Freda, en cierta ocasión, se
entretenía jugando a poca distancia del castillo. El frondoso valle cercano
estaba fresco y verde, y no habiendo nadie que pudiera impedírselo, se fue
hacia allí.
De repente, y no sin gran asombro,
vio como un campesino labraba su campo con un arado al cual estaban enganchados
dos hermosos caballos de labor.
Del pecho de Freda se escapó un
grito de admiración y alegría, arrodillándose junto al grupo, causa de su
regocijo.
Con gran contento extendió su
pañuelo en el suelo, levantó con mucho cuidado el arado y los caballos e hizo
lo propio con el labrador, metiéndolo todo en el pañuelo; luego cogió el
pañuelo y subió corriendo la abrupta montaña con indecible agilidad y alegría.
Su padre cuando la vio llegar, le dijo:
-Vaya niña, ¿qué es lo que te tiene
tan contenta?
-He encontrado un nuevo juguete
maravilloso, -y sacó el arado, los caballos y el campesino del pañuelo; pero el
viejo gigante frunció el ceño y movió con enfado la cabeza.
-¿Qué has hecho? -dijo-. ¡El
campesino no es ningún juguete! ¿No has oído decir que tan pronto como llegue
un labrador a Burg Niedeck, se acabarán para siempre los gigantes?
Inmediatamente lo llevas al valle y tal vez el encantamiento no surta efecto.
Con tristeza Freda se llevó el
arado, los caballos y el labrador al valle, dejándoles en el mismo sitio donde
los había encontrado. Pero ya era demasiado tarde. Aquella misma noche
desaparecieron para siempre todos los gigantes y por la mañana sólo quedaban
las ruinas de Burg Niedeck.
999. Anonimo,
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