Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Una pareja de sapos


Hace muchos, muchos años vivía a la orilla de una charca un matrimonio de sapos enamorados que se querían muchísimo.
Entre los dos habían armado una casa preciosa de dos pisos, con terraza y todo. En el verano salían de excursión en un bote que habían hecho con una tabla y un pedazo de lona vieja. Eran muy pero muy felices con sus trajes de seda verde, sus pecheras blancas y unos enormes ojos que parecían bolitas negras a punto de salir.
La única discusión de la pareja era que al señor Sapo le gustaba quedarse a conversar con sus amigos en la gran ciudad Anfibia. De tanto charlar y charlar se olvidaba de regresar, llegaba siempre tarde a comer y la señora Sapa se enojaba.
Un día llegó el señor Sapo muy contento, con las manos metidas en los bolsillos del chaleco, silbando una canción de moda, pero eran ¡las tres de la tarde! ¡Ésas no eran horas para llegar a almorzar!
Como nadie salía a recibirlo, el señor Sapo llamó, diciendo:

‑Sapita Cuacuá.... Sapita Cuacuá.... Sapita Cuacuá...

Nada. La señora Sapita Cuacuá no aparecía. Volvió a llamarla y ... silencio, nadie contestaba. La fue a buscar al comedor, al dormitorio, al baño, a la cocina y a la terraza. Pero no estaba en ninguna parte. Su querida mujercita vestida de verde no aparecía.
De repente, el señor Sapo vio sobre la mesa del comedor un papel que decía:

Almorcé y salí.
No me esperes en toda la tarde.

Al señor Sapo no le gustó nada la noticia; no tendría quién le diera de comer y además no le gustaba estar solo. Se fue a la cocina y vio que las ollas estaban vacías, limpias y colgando de sus soportes. Fue al repostero y encontró todos los cajones y estantes con llave.
El señor Sapo comprendió que todo eso había sido hecho a pro­pósito por la señora Sapita Cuacuá para darle una lección.
Sin pensarlo mucho, se marchó hasta la casa de la señora Ra­na que tenía un almacén cerca del sauce de la esquina. Compró un pedazo de arrollado y unos fiambres para matar el hambre.
Durmió un rato la siesta y salió a pasear. Se encontró con sus amigos en la ciudad Anfibia y se pusieron a conversar sobre los asun­tos del país. Otra vez se le había hecho tarde, así que rapidito volvió a su casa, pero ya eran las diez de la noche y ésas no eran horas pa­ra cenar.
Cuando llegó, la señora Sapita Cuacuá estaba tejiendo en el sa­lón y, sin saludarlo, le dijo de malos modos:

‑No hay comida.
‑Tengo hambre ‑contestó el señor Sapo de mal humor.
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

Ninguno quería dar el brazo a torcer. Llegó la medianoche y to­davía se los escuchaba:

‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

Amanecía. Cuando el sol apareció sobre los montes, el matri­monio continuaba:

‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.
En ese momento, Noé pasó cerca de la charca y escuchó la dis­cusión. Movió la cabeza disgustado y siguió caminando.

A la tarde, cuando Noé regresaba a sus viñedos escuchó desde la esquina:

‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

Como le dio un poco de fastidio, se acercó hasta la puerta de la casa de los señores Sapos y les dijo:

‑¿Quieren hacer el favor de callarse?
‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

A Noé le dio mucha más rabia y les gritó enojado:

‑¿Se quieren callar bochincheros?

Y sólo se escuchó:

‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

Desde ese día, los Sapos de todas las charcas de¡ mundo repiten a toda hora:

‑Yo no.
‑Yo sí.
‑Yo no.
‑Yo sí.

Fuente: María Luísa Miretti

028. anonimo (chile)






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