo el otro:
-Pues pisaré otra vez las pieles a ver si
adivinan dónde hay otra cosa que beber.
Las pisa, hacen ruido, y el amo de la casa le
pregunta:
-¿Qué dicen?
-Pues dicen que en otro departamento del
armario, que hay varias botellas.
Y fueron y efectivamente hallaron varias
botellas de vino. Conque ya cuando terminaban, fue el hombre y hizo un ruido, y
dice el amo de la casa:
-¿Qué les pasará a las pieles que sin
pisarlas hablan? Mire, mire, a ver qué es.
-¡Ah! -dice el amo de las pieles- ¡Ya me
parecía a mí que cuando las pieles hablan solas que era muy gordo lo que tenían
que decir!
-Pos, ¿qué dicen?
-¡Nada! ¡Nada! ¡Porque, esto no lo creo! ¡Y
eso, que sé que
las pieles no mienten nunca! ¡Ah, no!
-Pues, dígame, ¿qué es lo que dicen? -dice el
amo de la casa.
-Hombre, perdone ustez, porque esto es muy
grave. Y el amo de la casa, ya un poco enfadao, dice:
-¡Ustez diga lo que sea, aunque sea lo que
sea! Y dice el hombre:
-Pues dicen que en aquella tinaja está el
cura del pueblo.
Se levantó el marido, va pa allá y sacó al
cura de una oreja y le dijo:
-¿Qué es lo que hace ustez aquí?
-¡Oh, perdón, que no lo volveré a hacer!
-grita el cura-. Por lo menos no me mates.
-No; no te mato, hombre -dice el amo de la
casa, porque en este momento se me ocurre una idea.
Y sin soltar al cura de la oreja le dijo al
amo de las pieles:
-¿Quiere ustez vender las pieles?
-Sí, señor -dice el otro.
-¿Cuánto pide ustez por ellas?
-Cien mil duros.
Y como el cura era rico, le dice el amo de la
casa:
-Vamos a ver; fírmeme un recibito por el valor
de cien mil duros y así le perdono la vida. Y si no, le acogoto aquí mismo.
Y entonces el cura, medio llorando, le firmó
el recibo y le dejó marchar.
A la mañana siguiente el hombre bueno regresó
a su pueblo con los cien mil duros, y al tropezarle el envidioso le preguntó
que dónde había ganao tanto dinero. Y el bueno le dijo:
-Mira; lo que siento es no haber tenido otras
dos vacas más, porque he vendido las pieles en cien mil duros. Así que mira qué
negocios más redondos he tenido. Me ensucian la puerta, vendo en buenas pesetas
la mierda. Me queman la casa, saqué mucho oro, como pa comprar un pueblo. Me
matan las vacas y saqué cien mil duros. ¿Tengo suerte o no tengo suerte?
¿Qué hace entonces el envidioso? Agarra seis
vacas que tenía y las mató a hachazos. Cogió las pieles y se hinchó a correr
pueblos, gritando:
-¿Quién compra pieles de vaca? ¿Quién compra
pieles de vaca?
Varios pellejeros se las quisieron comprar;
pero como pedía trescientos mil duros por los tres pares de pieles, todos se
echaban a reír y decían que no valían ni tampoco dos reales.
Y volvió al pueblo furioso con idea de matar
al bueno. Logró darle un trancazo en la cabeza y el bueno cayó al suelo
atontecido. El envidioso le metió en un saco y le llevó para tirarle al río.
Pero al llegar a un puente, vio venir a un pastor que venía con su rebaño y por
temor de que le vieran, puso el saco en el suelo y echó a correr. Y llegó aquel
hombre y al acercarse al saco vio que en el saco había uno que lloraba y se
acercó más y le preguntó que qué hacía en el saco y por qué lloraba. Y entonces
el otro le dijo que era que le querían casar con las tres hijas de un conde y
que él con tres mujeres que no se casaba aunque le mataran. Y le dijo el
pastor:
-¿Sólo es por eso? Pues si yo estuviera en tu
lugar, me casaba no con tres, sino con media docena.
-Pues me tienen que casar sin sacarme del
saco -dice el otro. Porque si no, saben que me escapo. Y entonces le dijo el
pastor:
-Mira; si quieres, yo me meto en el saco y,
además, yo te daré sesenta duros que tengo ahorraos.
Y quedaron conformes. El pastor le abrió el
saco, se metió el pastor dentro, el bueno le amarró el saco y le dijo:
-Cállate, porque si se dan cuenta que eres
tú, no te casan. Pero si no se dan cuenta, te casan y después ya no tiene remedio.
El bueno cogió el rebaño y se marchó pal
pueblo.
Y el envidioso, después que vio que nadie
andaba por allí,
cogió el saco y dijo:
-Ahora sí que no vuelves más, ni rico ni
pobre.
Y le tiró al río y marchó corriendo al pueblo
por un atajo.
Y cerca del pueblo encontró al bueno y le
dijo:
-Pero, ¿no te acabo de tirar al río? Y dijo
el bueno:
-Sí; y si quieres tirarme otra vez, te lo
agradecería, porque mira el rebaño que he sacao.
-Pero, ¿es posible? -dice el envidioso.
-Pues ya lo ves -dice el bueno.
-¡Hombre -dice el envidioso, si tan bueno
fueras que me tiraras a mí también!
-¡Bueno! -dice el bueno.
Y fueron a por un saco, y le dijo el bueno al
envidioso:
-Mira; para no tener que cargar contigo hasta
el río, llévate el saco y vete para allá, y allí me esperas, que voy a encerrar
el ganao. Pero no se lo digas a nadie, porque si todos se tiran al río, van a
sacar muchos rebaños, y no vamos a tener nosotros donde dar a pacer a los
nuestros.
Conque el bueno encerró el ganao, regresó al
río, le metió en el saco al envidioso, le amarró bien amarrao, y... ¡al río de
cabeza!
-¡Hala! -dice. Nadie lo sabe y nadie me ha
visto. Pobre era y feliz; ahora soy rico y más feliz todavía.
Y para celebrarla, comieron perdices y a mí
me dieron con el plato en las narices. Y yo, al ver eso, me unté los zapatos
con grasa y me vine corriendo para casa.
Frama
(Potes), Santander. Juan
José Orga Díaz.
25
de mayo, 1936. Maestro
calzador, 31 años.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anonimo (Castilla y leon)
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