En la ciudad de Lehnitz
vivía un sastre, y con él trabajaba un aprendiz que estaba siempre de buen
humor. No era un mal chico, pero no respetaba nada ni a nadie. Para él ninguna
cosa era demasiado importante, se burlaba de todo.
Un domingo, el aprendiz
de sastre salió con sus amigos a dar un paseo por las montañas del Macizo de
los Gigantes. Mientras caminaban, la conversación recayó en Rubezahl, el señor
de esas tierras.
-¡Por favor, no habléis de
él precisamente aquí! -les alertó un joven a los demás. Al mago y señor de la
montaña no le gusta que se pronuncie su nombre en vano y podría castigaros.
Todos enmudecieron, pero
el aprendiz de sastre se echó a reír, diciendo que no fuesen tiquismiquis, y
exclamó:
¡Rubezahl, muestra tu
cara,
que te cortaré la barba!
Los otros contuvieron el
aliento por miedo a lo que podría ocurrir si Rubezahl lo hubiese oído. Pero no
sucedió nada, y el aprendiz se burló de ellos y los trató de gallinas.
Cuando el aprendiz
regresó por la noche, la casa era un verdadero infierno. El sastre había
descubierto que le faltaba dinero y había puesto la casa patas arriba para
encontrarlo, pero fue en vano. Alguien debía de haberle robado. También el
aprendiz tuvo que abrir de inmediato el baúl donde guardaba sus cosas.
Lo hizo con toda calma,
porque tenía la conciencia tranquila, él no había robado nada. Pero, cuando
abrió el baúl, se quedó con la boca abierta, pálido como un muerto: ¡allí
estaba el dinero robado!
El aprendiz comprendió
enseguida que aquélla era una jugada más de Rubezahl para castigarlo por su
impertinencia y le contó toda la historia al sastre. Luego tuvo que contársela
al juez, pero ninguno de los dos creyó en su declaración. Incluso le dijeron
que ésas eran cosas de tiquismiquis, una tremenda estupidez.
El pobre aprendiz fue
condenado a muerte. Encerrado en la celda, en espera de ser ahorcado, dirigió
su pensamiento a Rubezahl y le rogó que lo perdonase. Pero sabía que ya era
demasiado tarde. Y mientras lloraba desesperado, apareció frente a él un viejo
de barbas muy largas, salido de la nada, que le dijo:
-Hace tiempo me llamaste,
porque querías cortarme la barba. Aquí me tienes: soy Rubezahl.
El aprendiz cayó de
rodillas y le suplicó que lo perdonase. Ya había recibido bastante castigo y la
lección le serviría para toda su vida.
Rubezhal sonrió y dijo:
-Bien, por esta vez te
perdono. Puedes irte.
Sopló la puerta, la
puerta se abrió y el aprendiz salió pitando. Mientras corría, sin embargo, oyó
una voz a sus espaldas que decía:
-¡Mañana por la mañana
podrás asistir a tu ahorcamiento!
El aprendiz pensó que era
un absurdo: ¿cómo podría asistir a su propio ahorcamiento, si ya estaba libre?
A la mañana siguiente, no
obstante, se dirigió a la colina, detrás de la ciudad, donde estaba la horca.
Ya había mucha gente, pero nadie lo reconoció, porque iba con la cabeza gacha.
Y de repente sonaron las trompetas, redoblaron los tambores, y apareció el
cortejo que acompañaba al aprendiz de sastre hasta la horca. Naturalmente, se
trataba de Rubezhal, que había adoptado el aspecto del condenado. Rubezhal era
extraordinario: se reía, silbaba, le sacaba la lengua a los jueces y, cuando el
verdugo le puso la cuerda al cuello, le tiró de la barba y le pellizcó la
nariz.
Después, de repente,
desapareció, y en su lugar se vio, colgado de la horca, un manojo de paja.
Todos comprendieron,
entonces, que el aprendiz del sastre había dicho la verdad, que había sido
Rubezahl el autor de todo el embrollo. Por tanto, le creyeron cuando contó que
el señor de las montañas había ido a verlo a la celda, le había permitido salir
y se había hecho ahorcar en su lugar.
El aprendiz regresó a la
casa del sastre y reanudó su trabajo, ágil y de buen humor como antes. Pero no
volvió a reírse nunca más de Rubezahl, ni tampoco volvió a salir de paseo por
el Macizo de los Gigantes.
012. anonimo (alemania)
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