Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Eulenspiegel pinta el castillo del landgrave de asia

Hace mucho tiempo, vivía en Alemania el mayor burlón que se halja visto alguna vez en la tierra: Till Eulenspiegel. Hacía bro­mas y contaba embustes por doquier. A veces hacía reír, a veces lo ahuyentaban a garrotazos. Cuentan que, estando en la ciudad de Marburgo, en Asia, se dirigió al castillo del landgrave y dijo:
-Señor, soy un artista, célebre en todas las artes. ¿Tendríais, por casualidad, un trabajo para mí?
-Llegas en el momento justo. Me hace falta alguien, precisa­mente, que pinte el salón de mi palacio.
-Eso es muy fácil, Majestad. Me pondré a trabajar mañana por la mañana y en un par de días habré acabado. Pero tendréis que darme cuatrocientos escudos de oro para comprar pinturas y pinceles. Casualmente conozco, en esta ciudad, un comercian­te que tiene los tintes más preciosos de Flandes y de Hungría. Con esas pinturas os haré un trabajo prodigioso.
El landgrave le dio a Till los cuatrocientos escudos de oro, pero el pícaro no tenía la menor intención de comprar pinturas y pinceles. Se sentó en la posada, comió en abundancia tres días y tres noches y no pensó siquiera un instante en el landgrave.
Al cuarto día, sin embargo, el landgrave le comunicó que quería ver cómo avanzaba la pintura. Till suspiró:
-¿Qué haré ahora? Ya me las arreglaré. Cosas peores me han pasado.
Pagó y se dirigió hacia el castillo. Cuando el landgrave fue a ver el salón, las cuatro paredes estaban completamente blancas. Pero Till hablaba como si su trabajo estuviese terminado y decía:
-¿Os gusta, Majestad, mi obra maestra? Mirad qué colores, qué figuras. Observad, por favor, estos caballos: ¿no os parece oírlos piafar? Y estos caballeros: ¿no os parecen vivos?
El landgrave miraba, miraba. Los ojos casi se le salían de las órbitas, pero sólo veía las paredes blancas. Mientras tanto, Till proseguía:
-Os debo decir, Majestad, que estos colores de Flandes y de Hungría son colores mágicos, los pueden ver solamente las per­sonas sinceras que jamás hayan engañado a nadie. Los mentiro­sos y los farsantes sólo ven las paredes blancas.
Naturalmente, el landgrave se cuidó mucho de confesar que no veía nada de nada. Por el contrario, alabó la excelencia del trabajo e hizo que le dieran a Till otros cuatrocientos escudos, después de lo cual éste se fue de Asia lo más pronto que pudo.
El landgrave invitó a sus huéspedes, sus cortesanos y servi­dores a que admiraran el salón y sus pinturas y decía:
-Observad qué obra maestra. Qué esplendor, qué colores. Mirad, por favor, estos caballos: ¿no os parece oírlos piafar? Y estos caballe-ros: ¿no os parecen vivos? Reconozco que me ha costado caro aquel pintor forastero. Le he dado ochocientos es­cudos de oro.
Todos miraban, miraban, los ojos se les salían de las órbitas, pero no lograban ver más que desnudas paredes blancas. Mien­tras tanto, el landgrave proseguía:
-Debéis saber, ilustres señores, que estas pinturas se han rea­lizado con tintas de colores de Flandes y de Hungría. Son colo­res mágicos. Sólo los pueden ver las personas que no hayan en­gañado jamás a nadie. Los mentirosos y los farsantes pueden mirar todo el tiempo que quieran, pero no verán nada de nada.
En ese preciso momento, como es de suponer, todos comen­zaron a elogiar en voz alta las pinturas y nadie quiso confesar que no veía nada, para no pasar por embustero.
Sólo se llegó a saber la verdad varios años más tarde, cuan­do el mismo Till Eulenspiegel contó la broma que le había gas­tado al landgrave de Asia, haciéndole pagar ochocientos escudos de oro por una obra maestra que no existía.

012. anonimo (alemania)

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