En León hay un
jardinillo, adornado de dalias, rosas, azucenas y claveles, desde el que se ven
correr las aguas del Bernesga, llamado «Papalaguinda», aunque en él no hay
papas ni guindas, ni cosa que se le parezca; la historia de este nombre, dado
al antiguo Jardín del Calvario, es la siguiente:
Había una vez un Rey que
tenía un hijo, con el cual vivía en León, la antigua corte de nuestros
soberanos. Gustaba el Rey de pasear con su niño de diez años, juguetón,
travieso y goloso, que lo mismo saltaba sobre los ricos muebles del palacio real,
que se encaramaba a los armarios del comedor, donde guardaba la señora Reina
las almibaradas confituras, hechas en el convento de Carvajal de la Legua por su señora hermana,
doña Leonor, monja de notable ingenio, tan hábil para recitar en el coro de
memoria los latines del Salterio, como para poner en su punto una perolada de
natillas, o bordar sobre tisú flores de oro.
Sucedió que viendo el
señor Rey que aquel niño atrevido y revoltoso, a nadie respetaba como no fuera
su padre, determinó llevarlo con él todas las tardes de paseo para que, por lo
menos durante dos horas, hubiese paz en la real vivienda y pudiera la buena
madre descansar de los trabajos que por la mañana le daba el muchacho, y rezar
el santo Rosario tranquila, rodeada de sus piadosas dueñas y recogidas damas.
Una tarde del mes de
junio, poco después que el campanil de las monjas recoletas hubiese tocado a
«Maitines», cogió el buen rey de la mano al príncipe y, después de despedirse
de la Reina ,
que hilando estaba en su camarín un copo de lana, bajó las anchas escaleras
del palacio y se dirigió con el niño al campo. Antes de llegar a las murallas,
que cercaban las aguas de León, pasaron al lado de una mujer que, en grandes
cestos de sucios mimbres, vendía guindas, «prucos» y otras frutas propias de la
estación. Ver el niño aquello y pedir a su padre que le comprase, siquiera un
cuarterón, fue todo cosa de un momento; acercóse el buen Rey a la frutera, y
después de preguntar el precio de las mercancías y convencerse de que las
guindas era lo más barato, porque «cundían más», mandó pesar tres cuarterones
de aquéllas. Los pagó religiosamente y los guardó en los hondos bolsillos de
su gabán.
Como el muchacho ya había
merendado antes de salir de casa, no le pareció prudente al Rey darle después
más de media docena de guindas, para que se fuese entreteniendo. por el camino;
las demás las guardarían para mejor ocasión. En seguida traspusieron la puerta
de la ciudad, y salieron a despoblado.
-Mira, hijo mío -decía el
Rey, las frutas son perjudiciales para la salud; no quiero, por lo tanto, que
comas muchas guindas; conténtate con las que te he dado.
-Señor -contestó el
goloso, contentaréme con las que me das de buen grado, pero, como ya he
concluido con las pocas que me diste, ruégote que, una a una, me des las que tu
merced fuera servido de darme; y para que no puedan dañarme a la salud, haz que
de una aotra pase largo rato; así, además, durarán más tiempo.
-Bien, hijo mío, así haré
como dices; pero ya no debes comer ninguna hasta que lleguemos a aquella
explanada que allí se ve, cercana al convento del Señor San Claudio. ¿Prometes
no pedirme nada ni importunarme hasta allí?
-Sí, prometo.
-Bueno; así cumplirás.
Y siguieron andando,
andando, andando. Los labradores que venían de sus faenas, alegremente,
departiendo unos con otros, o cantando las coplas de la Virgen María , o los
milagros de Santo Domingo, saludaban cortésmente a Su Majestad leonesa. Más
adelante encontraron a un cura, a quien el Rey besó respetuosamente la mano,
siendo imitado por el niño. Se puso el sacerdote al lado del monarca y juntos
continuaron su paseo.
Hablando iban el Rey y el
sacerdote de la guerra con los moros, y de que el tiempo iba a cambiar, porque
«soplaba de abajo», y las gallinas se revolcaban en el suelo, cuando el
primero sintió que le tiraban fuertemente del gabán; volvió la cabeza y oyó que
el niño, que no había quitado ojo a las cercas de San Claudio, le decía:
-Papá, la guinda.
Satisfecho el Monarca,
diole lo prometido y, además, un beso, diciendo:
-Bien está, hijo mío, te
has portado como un hombre formal. Bien creí que no ibas a dejarme dar dos
pasos sin tirarme del gabán y romperlo, lo cual hubiera sentido mucho, porque
traigo el nuevo, el de los días de fiesta.
-En efecto -dijo el
cura, que es de una gran clase y de un color «muy señor...».
-Pues bien -siguió el
Monarca, puesto que ha sido la primera vez en tu vida que has obrado con
formalidad, quiero que, desde hoy, quede memoria de ello, y que para siempre se
llame este sitio «Papalaguinda».
Con gran satisfacción del
Rey y del sacerdote siguieron el paseo hablando del caso estupendo y laudable,
hasta que llegaron al convento de San Claudio, a cien varas de allí. Recibióles
la comunidad con el mayor respeto; diéronle al niño rosquillas y nueces,
contó el Rey lo ocurrido y el abad se lo transmitió a todos los monjes
benedictinos para que, por todo el mundo, se llamase «Papalaguinda» lo que
antes había sido «Calvario».
Cuando las campanas
tocaron la oración y los religiosos de San Claudio hubieron rezado el «Angelus
Domini», acompañados del Rey y del sacerdote, mientras que el niño tiraba del
rabo a un gato, se despidieron estos últimos de aquellos varones pacíficos y se
volvieron a la ciudad.
058. Anonimo (Castilla y leon)
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