Había una vez una viuda. Un día, preparó cinco
pasteles, los sacó del horno y le dijo a su hija:
-Pon estos pasteles sobre la mesa del comedor
y déjalos un momentito, a ver si suben un poco más.
-¿Subir? -se sorprendió la muchacha. Si pueden
subir, entonces también pueden bajar otros. Lo mejor es que me los coma
enseguida.
Y sin decir agua va, se comió los cinco
pasteles y dejó el plato vacío sobre la mesa. Por la tarde, su madre volvió a
casa y dijo:
-Ve a ver si los pasteles han subido.
La muchacha fue hasta el comedor, pero el
plato estaba tan vacío como antes. Volvió a donde estaba su madre y le dijo:
-Sí, mamá, han subido.
-¿Los cinco?
-Los cinco.
-Bien, entonces tráeme el más grande, que
tengo hambre.
-Pero ¿cómo quieres que te lo traiga si ya no
están?
-¿No están? ¿Y qué has hecho con ellos?
-Me los he comido. Tú dijiste que debían
subir, y yo pensé
que si subían también podrían bajar otros.
-Ah, qué desgracia de hija me ha tocado
-suspiró la madre. Y se quedó sin merienda.
Se sentó en el umbral, cogió la rueca y el
huso y comenzó a hilar, mientras canturreaba:
Me ha tocado vivir cosas tremendas,
mi hija se ha comido mi merienda.
Mientras hilaba y cantaba, pasó por allí el
rey, frenó su caballo y preguntó:
-¿Qué canción estás cantando, buena mujer?
A la viuda le daba vergüenza haber hablado mal
de su hija mientras pasaba el rey, así que cantó de esta otra manera:
Que sea feliz Dios lo dispuso:
mi hija hoy ha hilado cinco husos.
-¿Qué dices? ¿Cinco husos en un día? -se
maravilló el rey. Nunca he oído hablar de una hilandera capaz de semejante
cosa. Buena mujer, dame la mano de tu hija. Conmigo estará bien, no por nada
soy el rey. Durante once meses, pensará sólo en ponerse hermosos vestidos, en
bailar y en celebrar fiestas. Al duodécimo mes hilará para mí, cada día, cinco
husos. Si lo hace, la querré; si no lo hace, perderá la cabeza.
¿Qué podía hacer la pobre viuda? Dio a su hija
como esposa al rey y, en cuanto a hilar, se consoló pensando que, de algún
modo, se las arreglaría.
La hija de la viuda se fue a vivir al palacio
del rey. Y, tal como dijera el soberano, durante once meses pensó solamente en
ponerse hermosos vestidos, en bailar y celebrar fiestas. Olvidó la rueca y el
huso.
Pero el rey no lo había olvidado.
Cuando llegó el duodécimo mes, llevó a su
mujer a una habitación vacía, donde había sólo un huso, una mesa y una silla, y
le dijo:
-Aquí tienes cáñamo y alimento para todo el
día. Antes de que anochezca, deberás hilar cinco husos. Si lo haces, te seguiré
queriendo; si no, te quedarás sin cabeza.
Después la encerró con llave y se marchó.
La pobre reina estaba terriblemente asustada.
Sola y sin ayuda, ¿cómo habría podido hilar cinco husos en un solo día, ella
que no había hilado ni siquiera en su casa? Se sentó, se cogió la cabeza con
las manos y comenzó a llorar amargamente.
Quién sabe cuánto tiempo se quedó allí
llorando. De repente, oyó que alguien golpeaba la ventana. La reina se
incorporó, fue a abrir y entró en la habitación un hombrecito negro, un enano
con cola de ratón.
-¿Por qué lloras así, hermosa reina?
-No serviría de nada contártelo, ya que no
creo que tú puedas ayudarme.
-Eso no lo sabes.
-Entonces escucha -dijo la reina, le contó
toda la historia de los cinco pasteles y los cinco husos, y concluyó. Y ahora,
si no sé hilar, el rey ordenará que me corten la cabeza.
-No llores -dijo el enano, yo te ayudaré.
Vendré aquí todas las mañanas, cogeré el cáñamo y por la noche te traeré cinco
husos hilados.
-¿Y qué tendré que darte a cambio?
-¿A cambio? Todas las noches intentarás, tres
veces, adivinar cómo me llamo. Si al cabo de un mes no lo has adivinado, te
llevaré conmigo.
-De acuerdo -respondió la joven reina,
mientras pensaba: sería ridículo que en un mes no llegase a adivinar cómo se llama.
El hombrecito cogió el cáñamo y desapareció.
Al anochecer, golpeó de nuevo la ventana. La reina abrió y el enanito saltó a
la habitación con cinco husos llenos de cáñamo hilado a la perfección.
-Aquí están tus husos -dijo, y ahora adivina
cómo me llamo.
-¿Te llamas Pedro? -dijo la reina.
-No.
-¿Te llamas Pablo?
-No, no.
-Je llamas Juan?
-Qué va -se rió el enano y desapareció.
Poco después, el rey fue a buscar a la reina.
-Veo que has sido buena -la elogió. Aquí
tienes cáñamo y comida para mañana.
Lo mismo ocurrió un día tras otro. El enanito
iba cada mañana a coger el cáñamo y por la noche lo devolvía hilado. El rey
estaba cada vez más contento, pero la reina se iba sintiendo cada día más
triste. No lograba de ningún modo adivinar el nombre del enano.
Llegó la penúltima noche del mes. El enano le
entregó los cinco husos con el cáñamo hilado y le dijo:
-¿Sabes ya cómo me llamo?
-¿Te llamas Nicodemo? -preguntó la reina,
temblando de miedo.
-No.
-¿Te llamas Habacuc?
-No, no.
-¿Te llamas Matusalén?
-Pero ¿qué dices? -se rió el enano, y sus ojos
brillaban como brasas encendidas. Mañana te lo preguntaré por última vez y, si
no sabes responderme, tendrás que venir conmigo, te guste o no.
Y, dicho esto, desapareció.
La reina estaba muerta del susto. Sabía que ya
no se le ocurriría ningún otro nombre. Pero en ese momento el rey entró en la
habitación.
-Veo que has sido buena y diligente durante
todo el mes -le dijo. Un día más, y tu prueba se habrá terminado. Tenemos que
celebrar el aconteci-miento. Esta noche cenaremos juntos. Cuando se sentaron a
la mesa, ricamente preparada, el rey se acordó de algo y se echó a reír.
-¿Por qué te ríes de ese modo? -preguntó la
reina que, por otra parte, no tenía ninguna gana de reírse.
-Ahora te lo explicaré. Hoy, mientras estaba
cazando, pasé junto a una pedrera y oí un extraño murmullo. Me apeé del
caballo, me acerqué y ¿a que no sabes qué vi? Una especie de hombrecito negro,
así de alto, con una cola de ratón, que hilaba tan deprisa que no se le veían
los dedos y que, mientras tanto, canturreaba:
Tim Tit Tot es mi nombre de verdad.
Nadie en el mundo lo adivinará.
Al escuchar este relato, también la reina se
echó a reír y, tan contenta estaba, que se hubiese puesto a bailar.
La noche siguiente, el enano le llevó los
últimos cinco usos y tenía una sonrisa más burlona que nunca.
-¿Sabes finalmente cómo me llamo?
-¿Te llamas Salomón? -preguntó la reina.
-No.
-¿Te llamas jeremías?
-No, no.
-¡Entonces te llamas Tim Tit Tot! -exclamó
alegremente la reina.
El enano lanzó un chillido, salió con la cola
entre las piernas y desapareció.
Y la reina no volvió a verlo nunca más.
El rey mantuvo su promesa. Quiso a su esposa y
no la hizo hilar ni siquiera una vez más.
039. anonimo (inglaterra)
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