La pequeña Metty era una
pastorcilla: cada mañana llevaba a su rebaño de ovejas a pastar. A veces las
guiaba a través de valles y colinas, pero sobre todo le gustaba llevarlas al
prado que había al borde del sendero. En aquella época reinaba en la región un
hermoso joven y, un día, decidió correr mundo para encontrar una esposa. Ésta
debía ser bella, de origen noble, pero sobre todo modesta, labo-riosa y
sincera. Ninguna que no tuviera esas virtudes le convenía. Tomada esta
decisión, un mañana el rey montó en su caballo y partió.
Después de mucho
cabalgar, el camino lo condujo muy cerca del prado donde estaba la pequeña
Metty. Cuando el rey vio a la pastorcilla, la saludó amablemente y le dijo:
-Dios te bendiga,
pequeña, ¿cómo estás?
-Bastante bien, gracias
-respondió la pequeña Metty, aunque esté vestida con estos harapos. Pero,
cuando me case con el rey, tendré vestidos recamados en oro.
-Eso no ocurrirá nunca
-repuso el rey.
-Oh, sí, estoy segura
-dijo la pequeña Metty y el rey siguió su camino a caballo.
Después de mucho
cabalgar, llegó finalmente a un reino extranjero, donde se enamoró de una
princesa: era muy bella g todos hablaban de su modestia. El rey pidió su mano y,
cuando se la concedieron, invitó a su prometida a que le hiciese una visita
antes de la boda. Y así, muy contento, volvió a palacio.
Pasados unos días, la
princesa partió de su tierra con un ma-jestuoso séquito, camino del reino de su
prometido. Cabalgó mucho tiempo, hasta que llegó al lugar donde pastaba el
rebaño de la pequeña Metty. Cuando la princesa vio a la muchacha, la saludó
amablemente y le preguntó:
-Buenos días, pequeña
Metty, ¿cómo está el rey?
-Muy bien -respondió la
pastorcilla, pero en el umbral de su castillo hay una piedra, y esa piedra
revela el carácter de cualquiera que pasa encima de ella.
La princesa prosiguió el
viaje y, poco después, llegó al castillo del rey. En cuanto apoyó el pie en el
umbral, una voz gritó:
Señor, la joven te quiere engañar,
su modestia no es nada sincera:
de su apariencia no te has de fiar,
no la elijas como compañera.
El rey escuchó lo que
decía la puerta y se negó en redondo a bajar al encuentro de la princesa: ¡su
mujer debía ser modesta de verdad!
Así, pues, la princesa
tuvo que regresar tan callada como había llegado.
Poco tiempo después, el
rey decidió emprender un segundo viaje en busca de una mujer. Por la mañana
temprano montó en su caballo y traspuso la puerta de su castillo. De nuevo
cabalgó durante varias horas hasta que el sendero lo condujo al sitio donde
pastaba el rebaño de la pequeña Metty. Cuando el rey vio a la pastorcilla, la
saludó cortésmente y le dijo:
-Dios te bendiga, pequeña
Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió
la pequeña Metty, aunque esté vestida con estos harapos. Pero cuando me case
con el rey tendré vestidos recamados en oro obrizo.
-Eso nunca ocurrirá
-exclamó el rey.
-Sí, estoy segura de que
sí -respondió la pequeña Metty y el rey siguió su camino a caballo.
Después de mucho cabalgar,
finalmente llegó a otro reino, donde se enamoró de otra joven princesa
extranjera. Ésta era más bella que la primera y la gente hablaba largo y
tendido de su actitud laboriosa. El rey pidió su mano y, cuando el padre se la
concedió, invitó a su prometida a que le hiciese una visita antes de la boda.
Después, muy contento, volvió a palacio.
Pasados unos días la
princesa, con un séquito de gallardos caballeros, dejó su reino para dirigirse
al castillo del rey. Cabalgó mucho tiempo hasta que el sendero la condujo al
lugar donde estaban la pequeña Metty y su rebaño. Cuando la princesa vio a la
pastorcilla, la saludó amablemente y le preguntó:
-Buenos días, pequeña
Metty, ¿cómo está el rey?
-Bien, gracias -respondió
la pequeña Metty, pero en el umbral de su castillo hay una piedra, y esa
piedra revela el carácter de quien pasa por encima.
La princesa prosiguió su
viaje y llegó al castillo del rey. En cuanto apoyó el pie en la piedra del
umbral, una voz gritó:
Señor, la joven te quiere engañar;
poco modesta y nada laboriosa,
de su apariencia no te has de fiar,
no la debes tomar como esposa.
Y de nuevo la boda del
rey se quedó en agua de borrajas. ¡Al fin y al cabo, su mujer debía ser
sincera! Así, la princesa extranjera volvió a su reino llena de vergüenza y
sin marido. Y el rey salió por última vez a buscar una mujer. Por la mañana
temprano montó en la silla y espoleó su caballo. Después de mucho cabalgar,
de nuevo el camino lo condujo a donde la pequeña MettU tenía su rebaño
pastando. Cuando vio a la pastorcilla, el rey la saludó amablemente y le
preguntó:
-Dios te bendiga, pequeña
Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió
la pequeña Metty, aunque vista estos andrajos. Pero, cuando me case con el
rey, tendré vestidos de oro obrizo.
-¡Jamás se verá algo
semejante! -gritó el rey.
-Oh, sí, claro que se
verá -replicó la pequeña Metty.
El rey prosiguió su
camino hasta otro reino lejano, y allí se enamoró de otra princesa extranjera.
Era mucho más bella que las demás y todos proclamaban que era modesta,
laboriosa g sincera. El rey pidió su mano p, una vez dada la promesa de matrimonio,
invitó a su futura esposa a que le hiciese una visita a su castillo antes de la
boda. Y emprendió contento el regreso.
Un tiempo después, la
princesa, con numeroso séquito, fue a visitar a su futuro marido. Cabalgó mucho
tiempo hasta que el camino la condujo al lugar donde pastaba el rebaño de la pequeña
Metty. La princesa vio a la graciosa pastorcilla, la saludó amable-mente y le
preguntó:
-Buenos días, pequeña
Metty, ¿cómo está el rey?
-Bien -respondió la
pequeña Metty, pero en el umbral de su castillo hay una piedra, y esa piedra
revela el carácter de cualquier persona que pasa por encima.
La princesa pensó un poco
y le pidió a la pequeña Metty que se dirigiese al castillo en su lugar. La
pequeña Metty aceptó la propuesta con gusto, se quitó sus harapos, se puso los
vestidos de raso y seda de la princesa y cabalgó hacia el castillo del rey.
Cuando se detuvo en el umbral, una voz gritó:
Señor, prepara una espléndida fiesta
para la joven que aquí se detiene.
Laboriosa, sincera y modesta,
es la mujer que a ti te conviene.
-¡Con esta joven me
casaré, y no habrá ninguna otra! -gritó el rey al escuchar las palabras de la
piedra.
Y, para reconocer siempre
a su esposa sin equivocarse, trenzó en sus cabellos un lazo de oro. Después le
dijo que volviese a casa, con la promesa de que no tardaría en pasar a verla
para pedirla en matrimonio.
La pequeña Metty regresó
al prado donde pastaban las ovejas, devolvió a la princesa sus hermosos
vestidos y se puso de nuevo sus viejos harapos. Y la princesa extranjera se fue
a su reino a esperar la llegada de su futuro esposo.
El esposo no tardó demasiado
en salir de nuevo. Una mañana montó en su caballo y partió decidido a recoger a
su esposa. El camino, como las otras veces, lo condujo hasta el sitio donde la
pequeña Metty hacía pastar a las ovejas. Cuando el rey volvió a ver a la
hermosa pastorcilla, la saludó amablemente y le preguntó:
-Dios te bendiga, pequeña
Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió
la pequeña Metty, aunque lleve estos harapos. ¡Pero cuando me case con el rey,
llevaré vestidos de oro obrizo!
-¡Eso no sucederá jamás!
-gritó el rey.
-Oh, sí, claro que
sucederá -replicó la pequeña Metty y, dicho esto, sacudió su cabeza y algo
brilló entre sus cabellos.
El rey se le acercó y
¿qué fue lo que vio? La pequeña Metty llevaba el lazo de oro que él mismo había
puesto en la cabellera de su futura esposa. El rey comprendió enseguida lo que
había ocurrido. Y cuando se dio cuenta de que no encontraría en su vida una
mujer mejor y más hermosa en todo el mundo, montó a la pequeña Metty en su
caballo y la condujo al castillo real.
Y así, finalmente, se
hicieron realidad las palabras de la pequeña Metty: la pastorcilla se casó con
el rey y usó vestidos recamados en oro obrizo.
031. anonimo (dinamarca)
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