Hace mucho mucho tiempo,
en el Macizo de los Gigantes, vivía el mago y señor de la montaña, el poderoso
Rubezahl. Tenía poder, pero no era prepotente: le encantaba sobremanera gastar
bromas, especialmente a los avarientos.
Una vez, un pobre
herbolario vagaba por la montaña, exactamente en la cumbre, recogiendo raíces
y hierbas medicinales. De repente, como si hubiese surgido del suelo, apareció
un cazador que se dirigió a él con severidad diciéndole:
-¿Qué haces aquí arriba,
hombrecito?
El herbolario se asustó,
pensando que estaba prohibido recoger raíces en la cima de la montaña, y le
pidió disculpas. Después contó que era muy pobre, que en su casa tenía a su
esposa y ocho hijos que mantener, y que a duras penas le alcanzaba el poco
dinero que conseguía vendiendo hierbas medicinales.
El cazador sonrió y dijo:
-Ya que tienes tantas
dificultades, me gustaría ayudarte. Coge este caballo, ve a la aldea que está
al pie de la montaña y véndeselo al comerciante de caballos, que se llama
Michael. Todos lo conocen, porque es el más tramposo y avariento de la comarca.
Y no le dejes el caballo por menos de cincuenta escudos de oro, ¿de acuerdo?
El herbolario iba a
responder que sí, que estaba de acuerdo, pero no veía ningún caballo. En ese
momento, el cazador desapareció como si la tierra se lo hubiese tragado y en
su lugar piafaba y relinchaba un magnífico caballo. El herbolario montó en él y
salió en busca del comerciante Michael.
Después de observar al
caballo con atención, a Michael le gustó.
-¿Cuánto quieres por él?
-Cincuenta escudos de
oro.
-Cincuenta escudos es
demasiado dinero -dijo Michael, intentando regatear, pero el herbolario se
mantuvo firme en su demanda.
Michael pagó lo que el
herbolario pedía. Al fin y al cabo, aun por ese precio era un buen negocio.
El herbolario cogió el
dinero y volvió a casa, agradeciendo al extraño cazador la ayuda que le había
prestado.
El comerciante llevó el
caballo al establo y fue a la casa de un campesino de los alrededores, quien
poco tiempo antes le había dicho, precisamente, que necesitaba un buen
caballo.
Pero, cuando volvió al
establo con el campesino, el caballo había desaparecido y, en su lugar, no
había más que un haz de paja.
El comerciante comprendió
enseguida que se trataba de una jugada de Rubezahl, el señor de la montaña, y
echó pestes contra él, acusándolo de haberlo estafado en cincuenta escudos de
oro.
Rubezahl se enteró,
porque nada se le escapaba, y decidió darle a Michael una lección aún más dura.
Se disfrazó de vagabundo andrajoso y fue al encuentro del comerciante.
-¿Tendrías un trabajo
para mí?
-Sí, hay que cortar esta
leña para el invierno -respondió Michael, y le señaló una pila de troncos al
fondo del patio.
-De acuerdo -se alegró el
vagabundo Rubezahl. Espero que a cambio me des unos leños, por lo menos tantos
cuantos pueda llevar yo mismo a cuestas.
-No tengo nada en contra.
Hay mucha leña, tú solo no podrías y para colmo no tienes un hacha siquiera.
-Ése no es un problema
-respondió Rubezahl y, en el acto, cogió una de sus piernas, la separó del
cuerpo y comenzó a cortar la leña con ella, con tanta prisa que sólo se veían
volar las astillas.
Antes de que el
comerciante se repusiese de la sorpresa, Rubezahl había cortado toda la leña y,
ya puesto, hizo pedazos también la casa de Michael. Después volvió a colocarse
la pierna en su lugar, cargó sobre su espalda toda la leña, hasta la última
astilla, y se fue sin decir siquiera buenas noches.
El comerciante Michael se
arrepintió demasiado tarde de haber sido tan avaro, de haber engañado a la
gente y de haber echado pestes contra Rubezahl.
012. anonimo (alemania)
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