El señor Vinagre vivía
con su mujer en una botella de vinagre. Un día, el señor Vinagre salió de la
botella para atender sus negocios y su mujer, que era una excelente ama de
casa, se dispuso a hacer la limpieza. En cierto momento, maldita casualidad, estaba
tan entusiasmada que golpeó la pared con la escoba y toda la casa se le vino
encima. Desesperada, acudió a su marido y le echó los brazos al cuello:
-¡Ay, querido, tesoro
mío, qué desgracia! He golpeado con la escoba nuestra hermosa casita y se ha
hecho añicos. El señor Vinagre la consoló:
-No te preocupes,
querida, hay cosas peores. Veamos qué se puede hacer. Mira: la puerta aún está
entera. ¿Sabes qué haremos? Me la llevo a cuestas y nos vamos a buscar fortuna
a otra parte.
Así se fueron por el
mundo a buscar fortuna. Caminaron todo el día y, al anochecer, llegaron a un
bosque. Los dos estaban muertos de cansancio y el señor Vinagre dijo:
-¿Sabes qué haremos
ahora, querida? Treparé con la puerta a este árbol y después subirás tú
también.
Y así lo hicieron.
Treparon al árbol, acomodaron la puerta, extendieron sobre ella sus cuerpos
cansados y se durmieron. Hacia medianoche, varias voces susurrantes despertaron
a los señores Vinagre. Él miró a su alrededor y a duras penas pudo contener un
grito de miedo. Bajo el árbol, había unos bandoleros que estaban repartiéndose
el botín.
-Uno a mí, uno a ti, uno
a él, uno a mí, uno a ti, uno a él, uno a mí...
El señor Vinagre temblaba
como una hoja. También su mujer temblaba y ¿sabéis qué ocurrió?, tembló también
la puerta, que se precipitó sobre la cabeza de los bandoleros. Éstos, sin decir
tus ni mus, pusieron pies en polvorosa y no se dejaron ver nunca más por
aquella zona. A la mañana siguiente, el señor Vinagre bajó del árbol para
recuperar la puerta y ¿qué me diréis que vio al levantarla?: un montón de
monedas de oro.
-Querida -le dijo a su
mujer, baja, querida, nos hemos vuelto ricos.
La señora Vinagre bajó lo
más rápido que pudo y, al ver aquel montón de monedas de oro, se puso a bailar
de alegría.
-Te diré qué haremos, mi
amor. Justamente hoy es día de mercado. Coge estos cuarenta ducados, ve a la
ciudad y compra una vaca. Con la leche que nos dé, prepararé mantequilla y queso,
iremos a venderlos al mercado, ganaremos dinero y viviremos como si
estuviésemos en el paraíso.
El señor Vinagre aceptó
lo que su mujer le proponía. Cogió el dinero y se fue derecho a la feria. Dio
un paseo tranquilo hasta que vio una hermosísima vaca roja. Era una vaca lechera
como pocas.
-Si tuviese una vaca como
ésta, sería el hombre más feliz de la tierra -se dijo el señor Vinagre.
Le entregó los cuarenta
ducados al campesino y compró la vaca. La cogió por el ronzal y se dio un paseo
por el mercado, orgulloso de su compra. De pronto, frente al aguntamiento, vio
a un jovencito que tocaba la flauta: flaaauta, flaaauta, pimpiriflauta... A su
alrededor, había una piña de niños y de todos lados lanzaban a su gorra
monedas de oro.
-Qué maravilla -pensó el
señor Vinagre. Si tuviese una flauta como ésa, sería el hombre más feliz de la
tierra. Me volvería rico en muy poco tiempo.
Se acercó al flautista y
le dijo:
-Amigo, tienes una flauta
magnífica y, por lo que veo, te da mucho dinero.
-Pues claro -respondió el
astuto flautista.
-¿No me la venderías?
-preguntó el señor Vinagre.
-Venderla, no la vendo
-dijo el flautista, pero, como veo que eres una buena persona, te daré la
flauta a cambio de tu vaca roja.
-Trato hecho -exclamó el
señor Vinagre muy contento.
Cambió su vaca roja por
la flauta y se dio un paseo por la feria, orgulloso, hinchando el pecho. Pero
de la flauta sólo salían sonidos desafinados y, en vez de darle dinero, la
gente le lanzaba palabrotas y piedras.
El pobre señor Vinagre no
tuvo más remedio que marcharse. Durante el trayecto de vuelta a casa, soplaba
un viento frío que le helaba los dedos. Y de pronto, como si lo hubiese
llamado, fue a su encuentro un hombre que llevaba puestos unos guantes muy
bonitos.
-Tengo mucho frío en los
dedos -suspiraba el señor Vinagre. Si tuviese unos guantes como ésos, sería el
hombre más feliz del mundo.
Detuvo al hombre con los
guantes y le dijo:
-Amigo mío, ¿ya te han
dicho que tienes unos guantes estupendos?
-Sí, y llevan razón
-respondió el hombre. Es como tener las manos en un horno.
-¿No me los venderías?
-Venderlos, no los vendo
-dijo el hombre, pero como veo que eres una buena persona, estaría dispuesto a
dártelos a cambio de tu flauta.
-Trato hecho -exclamó el
señor Vinagre.
Se puso los guantes y,
muy satisfecho, siguió su camino. La carretera era larga y era terrible el
azote del viento. El señor Vinagre estaba muerto de cansancio. En ese momento
vio a un hombre que iba a su encuentro apoyándose en un bastón. Era un bastón
absolutamente vulgar, pero el señor Vinagre comenzó enseguida a suspirar:
-Si pudiese tener un
bastón como ése, sería el hombre más feliz del mundo.
Detuvo al hombre y le
dijo:
-Amigo, ¿sabías que
tienes un bastón magnífico?
-Sí, tienes razón
-respondió el hombre. Me apoyo en él y no siento siquiera que estoy caminando.
Pero, si te gusta mucho, estaría dispuesto a dejártelo a cambio de tus
guantes.
Al señor Vinagre ya se le
habían calentado las manos; las piernas, en cambio, se le aflojaban por la
debilidad. Así que cambió enseguida los guantes por el bastón. Pero, cuando
llegó al bosque, donde había dejado a su mujer, oyó que lo llamaba una voz.
Posado en una rama, había un papagayo que se burlaba de él:
-Ay, señor Vinagre, eres
francamente un tonto, tienes menos cerebro que un mosquito. Fuiste al mercado a
comprar una vaca y pagaste por ella el doble de lo que valía. La cambiaste por
una flauta, cuando por una vaca podrías haber pedido al menos una docena.
Cambiaste la flauta por un par de guantes, cuando podrías haber conseguido al
menos seis pares. Finalmente, perdiste los guantes a cambio de un bastón que
podrías haber tenido sin gastar un céntimo, tan sólo mirando a tu alrededor en
el bosque, donde crecen bastones por millares. Permíteme que me ría: la, la,
la, la...
Al oír cómo se reía el
papagayo, el señor Vinagre montó en cólera y levantó el bastón para vengarse a
golpes del papagayo burlón. Naturalmente, no llegó a golpearlo, porque el ave
alzó el vuelo entre chillidos. Y también, naturalmente, el bastón quedó
enganchado entre las ramas, así que el señor Vinagre tuvo que volver a su casa
sin bastón, sin guantes, sin flauta, sin vaca y sin dinero. Su mujer, después
de escuchar relato tan absurdo, cogió un cucharón de la cocina y le propinó
tantos golpes que el señor Vinagre los recuerda todavía hoy.
039. anonimo (inglaterra)
esta historia es exelente
ResponderEliminarmuy buena historia
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