El guardabosques y su mujer
caminaron hacia el vecino pueblo para visitar a su padre que estaba enfermo y
dejaron al hijo mayor, de ocho años, al cuidado del menor, que acababa de
cumplir un año y estaba en la cuna.
Acababa el muchacho de recoger la
vajilla de la cena, cuando sintió pasos que se acercaban.
Volvió la cabeza y divisó un enorme
oso gris traspasando la puerta de la habitación donde dormía su hermanito.
Por un momento, el muchacho se
sintió aterrado, pues no tenía ni siquiera un palo para defenderse. Entonces,
recordó la caldera del agua que hervía sobre el fuego, la retiró y, con ella
entre las manos, entró en la habitación, cuando la fiera llegaba a la cuna de
su hermano.
Gritó el muchacho, se volvió el
oso, y el joven aprovechó el momento para arrojarle el agua hirviendo al
rostro. Con un rugido de rabia y dando tumbos de un lado para otro entre la
humareda, el oso, que se había quedado ciego, salió de la cabaña. El chico
aseguró la puerta con una tranca y se echó a llorar, asustado.
Al día siguiente, cuando llegaron
sus padres, les contó lo ocurrido; incluso, con vergüenza, les habló de su
llanto.
-No debes avergonzarte, hijo mío.
¡Eres un valiente!
999. Anonimo
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