Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Rubezahl y el aprendiz de sastre


En la ciudad de Lehnitz vivía un sastre, y con él trabajaba un aprendiz que estaba siempre de buen humor. No era un mal chi­co, pero no respetaba nada ni a nadie. Para él ninguna cosa era demasiado importante, se burlaba de todo.
Un domingo, el aprendiz de sastre salió con sus amigos a dar un paseo por las montañas del Macizo de los Gigantes. Mientras caminaban, la conversación recayó en Rubezahl, el señor de esas tierras.
-¡Por favor, no habléis de él precisamente aquí! -les alertó un joven a los demás. Al mago y señor de la montaña no le gus­ta que se pronuncie su nombre en vano y podría castigaros.
Todos enmudecieron, pero el aprendiz de sastre se echó a reír, diciendo que no fuesen tiquismiquis, y exclamó:

¡Rubezahl, muestra tu cara,
que te cortaré la barba!

Los otros contuvieron el aliento por miedo a lo que podría ocurrir si Rubezahl lo hubiese oído. Pero no sucedió nada, y el aprendiz se burló de ellos y los trató de gallinas.
Cuando el aprendiz regresó por la noche, la casa era un ver­dadero infierno. El sastre había descubierto que le faltaba dine­ro y había puesto la casa patas arriba para encontrarlo, pero fue en vano. Alguien debía de haberle robado. También el aprendiz tuvo que abrir de inmediato el baúl donde guardaba sus cosas.
Lo hizo con toda calma, porque tenía la conciencia tranquila, él no había robado nada. Pero, cuando abrió el baúl, se quedó con la boca abierta, pálido como un muerto: ¡allí estaba el dinero ro­bado!
El aprendiz comprendió enseguida que aquélla era una juga­da más de Rubezahl para castigarlo por su impertinencia y le contó toda la historia al sastre. Luego tuvo que contársela al juez, pero ninguno de los dos creyó en su declaración. Incluso le dijeron que ésas eran cosas de tiquismiquis, una tremenda estu­pidez.
El pobre aprendiz fue condenado a muerte. Encerrado en la celda, en espera de ser ahorcado, dirigió su pensamiento a Ru­bezahl y le rogó que lo perdonase. Pero sabía que ya era demasiado tarde. Y mientras lloraba desesperado, apareció frente a él un viejo de barbas muy largas, salido de la nada, que le dijo:
-Hace tiempo me llamaste, porque querías cortarme la bar­ba. Aquí me tienes: soy Rubezahl.
El aprendiz cayó de rodillas y le suplicó que lo perdonase. Ya había recibido bastante castigo y la lección le serviría para toda su vida.
Rubezhal sonrió y dijo:
-Bien, por esta vez te perdono. Puedes irte.
Sopló la puerta, la puerta se abrió y el aprendiz salió pitando. Mientras corría, sin embargo, oyó una voz a sus espaldas que decía:
-¡Mañana por la mañana podrás asistir a tu ahorcamiento!
El aprendiz pensó que era un absurdo: ¿cómo podría asistir a su propio ahorcamiento, si ya estaba libre?
A la mañana siguiente, no obstante, se dirigió a la colina, de­trás de la ciudad, donde estaba la horca. Ya había mucha gente, pero nadie lo reconoció, porque iba con la cabeza gacha. Y de repente sonaron las trompetas, redoblaron los tambores, y apa­reció el cortejo que acompañaba al aprendiz de sastre hasta la horca. Naturalmente, se trataba de Rubezhal, que había adopta­do el aspecto del condenado. Rubezhal era extraordinario: se reía, silbaba, le sacaba la lengua a los jueces y, cuando el verdu­go le puso la cuerda al cuello, le tiró de la barba y le pellizcó la nariz.
Después, de repente, desapareció, y en su lugar se vio, colga­do de la horca, un manojo de paja.
Todos comprendieron, entonces, que el aprendiz del sastre había dicho la verdad, que había sido Rubezahl el autor de todo el embrollo. Por tanto, le creyeron cuando contó que el señor de las montañas había ido a verlo a la celda, le había permitido sa­lir y se había hecho ahorcar en su lugar.
El aprendiz regresó a la casa del sastre y reanudó su trabajo, ágil y de buen humor como antes. Pero no volvió a reírse nunca más de Rubezahl, ni tampoco volvió a salir de paseo por el Ma­cizo de los Gigantes.

012. anonimo (alemania)

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