Hace mucho tiempo, vivía
en Alemania el mayor burlón que se halja visto alguna vez en la tierra: Till
Eulenspiegel. Hacía bromas y contaba embustes por doquier. A veces hacía reír,
a veces lo ahuyentaban a garrotazos. Cuentan que, estando en la ciudad de
Marburgo, en Asia, se dirigió al castillo del landgrave y dijo:
-Señor, soy un artista,
célebre en todas las artes. ¿Tendríais, por casualidad, un trabajo para mí?
-Llegas en el momento
justo. Me hace falta alguien, precisamente, que pinte el salón de mi palacio.
-Eso es muy fácil,
Majestad. Me pondré a trabajar mañana por la mañana y en un par de días habré
acabado. Pero tendréis que darme cuatrocientos escudos de oro para comprar
pinturas y pinceles. Casualmente conozco, en esta ciudad, un comerciante que
tiene los tintes más preciosos de Flandes y de Hungría. Con esas pinturas os
haré un trabajo prodigioso.
El landgrave le dio a
Till los cuatrocientos escudos de oro, pero el pícaro no tenía la menor
intención de comprar pinturas y pinceles. Se sentó en la posada, comió en
abundancia tres días y tres noches y no pensó siquiera un instante en el
landgrave.
Al cuarto día, sin
embargo, el landgrave le comunicó que quería ver cómo avanzaba la pintura. Till
suspiró:
-¿Qué haré ahora? Ya me
las arreglaré. Cosas peores me han pasado.
Pagó y se dirigió hacia
el castillo. Cuando el landgrave fue a ver el salón, las cuatro paredes estaban
completamente blancas. Pero Till hablaba como si su trabajo estuviese terminado
y decía:
-¿Os gusta, Majestad, mi
obra maestra? Mirad qué colores, qué figuras. Observad, por favor, estos
caballos: ¿no os parece oírlos piafar? Y estos caballeros: ¿no os parecen
vivos?
El landgrave miraba,
miraba. Los ojos casi se le salían de las órbitas, pero sólo veía las paredes
blancas. Mientras tanto, Till proseguía:
-Os debo decir, Majestad,
que estos colores de Flandes y de Hungría son colores mágicos, los pueden ver
solamente las personas sinceras que jamás hayan engañado a nadie. Los mentirosos
y los farsantes sólo ven las paredes blancas.
Naturalmente, el
landgrave se cuidó mucho de confesar que no veía nada de nada. Por el
contrario, alabó la excelencia del trabajo e hizo que le dieran a Till otros
cuatrocientos escudos, después de lo cual éste se fue de Asia lo más pronto que
pudo.
El landgrave invitó a sus
huéspedes, sus cortesanos y servidores a que admiraran el salón y sus pinturas
y decía:
-Observad qué obra
maestra. Qué esplendor, qué colores. Mirad, por favor, estos caballos: ¿no os
parece oírlos piafar? Y estos caballe-ros: ¿no os parecen vivos? Reconozco que
me ha costado caro aquel pintor forastero. Le he dado ochocientos escudos de
oro.
Todos miraban, miraban,
los ojos se les salían de las órbitas, pero no lograban ver más que desnudas
paredes blancas. Mientras tanto, el landgrave proseguía:
-Debéis saber, ilustres
señores, que estas pinturas se han realizado con tintas de colores de Flandes
y de Hungría. Son colores mágicos. Sólo los pueden ver las personas que no
hayan engañado jamás a nadie. Los mentirosos y los farsantes pueden mirar todo
el tiempo que quieran, pero no verán nada de nada.
En ese preciso momento,
como es de suponer, todos comenzaron a elogiar en voz alta las pinturas y
nadie quiso confesar que no veía nada, para no pasar por embustero.
Sólo se llegó a saber la
verdad varios años más tarde, cuando el mismo Till Eulenspiegel contó la broma
que le había gastado al landgrave de Asia, haciéndole pagar ochocientos
escudos de oro por una obra maestra que no existía.
012. anonimo (alemania)
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