Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Rubezahi y el avaro


Hace mucho mucho tiempo, en el Macizo de los Gigantes, vivía el mago y señor de la montaña, el poderoso Rubezahl. Tenía po­der, pero no era prepotente: le encantaba sobremanera gastar bromas, especialmente a los avarientos.
Una vez, un pobre herbolario vagaba por la montaña, exac­tamente en la cumbre, recogiendo raíces y hierbas medicinales. De repente, como si hubiese surgido del suelo, apareció un caza­dor que se dirigió a él con severidad diciéndole:
-¿Qué haces aquí arriba, hombrecito?
El herbolario se asustó, pensando que estaba prohibido re­coger raíces en la cima de la montaña, y le pidió disculpas. Des­pués contó que era muy pobre, que en su casa tenía a su esposa y ocho hijos que mantener, y que a duras penas le alcanzaba el poco dinero que conseguía vendiendo hierbas medicinales.
El cazador sonrió y dijo:
-Ya que tienes tantas dificultades, me gustaría ayudarte. Coge este caballo, ve a la aldea que está al pie de la montaña y véndeselo al comerciante de caballos, que se llama Michael. To­dos lo conocen, porque es el más tramposo y avariento de la co­marca. Y no le dejes el caballo por menos de cincuenta escudos de oro, ¿de acuerdo?
El herbolario iba a responder que sí, que estaba de acuerdo, pero no veía ningún caballo. En ese momento, el cazador desa­pareció como si la tierra se lo hubiese tragado y en su lugar piafaba y relinchaba un magnífico caballo. El herbolario montó en él y salió en busca del comerciante Michael.
Después de observar al caballo con atención, a Michael le gustó.
-¿Cuánto quieres por él?
-Cincuenta escudos de oro.
-Cincuenta escudos es demasiado dinero -dijo Michael, in­tentando regatear, pero el herbolario se mantuvo firme en su de­manda.
Michael pagó lo que el herbolario pedía. Al fin y al cabo, aun por ese precio era un buen negocio.
El herbolario cogió el dinero y volvió a casa, agradeciendo al extraño cazador la ayuda que le había prestado.
El comerciante llevó el caballo al establo y fue a la casa de un campesino de los alrededores, quien poco tiempo antes le ha­bía dicho, precisamente, que necesitaba un buen caballo.
Pero, cuando volvió al establo con el campesino, el caballo había desaparecido y, en su lugar, no había más que un haz de paja.
El comerciante comprendió enseguida que se trataba de una jugada de Rubezahl, el señor de la montaña, y echó pestes contra él, acusándolo de haberlo estafado en cincuenta escudos de oro.
Rubezahl se enteró, porque nada se le escapaba, y decidió darle a Michael una lección aún más dura. Se disfrazó de vaga­bundo andrajoso y fue al encuentro del comerciante.
-¿Tendrías un trabajo para mí?
-Sí, hay que cortar esta leña para el invierno -respondió Mi­chael, y le señaló una pila de troncos al fondo del patio.
-De acuerdo -se alegró el vagabundo Rubezahl. Espero que a cambio me des unos leños, por lo menos tantos cuantos pueda llevar yo mismo a cuestas.
-No tengo nada en contra. Hay mucha leña, tú solo no po­drías y para colmo no tienes un hacha siquiera.
-Ése no es un problema -respondió Rubezahl y, en el acto, cogió una de sus piernas, la separó del cuerpo y comenzó a cortar la leña con ella, con tanta prisa que sólo se veían volar las as­tillas.
Antes de que el comerciante se repusiese de la sorpresa, Ru­bezahl había cortado toda la leña y, ya puesto, hizo pedazos también la casa de Michael. Después volvió a colocarse la pier­na en su lugar, cargó sobre su espalda toda la leña, hasta la últi­ma astilla, y se fue sin decir siquiera buenas noches.
El comerciante Michael se arrepintió demasiado tarde de ha­ber sido tan avaro, de haber engañado a la gente y de haber echado pestes contra Rubezahl.

012. anonimo (alemania)

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