326. Cuento popular castellano
Había en un pueblo un vecino que tenía una
vaca. Y la dejaba sola, suelta por los campos, haciendo daño en los sembrados.
Y ya un día los vecinos le dijeron:
-Te vamos a matar la vaca en vista del daño
que está haciendo en el campo.
A lo que contestó:
-Siempre que me deis la piel, la podéis matar
cuando queráis.
Y por aquello de darse un banquete con la
carne, así lo hicieron, entregándole la piel. Se marchó al campo, llevándola
consigo, y para no ensuciarse las ropas, puso la carnosidaz para arriba,
cubriéndose todo él con la piel. Se acostó en el monte, y claro está que todos
los grajos se le ponían encima a picar la carnosidaz. Pero él se dio cuenta y
con mucho cuidao sacaba una mano hasta que consiguió coger dos.
Y entonces se levantó y regresó al pueblo. Y
entró en casa con los grajos. Él tenía mucha amistaz en casa de un vecino
bastante rico, y fue a visitarle. Y al entrar sorprendió en la casa a uno que
iba haciendo el amor a la mujer. Como les cogió así al improviso, vio que en
una de las mesas abrieron el cajón y metieron un plato con algunos trozos de
jamón, así como también vio guardar debajo de una cama un jarro de vino. Y vio
a los dos amantes que se encerraban en una habitación.
Y entonces él se decidió a llevar los dos
grajos al dueño de la casa, diciéndole que eran adivinos.
-Bueno, si es así, tráeles, y vamos a hacer
una prueba. Efectivamente los trajo, y al apretar el pescuezo a uno de los
grajos, hizo gra. Y le preguntó el dueño:
-¿Qué ha dicho?
-Pues, que en el cajón de esa mesa hay un
plato que tiene jamón.
Miró el dueño de la casa, y,
efectivamente... Vuelve a apretarle por segunda vez, y al hacer gra, le
pregunta el dueño:
-Ahora, ¿qué ha dicho?
-Pues, que debajo de aquella cama hay un
jarro con vino. Miró, y efectivamente, era cierto. Cambió con el otro grajo...
y la misma operación. Le apretó el pescuezo,
y al hacer gra:
-¿Qué es lo que ha dicho?
-Pues, que ahí en esa habitación está su
mujer con un amante.
Efectivamente, miraron... y allí estaban. Y
ya, convencido el dueño de la casa, se los compró, y le dio mucho dinero por
ellos.
Con la cantidaz se marchó del pueblo; y
regresó al poco tiempo. Y dijeron los vecinos que le iban a matar a él, o les
daba parte de la cantidaz que le habían dado. Y entonces se decidió marcharse
al campo. Y ya, a la caída de la tarde, en un monte, vio que se aproximaban
cuatro hombres. Se encaramó a un roble, y por fortuna se sentaron debajo de
ese mismo roble y se pusieron a repartir una cantidad bastante crecida,
procedente de un robo. Y el que nunca tuvo miedo, empezó a vocear:
-¡Apuntar y hacer fuego! ¡No seáis cobardes!
¡Que no se marche ninguno de aquí sin ser muerto!
Los cuatro individuos esos creyeron que era
la guardia civil, y poniéndose en fuga, abandonaron lo que habían depositao en
el suelo. Y entonces se apeó él del árbol y recogió todo el dinero.
Vuelve al pueblo y cada vez le veían que
disponía de más cantidades. Y un día determinaron tirarle a un pozo para
robarle el capital que tenía. Y un domingo por la mañana, entre unos cuantos,
le ataron con unas sogas y le dejaron colgando de un pozo, pero a todo esto,
sin tocar el agua. Se marcharon a oír misa, que era la consigna a la salida
cortarle la soga y tirarle; pero mientras estaban en la iglesia, pasó por allí
un transeúnte, y como le oyó los pasos, empezó a vocear:
-¡Que no quiero! ¡Que no quiero casarme con
ella!
Y entonces el otro se aproximó y le preguntó:
-¿Por qué das esas voces? ¿De qué te quejas?
-Pues, que me quieren hacer casar con la hija
del más rico del pueblo. Y yo no quiero.
-Ah, si es por eso, si no ties inconveniente,
yo me dejaré atar, y tú puedes marcharte adonde quieras.
Y así fue. Se dejó atar el otro. Pero antes
de marchar, dejó allí una carta escrita en la que decía: «Vecinos, aquí abajo
hay un tesoro. Por si acaso, cuando yo os llame, no tenguéis inconveniente el
tiraros para ayudarme a sacar todo lo que encontremos.»
Y claro está, como bajaron al hombre del todo
al agua, se veía de ahogar. Al zapear con los brazos, los de arriba creían que
les llamaba, y se iban tirando. Claro está que como no salían, decidieron
tirarse todos, por la avaricia de que estarían cargando aquel tesoro y a ellos
no les quedaría nada. Y no quedó un hombre en el pueblo. Y por eso le llaman el
pueblo de las viudas.
Saldaña,
Palencia. Florencio
Garrido. 19
de mayo, 1936. 63
años.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anonimo (Castilla y leon)
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