Pues bien, el caso es que
hace mucho tiempo vivía un rey muy rico y poderoso que tenía tres hijos. Un día
de tantos, el mayor pidió salir del palacio para correr aventuras. El rey,
aunque no muy gustoso, le dio la bendición. A la reina no le hacía ninguna
gracia, pues prefería que sus hijos estuvieran cerca. Como condición le
pusieron que, al cabo de un año, regresara casado con la mujer más linda, más
rica y más buena que encontrara.
Al día siguiente, el hijo
segundo pidió también la bendición para correr aventuras. La reina, un poco
llorosa, aceptó, y le impusieron la misma condición que al primero.
Un día más tarde, el hijo
menor dijo que también se iba.
-¡Ay, no! -exclamó la
reina-. ¡Cómo vamos a quedarnos solitos!, ¡no...!, ¡no! ¡Tú no te vas, hijo
mío!
Pero el muchacho insistió
e insistió y al fin le dieron la bendición y le pidieron que, al año, regresara
casado con la mujer más linda, más rica y más buena que encontrara.
El príncipe mayor tomó el
camino real y, después de un día de caminata sin encontrar ni una sola
vivienda, llegó al anochecer a una choza miserable, habitada por una vieja que,
por la pinta, más parecía una bruja.
-Tun, tun -llamó el
príncipe a la puerta.
-¿Quién va? -contestó la
vieja, asomando su picuda nariz por una rendija.
-Ay, señora, -rogó el
príncipe-, por lo que más quiera, hágame el favor de darme posada para esta
noche, pues estoy muerto de fatiga.
-Sí, claro, niñito
-prosiguió la vieja-, pero a cambio de que se case con una niña muy bonita que
tengo aquí.
-Pues señora,
preséntemela y, si me gusta, ¡claro que me caso con ella!
-Entonces voy a llamarla
-dijo la vieja-: ¡Blanca Flor! ¡Blanca Flor! ¡Ven!
-¡Que, re, cue, cue, cue!
-contestó una rana verde que, en dos saltos, se puso al pie del joven.
-Blanca Flor -volvió a
decir la vieja, saluda a este joven príncipe.
Y la ranita alargó su
manita fría.
-¡Dios mío! -exclamó el
príncipe- ¿que yo le dé mi mano a este asqueroso animal? ¿Esta es la niña
bonita?
-Sí, niñito, sí.
-¿Y usted piensa que yo
me voy a casar con una rana? ¡Ni aunque estuviera loco!
Y diciendo esto, se
marchó el príncipe.
Al anochecer del día
siguiente, pasó el hijo segundo del rey y, más o menos, sotuvo la misma
conversación con la vieja, echándole unos cuantos improperios a la ranita
cuando esta le alargó su manita fría.
Al otro día, pasó el hijo
menor del rey y pidió posada donde la vieja. Ella le puso la misma condición y,
como el joven aceptó, llamó a Blanca Flor. Saltó la ranita a los pies del joven
y le alargó la mano. Él la tomó sin repugnancia y la oprimió suavemente entre
el pulgar y el índice.
-Esta es la niña bonita
-dijo la vieja-. Si usted se casa con ella, yo le doy posada.
Al príncipe casi le daban
tentaciones de decir que no y salir corriendo, pero miró a la ranita y vio que
ella tenía los ojos fijos en él, en actitud suplicante y, guiado por una fuerza
superior, dijo que bueno, que aceptaba. La vieja lo hizo pasar inmediatamente,
y la ranita le saltó al hombro repitiéndole:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
El príncipe casi se
arrepentía de haber dicho que sí, pero la ranita le miraba, y él se sentía con
fuerzas nuevamente.
Al día siguiente, se
levantó la ranita muy temprano y, antes de que amaneciera, ya había barrido la
casa, lavado todos los trastos y preparado el desayuno. El príncipe estaba
admirado de que una rana hiciera tantas cosas. A veces le parecía que eran
cosas de brujas y le entraban ganas de fugarse, pero la ranita, como si lo
adivinara, saltaba a sus rodillas y cantaba con ternura:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
Y volvía el príncipe a
conformarse con su suerte. Lo que más le preocupaba, desde luego, era tener que
llegar al palacio con aquella rana y presentársela a sus padres como esposa.
¡Anda que no se iban a reír de él sus hermanos! ¡Y qué pensarían en el palacio!
Así las cosas transcurrió
el año, y acabó el plazo fijado por el rey para volver a palacio con la nueva
de que se había casado. Todos sabían que heredaría la corona quien tuviera
mejor esposa.
Regresaban ya los
príncipes mayores montados en unos hermosos caballos y elegantemente vestidos.
Y en esto ven aparecer al herma-no menor con pinta de mendigo, todo remendado y
con una carga de leña para la ranita.
-¡Vaya facha que tienes,
hermanito! -dijo el mayor.
-Seguro que este -dijo el
segundo- se ha casado con la rana aquella de la vieja... ¡Ya verás cuando se la
presentes al rey! ¡Casarse con un batracio! ¡Mira el retrato de mi esposa: es
más linda que la luna!
-¡Y mira el retrato de la
mía! -agregó el mayor, ¡es más linda que el sol!
-¿Y la tuya? -preguntaron
los dos a la vez.
El pobre príncipe no
sabía qué decir de la congoja. Finalmente, dijo:
-La mía..., la..., la mía
no tiene igual en la Tierra.
-Ja, ja, ja, ja! -se
echaron a reír sus hermanos-. ¡Otro igual de tonto que tú no hay! Ven que te
llevamos...
Pero el príncipe no quiso
ir por no presentarse así de haraposo ante el rey. Cuando los hermanos se
fueron, tomó la carga de leña y se encaminó a la choza. La ranita, que todo lo
adivinaba, salió a su encuentro y, con su canto: «¡Que, re, cue, cue!...» , le
dio a entender que no tenía por qué afligirse. Pasado el almuerzo lo llamó
aparte y le mostró un precioso vestido de viaje, con botones de oro, y otro
vestido aún más bello, de una tela finísima, para que se presentara en palacio.
Ella misma le ayudó a vestirse, lo peinó, lo perfumó y, después de pasarle la
manita fría por la cara, fue a por un espejo. El príncipe casi no se reconocía
de tan bello que se encontraba. Después, le dio un retrato de ella bien
envuelto en papel de seda bajo la condición de que no lo viera hasta después de
mostrarlo al rey. Cuando estuvo todo listo, el príncipe tomó su maletita y, al
salir por la puerta, vio un lindo caballo de color azabache, con ojos que
parecían luceros y riendas de cordel fino. Un criado lo sostenía y le ayudó a
subir. El criado montó en otro caballo que era menos bonito, pero que superaba
al de los príncipes. Y ambos partieron. La ranita se quedó llorando, pues ya se
había acostumbrado a la compañía de su príncipe.
Tal era la rapidez con
que trotaban aquellos caballos que llegaron antes que los príncipes mayores al
palacio. El rey y la reina salieron contentos a recibir al príncipe menor. Poco
después, llegaron los otros, y el rey mandó preparar un gran banquete para
celebrar el regreso de sus hijos. Todos estaban muy felices, hablando aquí y
allá sobre la belleza de sus esposas. El menor, sin embargo, no decía nada, y
su rostro no era precisamente de alegría.
Al terminar el banquete,
el rey pidió los retratos de sus nueras. Cuando le tocó el turno al menor, se
le iban y venían los colores y deseaba que la tierra se lo tragara en ese
instante. Mejor hubiera sido no haber nacido, pensaba él, para no tener que
presentarle al rey el retrato de una rana. Así que le dio el retrato y apartó la
cara para no verla cuando el rey la descubriera.
Pero enseguida se dio
cuenta de que no era una ranita la que estaba retratada, sino una linda
princesa, ante la cual el rey se quedó con tamaña boca abierta que los otros
príncipes bajaron la cabeza de vergüenza al darse cuenta de que las suyas no
servían ni para ser sus criadas. Cuando el rey salió de su asombro, dijo:
-¡Pero qué mujer más
linda!
Y agregó:
-Bien, mañana regresan
donde sus esposas y dentro de tres meses me traerán cada uno una camisa hecha por
mis nueras; pero eso sí, que no se le noten ni las costuras de lo bien cosidas
que estén.
Llenos de envidia, los
príncipes salieron corriendo sin esperar al menor, cosa que este agradeció, y
regresó solo con su criado. Llegó donde su ranita y le contó lo que había
pedido el rey, no porque no creyera que ella no podía hacer una camisa, sino
porque la ranita le miraba como preguntándole algo. Después, fue a una tienda y
compró unas cuantas varas de lino muy fino.
Pasaban y pasaban los
días, y la ranita no se ponía nunca a trabajar con la camisa, hasta que un día
le dijo el príncipe:
-Pero ranita, ya es
tiempo de que cosa la camisa. Mire que van a pasar ya los tres meses.
Y la ranita solo
contestaba:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
A los tres meses no había
señales de la camisa, claro, y el príncipe, dándose cuenta, pensó en no ir al
palacio.
Los hermanos, en cuanto
llegaron donde sus esposas, les dieron el recado del rey, y ellas recorrieron
todas las tiendas buscando la tela más fina y trabajando inmediatamente para
tener listas las camisas en la fecha acordada. Así que, el día del plazo, los
príncipes iban de camino al palacio con el regalo para el rey. Se dieron prisa
en llegar, porque querían contarle al rey que el hermano menor le había
engañado, que no estaba casado con la linda muchacha del retrato, sino con una
horrible rana verde. Estas y otras cosas del estilo, nacidas de la envidia,
querían contarle enseguida.
La ranita, que era una
esposa muy lista, llamó al joven y le mostró otro vestido de viaje aún más
elegante que el primero y que casi parecía el de un rey. El vestido con el que
se presentaría en el palacio era también superior al anterior. Las varas de
lino que había comprado el príncipe las tomó la ranita y, haciéndolas un
paquetito, se las entregó diciendo:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
-es decir, que era la camisa del rey.
El príncipe salió de la
choza y volvió a encontrarse al criado, pero esta vez sosteniendo un caballo
color oro. Montó en él con la ayuda del criado y, en un santiamén, estuvo a la
puerta del palacio, antes incluso que sus hermanos, aunque estos llegaron poco
después. Miraban al caballo del príncipe muertos de envidia, pues los de ellos
parecían caballos de alquiler comparados con el otro.
Fueron al rey a mostrarle
los regalos, por orden de edad. El mayor mostró una camisa finísima, y la
verdad es que estaba tan bien hecha que las costuras apenas se notaban. La del
hijo segundo estaba por el estilo. El menor estaba que temblaba, porque sabía
muy bien que la ranita no había hecho la camisa. Sin embargo, se armó de valor
y le entregó el paquetito. Y el rey desenvolvió una camisa de tela tan fina que
ningún telar la imitaría jamás. Las costuras no se veían ni aunque se pusiera
una lupa delante, y era más blanca que la nieve pura. Los botoncitos eran
perlas incrustadas en oro, y en los puños llevaba unos gemelos de diamantes que
irra-diaban rayos maravillosas. Las otras camisas parecían trapos al lado de
esta.
El rey se mostró
satisfecho y dijo que quería una prueba más de la habilidad de sus nueras, así
que pidió que en un mes le llevaran un plato exquisito que nunca hubiera
probado.
Los príncipes regresaron
entonces donde sus esposas con la nueva orden. Las esposas de los dos mayores
se pusieron enseguida a buscar en cuanto libro de cocina tenían a mano para
preparar el dulce más raro. La ranita, tal cual lo escuchó, tal cual lo olvidó,
pues no volvió a acordarse del encargo.
Pasado el mes, la ranita
fue la primera en recordarle al príncipe que había terminado el plazo. Tomó una
güira y la partió por la mitad. Después, metió una de las mitades en un
saquito, diciendo:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
-con lo cual comprendió el príncipe que aquello era para el rey.
En eso pasaron los
hermanos, cada uno con un criado que llevaba el regalo del rey en una bandeja
de plata. El criado del menor no llevaba fuente ni nada parecido, sino un
saquito de tela rústica con la media güira, así que los hermanos comenzaron a
burlarse de él.
Llegaron los tres
príncipes juntos, pero los mayores, que en todo querían ser los mejores, fueron
los primeros en entregar su regalo al rey. El menor, apenado, le entregó su
saquito de tela, y el rey puso mala cara, pero pronto cambió de semblante y se
quedó con los ojos muy abiertos al contemplar una bandeja de oro con incrustaciones
de perlas y rubíes, donde reposaba un dulce tan exquisito que ya con solo
olerlo uno se relamía de gusto. Eso era lo que tenía el saco.
Cuando sirvieron el dulce
de la ranita, los reyes se chupaban los dedos como niños, y todos les imitaron,
porque nadie quería perder ni una gotita de miel. Lo más sorprendente, sin
embargo, era que, cada vez que se vaciaba la bandeja, aparecía llena de otro
dulce distinto y aún más rico. Naturalmente, nadie se volvió a acordar de los
platos de las otras nueras.
Después de haber
saboreado aquellos manjares nunca vistos, el rey pidió a sus hijos que
volvieran en quince días con sus esposas para elegir quién heredaría la corona.
El menor, mientras
regresaba a la choza, pensaba: «¿Cómo haré yo para presentarme en el palacio con
mi ranita? ¡Ay, más me hubiera valido no haber nacido!». Llegó, pues, a la
choza, todo triste y pensativo, y le dio a la ranita la noticia de que en
quince días irían a palacio. Ella, con los ojos muy brillantes, contestó:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
El príncipe deseaba que
el día de partir no llegara nunca, pero la ranita, en cambio, no cabía en sí de
su gozo y saltaba de aquí para allá con su cantar:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
Muy temprano, el día de
la partida, la ranita se levantó y preparó el desayuno. Pronto pasaron los
príncipes con sus esposas en buenos caballos, eso no se puede negar, pero ellas
iban tan pintadas y adornadas, y con tanto colorete, que casi parecían payasos
de feria. El príncipe estaba en la puerta y, al verlos pasar, la ranita saltó y
se le sentó en el hombro. ¡En qué momento lo hizo!... Cuando las señoras la
vieron, casi se desmayan y preguntaron que cómo permitía aquel hombre que un
animal tan inmundo se le subiera al hombro. Los esposos les contestaron, sin
decir que aquel era su hermano, que la rana era su esposa, y las señoras,
olvidándose de que estaban casi desmayadas, se echaron a reír con tantas ganas
que se les saltaron las lágrimas y resbalaron por el colorete.
Cuando se hubieron
alejado, la ranita se bajó del hombro y comenzó a preparar el equipaje. Como se
demoró algo, los príncipes llegaron primero al palacio y corrieron a contarle
al rey que el hermano menor le había engañado todo el tiempo, pues la esposa
era una rana asquerosa. Las esposas, que en ese momento se dieron cuenta de que
el hombre que habían visto era el hermano, se echaron a reír nuevamente, y el
rey se puso colorado de vergüenza y de ira, prometiendo que, si era cierto,
echaría al hijo del palacio y aplastaría a la rana con su propio pie. En estas
estaban cuando llegó un jinete con pinta de mendigo en un caballo viejo y cojo.
Era el príncipe y traía en el hombro a la ranita.
-¿Pero cómo te atreves
-le gritó el rey- a presentarte aquí con esa horrible rana por esposa?
La ranita saltó hasta los
pies del rey y le tendió su manita fría para saludarlo, pero el rey, en un
arrebato de ira, le puso encima el zapato para aplastarla. Antes de poder
hacerlo, la ranita se transformó en una princesa tan linda como nunca nadie
había imaginado, con un traje del color del cielo, y corrió a abrazar al rey y
después al príncipe, pidiéndole perdón por lo mucho que le había hecho sufrir.
Les contó entonces que ella era hija de un rey poderoso que ya había muerto y
que había sido robada y convertida en una rana, con el maleficio de vivir así
hasta que un príncipe se quisiera casar con ella.
El rey estaba maravillado
de ver una criatura tan encantadora y con una voz que parecía música celestial.
Pasaron enseguida al
banquete, y el rey se sentó junto a la princesa rana, pues le atraía la dulzura
de su voz y la bondad de su mirada. Las otras princesas, muertas de la envidia,
no le quitaban el ojo de encima y, cuando se dieron cuenta de que la princesa
se echaba de vez en cuando al corpiño pedacitos de pan, de carne o de arroz,
decidieron hacer lo mismo.
Terminado el banquete,
continuó la fiesta con un gran baile. El rey sacó a bailar a la princesa, y
ella pidió que le trajeran una jícara [1]
de chocolate caliente. Al dar una vuelta, le vació al rey desde la cabeza el
chocolate, mientras se soltaba el corpiño, del que comenzó a caer una lluvia de
diamantes, perlas y monedas de oro. Entonces, el rey apareció vestido con un
traje deslumbrante cuyos brillantes casi cegaban al que mirara. La gota de
chocolate que le cayó en un dedo se convirtió en un anillo de oro con un
diamante, y el suelo del salón parecía un cielo de mil estrellas que reflejaba
luz de mil colores. Después, la princesa bañó también a la reina en chocolate,
y esta apareció luciendo un hermoso vestido y una diadema de perlas engarzadas
en oro.
Las envidiosas pidieron
también una jícara de chocolate, porque pensaban que lo que pudiera hacer una
rana también lo harían ellas.
Una salió con el rey y la
otra con la reina, y les echaron el chocolate hirviendo. Después, se abrieron
los corpiños, de los que solo salieron los desperdicios que habían guardado. Se
organizó un lío tremendo, y hasta los médicos hubieron de llegar para curar las
quemaduras de los reyes. Así acabó el baile.
Al día siguiente, el rey
y la reina, todavía quemados por el chocolate, decidieron traspasar sus
coronas al príncipe menor y a la princesa ranita. Como el príncipe tenía buen
corazón, cedió a cada uno de sus hermanos una buena porción del país para que
todos pudieran gobernar.
Y yo fui y vine, y nada
me dieron.
015. anonimo (argentina)
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