Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

La príncesa rana


Pues bien, el caso es que hace mucho tiempo vivía un rey muy rico y poderoso que tenía tres hijos. Un día de tantos, el mayor pidió salir del palacio para correr aventuras. El rey, aunque no muy gustoso, le dio la bendición. A la reina no le hacía ninguna gracia, pues prefería que sus hijos estuvieran cerca. Como condición le pusieron que, al cabo de un año, regresara casado con la mujer más linda, más rica y más buena que encontrara.
Al día siguiente, el hijo segundo pidió también la bendición para correr aventuras. La reina, un poco llorosa, aceptó, y le impusieron la misma condición que al primero.
Un día más tarde, el hijo menor dijo que también se iba.
-¡Ay, no! -exclamó la reina-. ¡Cómo vamos a quedarnos solitos!, ¡no...!, ¡no! ¡Tú no te vas, hijo mío!
Pero el muchacho insistió e insistió y al fin le dieron la bendición y le pidieron que, al año, regresara casado con la mujer más linda, más rica y más buena que encontrara.
El príncipe mayor tomó el camino real y, después de un día de caminata sin encontrar ni una sola vivienda, llegó al anochecer a una choza miserable, habitada por una vieja que, por la pinta, más parecía una bruja.
-Tun, tun -llamó el príncipe a la puerta.
-¿Quién va? -contestó la vieja, asomando su picuda nariz por una rendija.
-Ay, señora, -rogó el príncipe-, por lo que más quiera, hágame el favor de darme posada para esta noche, pues estoy muerto de fatiga.
-Sí, claro, niñito -prosiguió la vieja-, pero a cambio de que se case con una niña muy bonita que tengo aquí.
-Pues señora, preséntemela y, si me gusta, ¡claro que me caso con ella!
-Entonces voy a llamarla -dijo la vieja-: ¡Blanca Flor! ¡Blanca Flor! ¡Ven!
-¡Que, re, cue, cue, cue! -contestó una rana verde que, en dos saltos, se puso al pie del joven.
-Blanca Flor -volvió a decir la vieja, saluda a este joven príncipe.
Y la ranita alargó su manita fría.
-¡Dios mío! -exclamó el príncipe- ¿que yo le dé mi mano a este asqueroso animal? ¿Esta es la niña bonita?
-Sí, niñito, sí.
-¿Y usted piensa que yo me voy a casar con una rana? ¡Ni aunque estuviera loco!
Y diciendo esto, se marchó el príncipe.
Al anochecer del día siguiente, pasó el hijo segundo del rey y, más o menos, sotuvo la misma conversación con la vieja, echándole unos cuantos improperios a la ranita cuando esta le alargó su manita fría.
Al otro día, pasó el hijo menor del rey y pidió posada donde la vieja. Ella le puso la misma condición y, como el joven aceptó, llamó a Blanca Flor. Saltó la ranita a los pies del joven y le alargó la mano. Él la tomó sin repugnancia y la oprimió suavemente entre el pulgar y el índice.
-Esta es la niña bonita -dijo la vieja-. Si usted se casa con ella, yo le doy posada.
Al príncipe casi le daban tentaciones de decir que no y salir corriendo, pero miró a la ranita y vio que ella tenía los ojos fijos en él, en actitud suplicante y, guiado por una fuerza superior, dijo que bueno, que aceptaba. La vieja lo hizo pasar inmediatamente, y la ranita le saltó al hombro repitiéndole:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
El príncipe casi se arrepentía de haber dicho que sí, pero la ranita le miraba, y él se sentía con fuerzas nuevamente.
Al día siguiente, se levantó la ranita muy temprano y, antes de que amaneciera, ya había barrido la casa, lavado todos los trastos y preparado el desayuno. El príncipe estaba admirado de que una rana hiciera tantas cosas. A veces le parecía que eran cosas de brujas y le entraban ganas de fugarse, pero la ranita, como si lo adivinara, saltaba a sus rodillas y cantaba con ternura:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
Y volvía el príncipe a conformarse con su suerte. Lo que más le preocupaba, desde luego, era tener que llegar al palacio con aquella rana y presentársela a sus padres como esposa. ¡Anda que no se iban a reír de él sus hermanos! ¡Y qué pensarían en el palacio!
Así las cosas transcurrió el año, y acabó el plazo fijado por el rey para volver a palacio con la nueva de que se había casado. Todos sabían que heredaría la corona quien tuviera mejor esposa.
Regresaban ya los príncipes mayores montados en unos hermosos caballos y elegantemente vestidos. Y en esto ven aparecer al herma-no menor con pinta de mendigo, todo remendado y con una carga de leña para la ranita.
-¡Vaya facha que tienes, hermanito! -dijo el mayor.
-Seguro que este -dijo el segundo- se ha casado con la rana aquella de la vieja... ¡Ya verás cuando se la presentes al rey! ¡Casarse con un batracio! ¡Mira el retrato de mi esposa: es más linda que la luna!
-¡Y mira el retrato de la mía! -agregó el mayor, ¡es más linda que el sol!
-¿Y la tuya? -preguntaron los dos a la vez.
El pobre príncipe no sabía qué decir de la congoja. Finalmente, dijo:
-La mía..., la..., la mía no tiene igual en la Tierra.
-Ja, ja, ja, ja! -se echaron a reír sus hermanos-. ¡Otro igual de tonto que tú no hay! Ven que te llevamos...
Pero el príncipe no quiso ir por no presentarse así de haraposo ante el rey. Cuando los hermanos se fueron, tomó la carga de leña y se encaminó a la choza. La ranita, que todo lo adivinaba, salió a su encuentro y, con su canto: «¡Que, re, cue, cue!...» , le dio a entender que no tenía por qué afligirse. Pasado el almuerzo lo llamó aparte y le mostró un precioso vestido de viaje, con botones de oro, y otro vestido aún más bello, de una tela finísima, para que se presentara en palacio. Ella misma le ayudó a vestirse, lo peinó, lo perfumó y, después de pasarle la manita fría por la cara, fue a por un espejo. El príncipe casi no se reconocía de tan bello que se encontraba. Después, le dio un retrato de ella bien envuelto en papel de seda bajo la condición de que no lo viera hasta después de mostrarlo al rey. Cuando estuvo todo listo, el príncipe tomó su maletita y, al salir por la puerta, vio un lindo caballo de color azabache, con ojos que parecían luceros y riendas de cordel fino. Un criado lo sostenía y le ayudó a subir. El criado montó en otro caballo que era menos bonito, pero que superaba al de los príncipes. Y ambos partieron. La ranita se quedó llorando, pues ya se había acostumbrado a la compañía de su príncipe.
Tal era la rapidez con que trotaban aquellos caballos que llegaron antes que los príncipes mayores al palacio. El rey y la reina salieron contentos a recibir al príncipe menor. Poco después, llegaron los otros, y el rey mandó preparar un gran banquete para celebrar el regreso de sus hijos. Todos estaban muy felices, hablando aquí y allá sobre la belleza de sus esposas. El menor, sin embargo, no decía nada, y su rostro no era precisamente de alegría.
Al terminar el banquete, el rey pidió los retratos de sus nueras. Cuando le tocó el turno al menor, se le iban y venían los colores y deseaba que la tierra se lo tragara en ese instante. Mejor hubiera sido no haber nacido, pensaba él, para no tener que presentarle al rey el retrato de una rana. Así que le dio el retrato y apartó la cara para no verla cuando el rey la descubriera.
Pero enseguida se dio cuenta de que no era una ranita la que estaba retratada, sino una linda princesa, ante la cual el rey se quedó con tamaña boca abierta que los otros príncipes bajaron la cabeza de vergüenza al darse cuenta de que las suyas no servían ni para ser sus criadas. Cuando el rey salió de su asombro, dijo:
-¡Pero qué mujer más linda!
Y agregó:
-Bien, mañana regresan donde sus esposas y dentro de tres meses me traerán cada uno una camisa hecha por mis nueras; pero eso sí, que no se le noten ni las costuras de lo bien cosidas que estén.
Llenos de envidia, los príncipes salieron corriendo sin esperar al menor, cosa que este agradeció, y regresó solo con su criado. Llegó donde su ranita y le contó lo que había pedido el rey, no porque no creyera que ella no podía hacer una camisa, sino porque la ranita le miraba como preguntándole algo. Después, fue a una tienda y compró unas cuantas varas de lino muy fino.
Pasaban y pasaban los días, y la ranita no se ponía nunca a trabajar con la camisa, hasta que un día le dijo el príncipe:
-Pero ranita, ya es tiempo de que cosa la camisa. Mire que van a pasar ya los tres meses.
Y la ranita solo contestaba:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
A los tres meses no había señales de la camisa, claro, y el príncipe, dándose cuenta, pensó en no ir al palacio.
Los hermanos, en cuanto llegaron donde sus esposas, les dieron el recado del rey, y ellas recorrieron todas las tiendas buscando la tela más fina y trabajando inmediatamente para tener listas las camisas en la fecha acordada. Así que, el día del plazo, los príncipes iban de camino al palacio con el regalo para el rey. Se dieron prisa en llegar, porque querían contarle al rey que el hermano menor le había engañado, que no estaba casado con la linda muchacha del retrato, sino con una horrible rana verde. Estas y otras cosas del estilo, nacidas de la envidia, querían contarle enseguida.
La ranita, que era una esposa muy lista, llamó al joven y le mostró otro vestido de viaje aún más elegante que el primero y que casi parecía el de un rey. El vestido con el que se presentaría en el palacio era también superior al anterior. Las varas de lino que había comprado el príncipe las tomó la ranita y, haciéndolas un paquetito, se las entregó diciendo:
-¡Que, re, cue, cue, cue! -es decir, que era la camisa del rey.
El príncipe salió de la choza y volvió a encontrarse al criado, pero esta vez sosteniendo un caballo color oro. Montó en él con la ayuda del criado y, en un santiamén, estuvo a la puerta del palacio, antes incluso que sus hermanos, aunque estos llegaron poco después. Miraban al caballo del príncipe muertos de envidia, pues los de ellos parecían caballos de alquiler comparados con el otro.
Fueron al rey a mostrarle los regalos, por orden de edad. El mayor mostró una camisa finísima, y la verdad es que estaba tan bien hecha que las costuras apenas se notaban. La del hijo segundo estaba por el estilo. El menor estaba que temblaba, porque sabía muy bien que la ranita no había hecho la camisa. Sin embargo, se armó de valor y le entregó el paquetito. Y el rey desenvolvió una camisa de tela tan fina que ningún telar la imitaría jamás. Las costuras no se veían ni aunque se pusiera una lupa delante, y era más blanca que la nieve pura. Los botoncitos eran perlas incrustadas en oro, y en los puños llevaba unos gemelos de diamantes que irra-diaban rayos maravillosas. Las otras camisas parecían trapos al lado de esta.
El rey se mostró satisfecho y dijo que quería una prueba más de la habilidad de sus nueras, así que pidió que en un mes le llevaran un plato exquisito que nunca hubiera probado.
Los príncipes regresaron entonces donde sus esposas con la nueva orden. Las esposas de los dos mayores se pusieron enseguida a buscar en cuanto libro de cocina tenían a mano para preparar el dulce más raro. La ranita, tal cual lo escuchó, tal cual lo olvidó, pues no volvió a acordarse del encargo.
Pasado el mes, la ranita fue la primera en recordarle al príncipe que había terminado el plazo. Tomó una güira y la partió por la mitad. Después, metió una de las mitades en un saquito, diciendo:
-¡Que, re, cue, cue, cue! -con lo cual comprendió el príncipe que aquello era para el rey.
En eso pasaron los hermanos, cada uno con un criado que llevaba el regalo del rey en una bandeja de plata. El criado del menor no llevaba fuente ni nada parecido, sino un saquito de tela rústica con la media güira, así que los hermanos comenzaron a burlarse de él.
Llegaron los tres príncipes juntos, pero los mayores, que en todo querían ser los mejores, fueron los primeros en entregar su regalo al rey. El menor, apenado, le entregó su saquito de tela, y el rey puso mala cara, pero pronto cambió de semblante y se quedó con los ojos muy abiertos al contemplar una bandeja de oro con incrustaciones de perlas y rubíes, donde reposaba un dulce tan exquisito que ya con solo olerlo uno se relamía de gusto. Eso era lo que tenía el saco.
Cuando sirvieron el dulce de la ranita, los reyes se chupaban los dedos como niños, y todos les imitaron, porque nadie quería perder ni una gotita de miel. Lo más sorprendente, sin embargo, era que, cada vez que se vaciaba la bandeja, aparecía llena de otro dulce distinto y aún más rico. Naturalmente, nadie se volvió a acordar de los platos de las otras nueras.
Después de haber saboreado aquellos manjares nunca vistos, el rey pidió a sus hijos que volvieran en quince días con sus esposas para elegir quién heredaría la corona.
El menor, mientras regresaba a la choza, pensaba: «¿Cómo haré yo para presentarme en el palacio con mi ranita? ¡Ay, más me hubiera valido no haber nacido!». Llegó, pues, a la choza, todo triste y pensativo, y le dio a la ranita la noticia de que en quince días irían a palacio. Ella, con los ojos muy brillantes, contestó:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
El príncipe deseaba que el día de partir no llegara nunca, pero la ranita, en cambio, no cabía en sí de su gozo y saltaba de aquí para allá con su cantar:
-¡Que, re, cue, cue, cue!
Muy temprano, el día de la partida, la ranita se levantó y preparó el desayuno. Pronto pasaron los príncipes con sus esposas en buenos caballos, eso no se puede negar, pero ellas iban tan pintadas y adornadas, y con tanto colorete, que casi parecían payasos de feria. El príncipe estaba en la puerta y, al verlos pasar, la ranita saltó y se le sentó en el hombro. ¡En qué momento lo hizo!... Cuando las señoras la vieron, casi se desmayan y preguntaron que cómo permitía aquel hombre que un animal tan inmundo se le subiera al hombro. Los esposos les contestaron, sin decir que aquel era su hermano, que la rana era su esposa, y las señoras, olvidándose de que estaban casi desmayadas, se echaron a reír con tantas ganas que se les saltaron las lágrimas y resbalaron por el colorete.
Cuando se hubieron alejado, la ranita se bajó del hombro y comenzó a preparar el equipaje. Como se demoró algo, los príncipes llegaron primero al palacio y corrieron a contarle al rey que el hermano menor le había engañado todo el tiempo, pues la esposa era una rana asquerosa. Las esposas, que en ese momento se dieron cuenta de que el hombre que habían visto era el hermano, se echaron a reír nuevamente, y el rey se puso colorado de vergüenza y de ira, prometiendo que, si era cierto, echaría al hijo del palacio y aplastaría a la rana con su propio pie. En estas estaban cuando llegó un jinete con pinta de mendigo en un caballo viejo y cojo. Era el príncipe y traía en el hombro a la ranita.
-¿Pero cómo te atreves -le gritó el rey- a presentarte aquí con esa horrible rana por esposa?
La ranita saltó hasta los pies del rey y le tendió su manita fría para saludarlo, pero el rey, en un arrebato de ira, le puso encima el zapato para aplastarla. Antes de poder hacerlo, la ranita se transformó en una princesa tan linda como nunca nadie había imaginado, con un traje del color del cielo, y corrió a abrazar al rey y después al príncipe, pidiéndole perdón por lo mucho que le había hecho sufrir. Les contó entonces que ella era hija de un rey poderoso que ya había muerto y que había sido robada y convertida en una rana, con el maleficio de vivir así hasta que un príncipe se quisiera casar con ella.
El rey estaba maravillado de ver una criatura tan encantadora y con una voz que parecía música celestial.
Pasaron enseguida al banquete, y el rey se sentó junto a la princesa rana, pues le atraía la dulzura de su voz y la bondad de su mirada. Las otras princesas, muertas de la envidia, no le quitaban el ojo de encima y, cuando se dieron cuenta de que la princesa se echaba de vez en cuando al corpiño pedacitos de pan, de carne o de arroz, decidieron hacer lo mismo.
Terminado el banquete, continuó la fiesta con un gran baile. El rey sacó a bailar a la princesa, y ella pidió que le trajeran una jícara [1] de chocolate caliente. Al dar una vuelta, le vació al rey desde la cabeza el chocolate, mientras se soltaba el corpiño, del que comenzó a caer una lluvia de diamantes, perlas y monedas de oro. Entonces, el rey apareció vestido con un traje deslumbrante cuyos brillantes casi cegaban al que mirara. La gota de chocolate que le cayó en un dedo se convirtió en un anillo de oro con un diamante, y el suelo del salón parecía un cielo de mil estrellas que reflejaba luz de mil colores. Después, la princesa bañó también a la reina en chocolate, y esta apareció luciendo un hermoso vestido y una diadema de perlas engarzadas en oro.
Las envidiosas pidieron también una jícara de chocolate, porque pensaban que lo que pudiera hacer una rana también lo harían ellas.
Una salió con el rey y la otra con la reina, y les echaron el chocolate hirviendo. Después, se abrieron los corpiños, de los que solo salieron los desperdicios que habían guardado. Se organizó un lío tremendo, y hasta los médicos hubieron de llegar para curar las quemaduras de los reyes. Así acabó el baile.
Al día siguiente, el rey y la reina, todavía quemados por el chocolate, decidieron traspasar sus coronas al príncipe menor y a la princesa ranita. Como el príncipe tenía buen corazón, cedió a cada uno de sus hermanos una buena porción del país para que todos pudieran gobernar.
Y yo fui y vine, y nada me dieron.

015. anonimo (argentina)


[1] Jícara: recipiente de loza donde se toma el chocolate.

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