Cuento popular
Pues iba paseando Pedro
Urdemales por el campo cuando se encontró un burrito. Montó en él se fue hasta
donde un caballero muy rico y generoso, que le tomó a su servicio durante un
año a cambio de una moneda de oro al mes.
Pedro Urdemales y su
burro se lo pasaron muy bien durante ese tiempo, pues el trabajo no era mucho,
y la comida, abundante. Así que engordaron y, al acabar el año, como no habían
gastado porque tuvieron todo pagado, Pedro Urdemales se encontró con doce
monedas de oro ahorradas. Las cambió por muchas de plata y, como no sabía dónde
guardarlas, se las encajó al burro debajo de la cola por ser un lugar seguro.
Un día, paseando enfrente
de los jardines del rey, este va y le dice:
-Muy bonito tu burro,
¿quién te lo ha prestado?
A lo que Pedro respondió:
-El burro es mío, su
majestad, y mis buenas monedas me ha
costado, porque no solo es bonito sino que tiene además otra gracia.
-¿Ah, sí? -preguntó el
rey curioso- ¿Y qué gracia es esa?
-Ahora mismo va a verla,
su majestad -repondió Pedro.
Y le clavó las espuelas
al burro con tal fuerza que del dolor que le causó le hizo largar una
ventosidad, y con ella salieron unas cuantas monedas de plata de las que había
depositado Pedro.
Pedro, entonces, le dijo
al rey:
-Ya ve, pues, señor, la
joya de burro que tengo, que no hay otro igual en todo el mundo. Él come su
pastito como cualquier otro, pero el pastito se vuelve plata.
-Pedro -le dijo el rey,
¡véndeme tu burro!
-¡Pero cómo, señor, le
voy a vender un burro así! Fíjese, su majestad, que cada vez que necesito
plata, no tengo más que montarme en él y le doy con la espuela, y enseguida me
regala unas cuantas monedas.
-Véndemelo, Pedro, te
daré dos mil monedas de oro por él; es tu rey quien te lo pide.
-Por ser mi rey quien me
lo pide se lo venderé, aunque mal negocio hago: dos mil monedas de oro son poco
para ser dadas por el rey.
Entonces, el rey le
ofreció dos mil quinientas y el mejor caballo que se criaba en los potreros. En
cuando Pedro cobró lo pactado, se montó en el caballo y salió disparado a toda
velocidad dejando una polvareda tras de él.
El rey, contento con su
negocio, mandó poner al burro en el mejor pesebre con el pasto más sabroso.
Al día siguiente, antes
de almorzar, llamó a la reina y a los príncipes y a todos los grandes de la
corte para que vieran la maravilla que había comprado. Una vez que estuvieron
todos sentados en sus balcones, el rey se subió al burro y le clavó suavemente
las espuelas. Pero el burro, nada. Se las clavó de nuevo, esta vez con más
impulso, y el burro rebuznó, alzó la cola y, entre ventosidades y otras cosas,
echó hasta veinte monedas de plata.
Todos se quedaron con la
boca abierta, admirados de ver una cosa tan extraordinaria. Incluso algunas
damas viejas dijeron que eso era una señal de que se acababa el mundo.
Al día siguiente volvió a
repetir la experiencia, con el mismo resultado, porque el burro echó todas las
monedas que aún le quedaban, sin dejar ni una dentro.
El rey estaba tan lleno
de satisfacción que no le cabía en el cuerpo ni un alfiler.
Pero, ¡ay!, al tercer
día, el burro lanzó de todo menos monedas.
Todos se dieron cuenta
entonces del engaño, y el rey, rojo de ira y rabia, mandó a las tropas
perseguir al estafador. Pero Pedro ya estaba bien lejos de todo aquello,
disfrutando las ganancias de su negocio.
Y colorín colorao, cuento acabao.
028. anonimo (chile)
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