Hace
muchos, muchos años vivía a la orilla de una charca un matrimonio de sapos
enamorados que se querían muchísimo.
Entre
los dos habían armado una casa preciosa de dos pisos, con terraza y todo. En el
verano salían de excursión en un bote que habían hecho con una tabla y un
pedazo de lona vieja. Eran muy pero muy felices con sus trajes de seda verde,
sus pecheras blancas y unos enormes ojos que parecían bolitas negras a punto de
salir.
La
única discusión de la pareja era que al señor Sapo le gustaba quedarse a
conversar con sus amigos en la gran ciudad Anfibia. De tanto charlar y charlar
se olvidaba de regresar, llegaba siempre tarde a comer y la señora Sapa se
enojaba.
Un
día llegó el señor Sapo muy contento, con las manos metidas en los bolsillos
del chaleco, silbando una canción de moda, pero eran ¡las tres de la tarde!
¡Ésas no eran horas para llegar a almorzar!
Como
nadie salía a recibirlo, el señor Sapo llamó, diciendo:
‑Sapita
Cuacuá.... Sapita Cuacuá.... Sapita Cuacuá...
Nada.
La señora Sapita Cuacuá no aparecía. Volvió a llamarla y ... silencio, nadie
contestaba. La fue a buscar al comedor, al dormitorio, al baño, a la cocina y a
la terraza. Pero no estaba en ninguna parte. Su querida mujercita vestida de
verde no aparecía.
De
repente, el señor Sapo vio sobre la mesa del comedor un papel que decía:
Almorcé y salí.
No me esperes en toda la
tarde.
Al
señor Sapo no le gustó nada la noticia; no tendría quién le diera de comer y
además no le gustaba estar solo. Se fue a la cocina y vio que las ollas estaban
vacías, limpias y colgando de sus soportes. Fue al repostero y encontró todos
los cajones y estantes con llave.
El señor Sapo comprendió
que todo eso había sido hecho a propósito por la señora Sapita Cuacuá para
darle una lección.
Sin pensarlo mucho, se
marchó hasta la casa de la señora Rana que tenía un almacén cerca del sauce de
la esquina. Compró un pedazo de arrollado y unos fiambres para matar el hambre.
Durmió un rato la siesta
y salió a pasear. Se encontró con sus amigos en la ciudad Anfibia y se pusieron
a conversar sobre los asuntos del país. Otra vez se le había hecho tarde, así
que rapidito volvió a su casa, pero ya eran las diez de la noche y ésas no eran
horas para cenar.
Cuando llegó, la señora
Sapita Cuacuá estaba tejiendo en el salón y, sin saludarlo, le dijo de malos
modos:
‑No hay comida.
‑Tengo hambre ‑contestó
el señor Sapo de mal humor.
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
Ninguno quería dar el
brazo a torcer. Llegó la medianoche y todavía se los escuchaba:
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
Amanecía. Cuando el sol
apareció sobre los montes, el matrimonio continuaba:
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
En ese momento, Noé pasó
cerca de la charca y escuchó la discusión. Movió la cabeza disgustado y siguió
caminando.
A la tarde, cuando Noé
regresaba a sus viñedos escuchó desde la esquina:
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
Como le dio un poco de
fastidio, se acercó hasta la puerta de la casa de los señores Sapos y les dijo:
‑¿Quieren hacer el favor
de callarse?
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
A Noé le dio mucha más
rabia y les gritó enojado:
‑¿Se quieren callar
bochincheros?
Y sólo se escuchó:
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
Desde ese día, los Sapos
de todas las charcas de¡ mundo repiten a toda hora:
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
Fuente: María Luísa Miretti
028. anonimo (chile)
No hay comentarios:
Publicar un comentario