Hace muchísimos años, en el
fabuloso Oriente, existía la ciudad más suntuosa que se pueda soñar. Los que la
fundaron habían levantado en ella palacios increíbles y calles preciosas. Pero
habían llegado a ser tan pobres todos en la ciudad, que les era difícil hasta
alimentarse.
-¡Ay! -se quejaba el emir-.
Nuestros palacios de ricos mármoles rematados en minaretes de oro ni siquiera
nos van a servir para alegrarnos la vista. No tenemos qué comer, ni semillas
para plantar.
Porque incluso él, el emir Hassan,
a pesar de toda su pedrería, sedas y brocados, no sabía qué llevarse a la boca.
Tenía el emir un lorito parlanchín,
listo y amigo de meterse en todo, que le dijo:
-Mi señor, no andáis muy sobrado de
imaginación. Puesto que esta ciudad es la más bella del mundo, hazlo saber
lejos de aquí, para que las gentes vengan a conocerla. Entonces llegarán en
barcos cargados de mercancías. Traerán arroz y trigo y especias. Como vuestros
sótanos están llenos de oro y joyas, podrás cambiarlo por lo que tanta falta
nos hace.
Se admiró el emir de no haber
pensado en ello. Lo consultó con sus consejeros y todos encontraron que la idea
era buena, pero...
-Estamos tan alejados del resto del
mundo que, ¿cómo enviaremos a nuestros emisarios?
-En el Caballo de Fuego -contestó
el lorito.
-¿Ese que vaga por las praderas de
la Luna? ¡Imposible atraparlo! -objetó el emir.
-Enviad a vuestros más valientes
caballeros. Con una buena recompensa lo lograrán.
-Pues es verdad -se admiró una vez
más el emir.
999. Anonimo,
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